sábado, 18 de septiembre de 2010

Libros de risa

18/Septiembre/2010
Babelia

No es fácil establecer una frontera entre las obras literarias consideradas serias y aquellas que provocan la carcajada. Cada una cumple su papel, pero cuando seriedad y humor se juntan se convierten en aliados perfectos. La literatura siempre ha demostrado esa armonía, y en lengua española ya lo hizo Miguel de Cervantes con Don Quijote. De libros para reír se hablará en Bilbao en la Primera Semana Internacional de Literatura de Humor y Humor Gráfico. Como antesala, una serie de escritores, cineastas y cómicos repasan la biografía de esa relación entre literatura y humor y recomiendan algunos de sus libros preferidos de todos los tiempos desde la crónica, la novela o la biografía. Las opiniones se acompañan de algunas recomendaciones de lecturas de libros que nos han hecho reír en los últimos dos años.

Daniel Samper Pizano

Humor y literatura... Pero, ¿acaso es que hay mucha literatura sin humor? Desde Homero hasta John Irving y desde Cervantes hasta García Márquez, pasando por Aristófanes, Petronio, Chaucer, Juan Ruiz, Boccaccio, Shakespeