sábado, 25 de septiembre de 2010

“Aspiro a que disminuya la matanza”: Pacheco

25/Septiembre/2010
El Universal
Sonia Sierra

“No son profecías”, recalcó la noche de ayer el escritor José EmilioPacheco, “es la literatura la que tiene la capacidad de captar la realidad social”.

De profecías y apocalipsis, de la nostalgia y la poesía, del pesimismo, de una lejana ciudad de México que en su poema “Altatraición” José Emilio Pacheco describió como “desecha, gris y monstruosa”, pero que le resulta un edén comparada con el “horror” de la actual, y de algunos temas que no hallaron respuesta, versó la conversación entre el poeta y el también escritor Ignacio Solares, con un público integrado en su mayoría por jóvenes estudiantes de la UNAM.

Como si se tratara de uno de los músicos que se presentan cada semana en la Sala Nezahualcóyotl, el público recibió al poeta con un largo aplauso.

La charla con Pacheco, distinguido el jueves junto a otras 15 personalidades de México y el mundo con el doctorado Honoris Causa dela UNAM, abrió la sesión de diálogos literarios para celebrar los doctorados concedidos a él y al escritor peruano Mario Vargas Llosa.

“No soy el pulpo Paul”

“No me hago pasar por profeta”, dijo el escritor, y luego bromeó: “No soy el pulpo Paul”, dijo al halbar sobre la violencia que desde hace tiempo había señalado, pero que en su momento le mereció ser llamado “pesimista” y“apocalíptico”. “Mis advertencias más pesimistas son juego de niños ante todo lo que pasó”.

Señaló que la literatura “alerta a no cerrar los ojos ante todos los horrores de la vida; es inútil no querer ver los horrores”, dijo el autor de Los elementos de la noche, No me preguntescómo pasa el tiempo y Batallas en el desierto.

Al ser cuestionado por el público sobre la solución al narcotráfico, pensó unos segundos y dijo: “Creo que la legalización”, una respuesta que se ganó un aplauso. Y agregó: “No sé la solución, pero a lo único que se puede aspirar es a que disminuya la matanza. La guerra está perdida. Si hay apoyo popular no hay forma de vencer eso. No quiero hablar de política porque la política lleva a la muerte. Uno manda a la guerra a los demás y se queda tan tranquilo. Hay que tener eso como responsabilidad”.

A una pregunta de Solares sobre cómo empezó esa vocación por escribir versos, el escritor se fue a la infancia, al niño, sin referirse a si mismo, el niño que, dijo, “descubre que hay una danza de las palabras que cantan, bailan, riman”, y luego ve que “él o ella puede hacerlo”. Agregó entonces que la poesía “no es un don de seres especiales, todo el mundo lo tiene pero se va perdiendo, pocos lo llevan más allá”.

La memoria y no la nostalgia

Una pregunta de Solares a Pacheco sobre la presencia de la ciudad de México en su obra dio pie a que el poeta negara que se pueda vivir y amar a la ciudad como está hoy en día: “Yo objeto el término nostalgia. Estoy a favor de la memoria. de que no se olviden las cosas, no de decir que fueron mejores. Aquella ciudad tuvo cosas agradables, pero también terribles y muy violentas. No se puede idealizar ningún pasado, mucho menos el de la ciudad de México que siempre ha tenido esa terrible división entre pobres y ricos”.

Recordó que aún existe su casa en la colonia Roma, en Zacatecas 76, y evocó a su amigo Carlos Monsiváis: “Decía que, cuando menos, no somos corruptos, que seguíamos en las mismas casas desde hace 30 años”.

Acerca de cómo escribiría una novela del México actual, dijo: “Me gustaría enfrentarme al fenómeno y al enigma de la violencia, pero ya no; eso le corresponde a la generación de ustedes”.

Una de las preguntas finales de los estudiantes fue por los libros que le han acompañado toda la vida, a lo cual no dudó en responder: “El directorio telefónico, sin duda, sin él no se puede vivir”.

Y ante la insistencia, dijo: “Puro lugar común: La biblia, Edipo rey. Al final de la charla, se dedicó un minuto de silencio en memoria de Carlos Monsiváis.

Vargas Llosa y sus consejos literarios

25/Septiembre/2010
El Universal
Sonia Sierra

En una charla que versó sobre la gestación de sus novelas, lanaturaleza de la ficción y sus relaciones con la realidad, el escritor peruano Mario Vargas Llosa dijo la noche de ayer que “cuando uno escribe novelas no puede contar verdades”: “La ficción ejerce una presión de tal naturaleza sobre lo que uno quiere que sea puro testimonio, que se ve obligado a introducir también en el testimonio la ficción, es decir, a que el testimonio sea infiel, a que prevalezca la fantasía sobre la pura memoria”, explico el escritor.

“Me gusta que mis historias imiten la realidad”, recalcó ante los estudiantes que se dieron cita en la Sala Nezahualcóyotl, en el marco de un diálogo sobre su obra, en el contexto de la entrega del Doctorado Honoris Causa que recibió de la UNAM el pasado jueves.

“Estoy convencido de que las novelas no cuentan verdades, se han hecho para contar mentiras”, expuso el narrador peruano y luego matizó: “un tipo dementiras que son muy sui generis, muy especiales porque sólo a través de esas mentiras se pueden expresar verdades. Creo que la novela sí expresa unas verdades muy profundas sobre la condición humana, pero las expresa a través de ficciones que son versiones muy engañosas y falaces de lo que es la realidad objetiva”.

La vocación del escritor

Vargas Llosa, que esta semana también fue galardonado en México con el Premio Alfonso Reyes, habló de los elementos de la realidad que alimentaron pasajes y personajes de libros como La ciudad y losperros, La casa verde, Conversación en la catedral, Lituma en losAndes y La tía Julia y el escribidor.

Acompañado por el escritor Sealtiel Alatriste, coordinador de Difusión Cultural de la UNAM , dijo que lo fundamental para quien se dedique al ejercicio de la literatura es que encuentre en el escribir la mejor recompensa.

“Uno puede escribir con muchas aspiraciones: hacerse famoso, rico, denunciar las injusticias, pero todo eso es accesorio. Lo fundamental es dedicar su vida a ese quehacer, porque gracias a ese quehacer uno encuentra un orden, un sentido a la vida, algo que organiza el caos. Un joven que siente la literatura de esa manera es alguien que tiene vocación; el que se dedica a la literatura por razones subalternas, lo más probable es que fracase como escritor y que, por lo tanto, no alcance nunca esos ideales que lo llevan a hacer literatura”, dijo el también autor de La niña mala. Con esas palabras provocó una ovación del público.

Vargas Llosa, quien publicará en noviembre la novela El sueño del celta, basada en la vida del irlandés Roger Casement, personaje al que el novelista dedicó tres años de investigación, dijo que, detrás de las grandes obras hay disciplina, terquedad, perseverancia, espíritu crítico y autocrítico.

Interrogado sobre qué autores mexicanos le suscitan admiración, recordó a Octavio Paz: “una enorme admiración, creo que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, como poeta, y sobre todo como ensayista. Un mexicano que se ocupó de su país y que, sin embargo, nunca fue un provinciano, tuvo una curiosidad que trascendía fronteras, continentes y épocas, en la tradición de otro mexicano que admiro muchísimo: Alfonso Reyes”.

Y el narrador cerró su charla hablando de José Emilio Pachecho, quien fue el primer escritor mexicano que conoció.

“Él rompe esa regla que dice que no se puede ser escritor y gran persona”, comentó.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Los meseros no son tus amigos

20/Septiembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Es Dios el que se ha quedado solo”, responde un viejo a la pregunta de si cree que Dios ha abandonado a los hombres. “Somos nosotros quienes lo hemos abandonado”. Las risas estallan en la taberna alumbrada apenas por unas sucias lámparas de neón. “Si tan sólo limpiaran esas lámparas podrían barrer bien los rincones”, dice una mujer madura atada a una mueca de piedra, y no ha terminado aún su observación cuando el mesero distrae con un seco comentario sus palabras. “Si hubiera más luz no podríamos tolerar sus rostros”. Así es: los taberneros prefieren mantener la cantina a media luz y no enterarse de que los monstruos que beben en sus mesas de manera permanente lloran porque no pueden abandonar esa clase de vida. ¿Es cierto que Bataille no quería convertirse en filósofo, sino fundar una religión? Las personas que podrían responder ampliamente a esta pregunta han muerto. García Ponce, Gurrola, Elizondo. Y quienes podrían hacerlo se han rendido. “El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada”, arenga un francés desde su silla y su sentencia no gusta a nadie. Alguien pide un oporto tawny sólo para escuchar por centésima vez que en las tabernas como esa no se sirve oporto.

“La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la tierra”, escribe en una nota ese hombre que pide coñac aún a sabiendas de que el mesero le traerá un brandy color oscuro y a buen precio. Y agrega: “Deben inscribir esta frase en mi tumba cuando llegue la hermosa y liviana muerte”. ¿Pero quién va a hacerlo? ¿Quién puede cumplir todos los deseos que tiene un borracho en una sola noche? No es prudente hacer promesas en las cantinas porque hasta los hombres más honestos tienen que morderse la lengua un día o un año después por no cumplir su palabra. Las mujeres, en cambio, deben prometer y nunca cumplir porque si lo hacen nadie las respetará como antes. “Si alguien va a Berlín y pasa cerca del Zum Goldenen Hahn, salúdenme a esa rubia que se hace llamar Tony. Ella sí que sabía servir mesas y hacerte feliz”, dice uno más. A ninguno de estos borrachos puede ayudarlos nadie en la tierra. Deben esperar.

“No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esos hombres a donde están”, comenta a su camarada un inglés tímido que parece saberlo todo. Su español es tan correcto que los meseros apenas si le entienden. “En México nadie te entiende si hablas correctamente”, responde el camarada casi muerto de ebriedad. “Los meseros no son tus amigos, no debes olvidar eso jamás, son espías que envía la muerte para reírse de tus camisas sucias”. Es el viento que ha soplado tan fuerte el que ha causado la reunión de tantas personas en esta taberna de mosaicos óseos y burdas columnas de tres metros. El ebrio inglés tuvo razón: el espíritu no sopla como antes, así que debemos esperar a que sea el viento el que ponga a esa mujer en paz. ¿Cómo se ha atrevido a estar allí sin estar, como una dalia negra o una flor en el desierto? Es cierto que es hermosa, pero esta cualidad es a ojos de los borrachos una absoluta y rotunda majadería. Ellos beben toneles de vino para hacer que las mujeres sean hermosas y de pronto aparece una que lo es en realidad. Ha venido a echarles a perder la noche. ¿Qué hacer ahora? Olvidarse y concentrar su atención en las patas de la mesa, un poco más de coñac y esas patas de palo comenzarán a tornearse.

“Si van a Berlín no vayan al Romanisches Café porque los viejos escritores no están allí y sus fantasmas siguen orinándose en los pantalones, les ruego que encaminen sus pasos hacia el Zum Goldenen Hahn y pregunten por Tony, no miento, he estado en ese lugar muchas veces y vaya si Tony los hará más felices que a un merengue”. ¿Quién carajos continúa con la misma cantaleta? Nadie va a ir a Berlín por el momento a no ser que el viento sople todavía más fuerte. ¡Qué cantina tan poco escrupulosa! Se hacen promesas y además se suspira por ellas. De pronto viene la calma, un silencio que nadie aprecia, pero que todos necesitan. “Los meseros no son tus amigos y cuando mueras apenas si contarán una anécdota de ti en el futuro. Y además se equivocarán de persona y hablarán de alguien que no eres tú. “¿Qué, otra vez con lo mismo?”.

domingo, 19 de septiembre de 2010

“El arte tiene que ser artificial”

19/Septiembre/2010
Milenio
Édgar Velasco

Guadalajara.- Las escenas están grabadas en el inconciente colectivo de muchos mexicanos: los alarmados conductores de un noticiario, los edificios caídos, los cientos de voluntarios, el surgimiento del grupo de rescate conocido como Los Topos. Son herencias del 19 de septiembre de 1985, fecha en que un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter sacudió la ciudad de México y consternó al país. A partir de ese momento se comenzó a hablar de la gran solidaridad del mexicano en la desgracia y demás cosas que un día, de pronto, formaban ya parte del discurso oficial del Estado.

Hace cinco años, al celebrarse los 20 años del sismo, Ignacio Padilla (ciudad de México, 1968) comenzó a reflexionar sobre un aspecto en particular: la inexistente relación del terremoto y el arte. Así, comenzó a desarrollar un ensayo que, cinco años después, ve la luz con el título Arte y olvido del terremoto, editado por el sello Almadía y ganador del Premio Luis Cardoza y Aragón de Artes Plásticas.

¿Cómo surge el interés por plantear la reflexión del arte y su relación con el terremoto?
Procede de mi experiencia, tanto la personal como la colectiva. Comienza el 19 de septiembre de 1985, fecha de la que hacen 25 años. Desde entonces he observado, experimentado, indagado las secuelas, tanto las inmediatas como las posteriores, del terremoto. Durante estos 25 años este tema ha venido asediándome, como ha venido, creo yo, asediando a todos los mexicanos. Y me ha permitido observar, o desear observar, la presencia o la ausencia de esta experiencia fundamental, histórica y social, en las artes mexicanas.

¿De dónde procede la necesidad de ver el terremoto en el arte?
No es tanto una necesidad. Por lo general, se sabe que las experiencias particularmente dolorosas suelen, de una forma u otra, transmitirse a las artes en toda la historia de la humanidad. Me llamaba la atención que una experiencia, a mi entender dramática y mucho más importante y determinante para la transición del país a la democracia, no tuviera una presencia real en la literatura. Y luego descubrí que existía una presencia en las artes visuales, si bien era soterrada. Esto me sirvió para pretextar la relación entre terremoto y arte mexicano y luego plantear una reflexión de la relación más universal entre arte y olvido.

¿Cuáles son las causas para esta ausencia de arte vinculado al sismo?
He procurado reflexionar al respecto. El proceso inmediato fue eufórico desde luego, dignificante de la sociedad y crítico de las instituciones que nos gobernaban entonces. Esa euforia trascendió e intervino de manera importante en organizaciones sociales y protestas democráticas, hasta llegar a la victoria de la izquierda en 1988. Luego hubo un retroceso importante por la apropiación genial por parte del salinismo del discurso solidario. Después, la propia sociedad, que había comenzado a tener un movimiento crítico importante, bajó las manos ante el espejismo salinista y decidió darle al priísmo una segunda oportunidad sobre la tierra.

Hay dos tipos de olvido: uno de ellos es en el que un individuo o sociedad reniega de su experiencia dolorosa y la remite a un inconsciente colectivo o individual, la guardan para no verla y eso genera una enfermedad. Puede emerger en forma de cáncer, torpeza democrática, narcotráfico, violencia. La otra manera, que es la que propongo, es traer del inconsciente esa memoria dolorosa y verla a la cara. Cerrar ese proceso, tomar lo bueno y lo malo, madurar con la experiencia dolorosa y remitirla al olvido, pero un olvido sin impunidad.

¿Este 25 aniversario es un buen pretexto para saldar esa deuda?
La escritura de este ensayo la empecé hace cinco años, al notar que a 20 años del terremoto no existía una reflexión crítica. Ahora es una oportunidad. Y no me parece oportuno, sino necesario, cuantimás viendo cómo están ocurriendo las cosas en el país, que está en medio de otras conmemoraciones de acontecimientos dolorosos que quiere ver como festivos. Por qué no añadir uno que también es doloroso y tiene que ver con nuestro fracaso en la democracia, el fracaso del urbanismo, el colapso eterno de la ciudad de México. Qué mejor que volver a poner sobre la mesa el terremoto del 85.

¿Cómo debiera ser ese “arte del terremoto”?
El arte sólo debe ser fiel a sí mismo, no tener otra responsabilidad. Sin embargo, suele servir o desempeñar un papel que puede ser provechoso para la sociedad. El problema de que no haya registro artístico del terremoto es que fue hipercubierto mediáticamente con crónicas y fotoperiodismo. El arte tiene que ser artificial. Transformar la realidad que está retratando, no comprometerse ni a la información, ni a la denuncia, ni a la transformación inmediata de la sociedad. El arte tiene que hacer que el acontecimiento doloroso particular se convierta en universal, en algo que ocurre todo el tiempo. Una foto del bombardeo del Guernica en 1936 será particularizante, registral, detiene el acontecimiento. Pero un cuadro como El Guernica, de Picasso, extrae del tiempo y la particularidad el arrasamiento del pueblo español y hace que cada vez que veamos el lienzo, veamos el arrasamiento de todos los pueblos.

¿Cómo evitar la sobre exposición en los tiempos del Internet?
Somos ahora, más que nunca, una sociedad de imágenes, de apariencias. Y hemos cometido el error de depositar nuestra fe absoluta en algo que no existe: la objetividad del periodismo. El periodismo, la crónica y la fotografía son producidas por una subjetividad. El hecho retratado nunca va a ser el hecho real, sino la manera en que ha sido visto por alguien. Debemos dejar de tenerle miedo a la subjetividad y no creer que una imagen es la realidad. Mientras estemos conscientes de ello, las imágenes pueden ser conducidas a una lectura crítica.

Lizardi

19/Septiembre/2010
El Universal
Rafael Pérez Gay

No deja de asombrarme en los festejos del Bicentenario la incapacidad para celebrar nada que no sea la historia de bronce. No he leído una sola mención dedicada a la vida de la Nueva España y a las creaciones del naciente siglo XIX. Salvo el barco de papel de El Diario de México, fundado en 1805 gracias a Jacobo de Villaurrutia y Carlos María de Bustamante, nadie quiso recordar una pizca de la poesía neoclásica que se publicaba precisamente en las páginas de El Diario de México cuando lo dirigió Juan Wenceslao Barquera, no leí en estos días bicentenarios ni una palabra sobre las Gazetas, en fin, sólo cañonazos y loas a la gesta heroica. Pero el mayor asombro radica para mí en el hecho de que ningún periódico le haya dedicado en estos días al menos una semblanza a uno de sus ancestros fundamentales: Lizardi.

El periodismo insurgente fundó las letras de combate de la prensa en México, pero fue Lizardi quien encarnó la figura del primer periodista de la Nueva España. Más que ningún otro escritor de la época, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) es hijo directo de Cádiz: nueve días después del anuncio oficial de la Constitución aparece el primer número de El Pensador Mexicano. Dos meses después de la proclama, Fernández de Lizardi es encarcelado y la libertad de prensa suprimida.

Ese periodista será fervoroso partidario de un alto oficial criollo, perteneciente a una familia de hacendados, que combatirá y pactará con Vicente Guerrero: Agustín de Iturbide. Luis González y González escribió que la ciudad de México ha tenido siempre debilidad por las entradas triunfales, así Lizardi con las tropas del ejército de las Tres Garantías. En 1825 se le otorgó el grado de capitán, por supuesto de espada virgen, y se le encomendó la dirección de la Gazeta. Las cartas de vida muestran episodios de cárcel, excomunión, miseria, persecuciones y una hazaña que fundó una tradición cultural.

Lizardi escribió una obra vastísima. Entre 1812 y 1827 inventó y escribió nueve periódicos: El Pensador Mexicano (1812-1814), La Alacena de Frioleras (1815-1816), Los Cajoncitos de la Alacena (1815-1816), Las Sombras de Heráclito (1815), El Conductor Eléctrico (1820), El Amigo de la Paz y de la Patria (1822), El Payaso de los Periódicos (1823), El Hermano del Perico que Cantaba la Victoria (1823), El Payo y el Sacristán (1824-1825), Correo Semanario de México (1826-1827). Paralelamente escribió folletos (1811-1826) —Luis González Obregón registra más de 300—, Poesía (1811), Fábulas (1817), teatro y cuatro novelas: El periquillo sarniento (1816), La Quijotita y su prima (1817), Noches tristes y día alegre (1818) y Vida y hechos del famoso caballero Catrín de la Fachenda (aprobada por la censura en 1830 y publicada en 32).

El tejido de esa obra muestra una amplia crónica de la Nueva España: relatos y opiniones del gobierno, de sus leyes, de la ciudad y sus habitantes, de sus malestares, de sus lugares. La prosa narrativa de Lizardi aspira a descubrir la esencia de las costumbres, el mosaico de algo que podría llamarse, en principio, identidad mexicana. El casi inabarcable trabajo periodístico lizardiano puede dividirse en dos etapas que son, a su vez, la evolución política y literaria de Lizardi: una, la que inaugura El Pensador y cierra con los últimos números de Los Cajoncitos de la Alacena. Luego hay un intermedio novelístico. La segunda va de El Conductor Eléctrico al Correo Semanario de México. La primera habla del escritor obsesionado en dos defensas: la libertad de imprenta y la Constitución de Cádiz. Frente a la censura, Lizardi insinúa, se oculta en temas que parecen triviales —la experiencia, la belleza, el egoísmo—. La otra cubre un Lizardi decididamente narrador y un político definido: la Inquisición y la Constitución son los temas centrales.

El mejor de sus periódicos, El Payo y el Sacristán, el más literario, despliega su habilidad para el diálogo, el perfil de tipos populares y costumbres mexicanas, el tema eclesiástico-militar y el advenimiento de la república. Con esta madera esta hecha la proeza cultural de Lizardi.

A muchos observadores de la realidad de nuestros días les resulta difícil entender que cuando las naciones se convulsionan y hay violencia, inseguridad, incluso desconcierto, al mismo tiempo ocurren muchas cosas, creaciones por donde pasa la vida misma. Me explico: mientras Hidalgo encabezaba a la turbamulta enardecida, mientras Morelos realizaba la campaña del sur, Lizardi fundaba el periodismo de México. No hay análisis político o crónica de época que pueda evadirse de esta ley de la historia.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Académicos vs Ensayistas

18/Septiembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

El cambio más dramático en la crítica de nuestro tiempo: los académicos reemplazan a los ensayistas.

El ensayo apuesta conocimiento atípico. El ensayo mexicano nunca tuvo clara esta función como teoría intrépida. (Y sus teóricos no procuraron ser diestros ensayistas). Sus líderes ejercieron el ensayo como paseo y picnic, y los académicos se hicieron de la función explicativa de modo grisáceo.

¿Diferencias? El ensayo conjetura; la academia compara. El ensayo es experimento; la academia, institucionalidad. El ensayo es atrevimiento; la academia, arbitraje. El ensayo postula al individuo; la academia, a los pares. El ensayo orquesta polémica; la academia, respetabilidad.

El académico vence siempre por puntos; el ensayista sólo por knock out.

Las universidades fueron las responsables del giro académico.

En México, el mundo literario resiste el cambio mediante revistas circulantes y aún dentro de las universidades, los escritores defienden lo estético por encima del análisis. Haciéndole mala fama al psicoanálisis, marxismo, Estudios Culturales, feminismo, estructuralismo y descontrucción, los estilistas ganaron horas extras.

El último bastión de los literatos —estilo, amenidad y humor—: lo culinario, lo dominical.

En las ideas, los supuestos ensayistas perdieron la guerra.

Los ensayistas monopolizaron la opinión. Desde Internet, el monopolio terminó. En el presente todos quieren sus 15 posts de opinión.

El académico, en cambio, debido a su aparato de referencias especializadas no es fácilmente imitable. Sustituido incluso por internautas, el ensayista perderá el combate. El académico, a pesar de que analiza, no fabrica conceptos.

Tiene su tiempo contado: es intérprete de otros.

Ya existe más de una generación de escritores academizados. En busca de mejor salario, el crítico se arrodilló ante el pie de página.

En lo doméstico, este cambio —prestad atención— fue propiciado por el sistema universitario norteamericano; es la primera gran intervención extranjera en la literatura mexicana venidera.

El error de origen del ensayo nacional fue su relación desabrida con la filosofía.

Su modelo fue Montaigne: el ensayo como entretenida plática; nunca Bacon: el ensayo como catapulta de inducciones y destrucción de ideas falsas.

Cuando un literato mexicano comenta a Benjamin, celebra sus chucherías, no sus teorías.

La crítica literaria mexicana desaparecerá. Sin nunca haber sido ensayo.

La crítica literaria mexicana quedará detrás de los tiempos —no puede competir con la teoría o la academia internacional—; no es casual que hoy defienda su antigua autoridad de comensal y canon.

En este siglo, el crítico literario se extinguirá.

Un agradecimiento

18/Septiembre/2010
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Estábamos presentando en el Círculo de Bellas Artes un libro de Víctor García de la Concha y en un momento dado la desgana del acto social se me convirtió en emoción secreta y gratitud. El libro, Cinco novelas en clave simbólica, es una lectura muy atenta del modo en que cinco escritores en español se han enfrentado a esa tentación y ese desafío supremo del arte de contar que consiste en resumir el mundo o una parte significativa de él en las páginas de una historia: dar forma al mundo, encerrarlo, y al mismo tiempo expresar su vitalidad y su desorden; contar las cosas como son y a la vez erigir un modelo autosuficiente, un mapa o una maqueta a escala que ofrezca la forma inteligible de una fábula y sugiera las zonas de incertidumbre y de oscuridad de la experiencia verdadera, que son las de los límites del conocimiento. Los autores de dos de esas cinco novelas estábamos en la mesa, flanqueando a García de la Concha: Mario Vargas Llosa y yo. Y al verme sentado allí, la cercanía física me devolvió una conciencia más clara de mi deuda personal con Vargas Llosa y precisamente con la misma novela elegida por García de la Concha, La casa verde. Más que con Cien años de soledad, aunque me gustó tanto cuando la descubrí, y desde luego mucho más que con Volverás a Región, que sinceramente siempre se me quedó muy lejana, tal vez porque ya era lector devoto de William Faulkner cuando encontré a Juan Benet, y porque su huella en español me llegaba mucho más a través de Juan Carlos Onetti. En cuanto a la otra novela, Madera de boj, de Camilo José Cela, la verdad es que no la he leído.

Da un poco de vértigo pensar en el juego de las influencias y las resonancias mediante el cual se va tejiendo un destino, las conexiones invisibles de las que está hecha la vida. En el Círculo de Bellas Artes me acordé del impacto de la primera lectura de Cien años de soledad, pero también comprendí que en mi formación había sido mucho menos decisiva que La casa verde, y que mi idea de lo que es un novelista la había aprendido mucho más de Mario Vargas Llosa que de García Márquez. Mi percepción es probablemente equivocada, pero García Márquez tenía para mí algo de mago o hechicero que iba conjurando las historias como un antiguo narrador oral: era alguien a quien se podía admirar mucho, pero a quien uno no aspiraba a parecerse, en parte porque no sabría aunque lo intentara, en parte también porque en el fondo no lo deseaba. En aquellos años yo era más sensible que ahora a las mitologías de los escritores. La historia de la escritura y la publicación de Cien años de soledad resultaba casi tan fabulosa como la novela misma: el escritor encerrado durante años en una habitación en estado de trance mientras la esposa abnegada lo iba vendiendo o empeñando todo para que comiera la familia, la copia única del manuscrito enviada desde México a Buenos Aires con franqueo insuficiente, y a punto de extraviarse por el camino, el relámpago sobrenatural del éxito, etcétera. A García Márquez lo rodeó desde muy pronto una leyenda, y como todas las figuras legendarias se instaló en una forma de lejanía muy parecida a la de los muy ricos o los muy poderosos, que siempre están algo distraídos cuando uno los ve de cerca, como pensando en otra cosa, como un poco en otra parte.

García Márquez fue desde muy pronto, más que un escritor, un personaje de la literatura. Se hacía fotos descalzo y con un mono de obrero delante de la máquina de escribir, pero más que a trabajar parecía estar disponiéndose a recibir una inspiración de taumaturgo o de médium. Por mucho que dijera que podía pasar una jornada entera dedicada a completar media página, sus historias tenían una torrencialidad de invención inmediata que nos hacían identificar su voz con la de los magníficos narradores orales de su literatura, Francisco el Hombre o el gitano Melquíades.

En Vargas Llosa lo que uno descubría era el tesón diario del trabajo de novelista. Una novela no procedía de una iluminación arrebatada, sino que era el resultado de una construcción cuidadosa y metódica, en la que el escritor actuaba al mismo tiempo como arquitecto y como albañil y cantero, con una perseverancia que tenía algo de dedicación artesanal y de arduo ejercicio de ascetismo. Por la misma época en la que yo leía y releía La casa verde y Conversación en La Catedral examinándolas por dentro para saber cómo estaban hechas -por algún motivo, uno no se hacía esas preguntas con Cien años de soledad- cayó en mis manos un ejemplar de Cuadernos para el Diálogo en el que venía un largo ensayo de Vargas Llosa dedicado a Flaubert y al proceso de escritura de Madame Bovary. Su efecto fue tan poderoso como el de los cuentos de Borges o los de Onetti, o como el de la primera lectura de Absalom, Absalom o Santuario. Recorté aquellas páginas de la revista y las leí no sé cuántas veces, subrayando casi cada frase con aprobación fervorosa. Lo que hacía Vargas Llosa en aquel ensayo que luego se convirtió en uno de sus mejores libros, La orgía perpetua, era estudiar Madame Bovary desde el interior de la conciencia del novelista que la iba escribiendo, sobre todo a través de las cartas de Flaubert a Louise Colet, y trenzar el relato y el análisis con una confesión personal: la del joven escritor, él mismo, que alimenta su vocación de novelista leyendo una novela suprema e identificándose con el tormento, la exasperación, la contumacia solitaria de su héroe.

Había que saber a lo que uno se arriesgaba si elegía ese oficio: el precio de lograr una novela podía ser la propia vida. Flaubert había dedicado cinco años de la suya a Madame Bovary, y más tiempo todavía a La educación sentimental. Escribir sería encerrarse en el cuarto de trabajo como en una celda y no tener nunca asegurado no ya el resultado final, ni siquiera la próxima página, la próxima frase arrancada al vacío del papel con un esfuerzo agotador. Joven y desconocido, extranjero, Vargas Llosa había leído Madame Bovary en un cuarto de hotel barato de París en los años cincuenta. Yo leía su ensayo en una habitación de estudiante en Granada veinte años después. No tenía ninguna perspectiva razonable de convertirme en novelista, pero tampoco él las había tenido a esa misma edad.

Uno escribe los libros y no puede saber el lugar que a veces llegan a ocupar en las vidas de otras personas. Las influencias van modelando el estilo, pero también afectan a veces el curso de la vida. Sentado cerca de Mario Vargas Llosa la otra tarde -él en un extremo de la mesa, yo en el otro, acompañando a Víctor García de la Concha- pensé con gratitud, y lo dije en voz alta, que sin el ejemplo de esos dos libros suyos probablemente yo no estaría allí.

El humor propio

18/Septiembre/2010
Babelia
Fernando Iwasaki

Lo primero que hay que dejar claro desde la primera línea es que el humor -como decía Wenceslao Fernández Flórez- es algo muy serio. Por lo tanto, quienes hacen el humor más de tres veces al día no son ni unos pervertidos ni unas potencias de la naturaleza. De hecho, la melancolía, el pesimismo y la independencia crítica le van mejor al humor que el optimismo, la jovialidad y los compromisos trascendentales.

Es difícil precisar si el humor nace o se hace, pues antes de aprender a reírnos de nosotros mismos -esa fase superior del humorismo, según los marxistas chaplinistas- es necesario comenzar desternillándose de alguien o de algo. ¿Quién no se ha reído de adolescente al contemplar una caída ridícula o un papelón ajeno? No obstante, la epifanía humorística sólo nos traspasa si aprendemos a reírnos después de hacer un papelón o cuando nos viene la risa floja después de pegar un patinazo. Tal es la diferencia que existe entre caerse y "tirarse al suelo", porque si Saulo se hubiera "tirado al suelo", jamás se habría convertido en San Pablo.

Sin embargo, como la finalidad del humorismo no es hacer reír sino hacer pensar, uno prefiere a los apóstoles que predican el humor al prójimo a través de sus cuentos y novelas, aunque valoro más a quienes hacen el humor desde la crónica, el ensayo y las memorias. Chesterton solía decir que la naturaleza del ensayo es la broma y Bertrand Russell confesaba desde el prólogo a una recopilación de sus ensayos: "No quisiera que me tomaran en serio únicamente cuando me pongo solemne". Para la literatura inglesa, Chesterton y Russell fueron genuinos humoristas, pero una mayoría de sus lectores de habla hispana celebra con más entusiasmo las severidades e intransigencias de aquellos maestros de la ironía y la paradoja.

A pesar de Cervantes, el humor en lengua española tiene muy mala prensa, pues innúmeros editores, críticos y lectores confunden la ironía con el chiste y la paradoja con la mala leche. El mismo Borges debería ser considerado un humorista genial, mas no por las malignas injurias que se le atribuyen, sino por haber escrito un ensayo como Arte de injuriar. ¿No es una señal que los dos grandes clásicos de la lengua española -Cervantes y Borges- hayan perfumado sus obras de humor?

No soy partidario de mezclar el ADN y el DNI para dilucidar las claves del humor, aunque existan lugares comunes como el humor inglés, la gracia andaluza y los chistes alemanes. Para mí hay individuos que tienen sentido del humor y otros que simplemente no lo tienen, con independencia del gentilicio que los adorne y dejando claro que tenerlo o no tenerlo no hace ni mejor ni peor a nadie. Por otro lado, hay quienes creen que el sentido del humor consiste en reírse de los demás, pero no toleran que se rían de ellos y jamás se les ha pasado por la cabeza reírse de sí mismos. Estos sujetos caen muy mal y le hacen un flaco favor al humor verdadero, que es el que se ejerce contra uno mismo, tanto si se emplea la primera persona del plural como la del singular. De ahí el inevitable malentendido entre la conciencia y el atlas, responsable de acuñar conceptos tan peregrinos como el "humor judío", cuyo equivalente político podría ser la "democracia cristiana".

Hasta aquí, espero haber dejado claro que una parte de la humanidad considera el humor fundamental y la otra lo considera una funda mental. Por ello me atrevo a sostener que el hombre nace aburrido y la sociedad lo divierte (o lo hunde en la miseria).

Ahora bien, que el humor no tenga o no conceda prestigio literario en nuestra lengua, no quiere decir que no contemos con escritores finísimos y centenares de obras memorables. Sin salir de la literatura española podríamos presumir de Quevedo, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Cunqueiro, Julio Camba, Enrique Jardiel Poncela y Wenceslao Fernández Flórez, por no hablar del chileno José Santos González Vera, del argentino Conrado Nalé Roxlo, del peruano Héctor Velarde y sobre todo del mexicano Jorge Ibargüengoitia. Profeso auténtica devoción por Los relámpagos de agosto (1964), una joya del genio de Ibargüengoitia y del humorismo literario, al igual que Tres tristes tigres (1967) del cubano Guillermo Cabrera Infante. Todos los autores citados en la intimidad de este párrafo no sólo eran capaces -como Cervantes y Borges- de hacer el humor en las cómodas residencias de la ficción, sino también en los moteles del artículo, en las pensiones de la memoria, en los aparcamientos de la reseña y hasta en los ascensores del ensayo.

Las listas que siguen recogen los títulos que en mi arbitraria opinión son los mejores libros humorísticos de los últimos tres años. Por lo tanto, si quiero ser consecuente con mi concepción del humor, tengo que incluir obras de ficción y no ficción, pero especialmente libros cuya máxima ambición sea hacernos pensar desde el humor. Como los límites temporales me impiden incluir El miedo a los animales (1995), de Enrique Serna; El fin de la locura (2003), de Jorge Volpi, y Si Sabino viviría (2006), de Ibán Zaldúa, los convoco aquí a manera de modelos de novelas que nos muestran las iniquidades literarias, las modas ideológicas y los nacionalismos cejijuntos a través del cristal del humor. Con todo, a diferencia de la lista de obras traducidas -donde son mayoría los ensayos, memorias y provocaciones autobiográficas-, en castellano las obras seleccionadas se concentran en la ficción, lo que no quiere decir que seamos más imaginativos sino probablemente más pudorosos. Ay, el pudor que tanto hiere nuestro amor propio cuando no provoca nuestra vergüenza ajena.

La vergüenza ajena y el amor propio son dos expresiones escalofriantes de nuestra sensibilidad hispánica, quizá porque consienten una paradójica confusión que escamotea los verdaderos significados de lo "propio" y lo "ajeno". A saber, que el genuino amor es el ajeno y la vergüenza que nos concierne es la propia. ¿Será el exceso de amor propio y el pavor a la vergüenza ajena lo que reprime el humor en las literaturas hispánicas? Desde esa melancólica certeza me atrevo a ponerle algo de humor propio al asunto, pues al fin y al cabo españoles y latinoamericanos publicamos en castellano, y por más intensos y solemnes que tratemos de ser, nuestras ventas siempre serán de risa. Por eso el humor me sirve de autoayuda, para sacar pecho pensando que aunque mis libros no están entre los más vendidos, seguro que al menos están entre los más saldados.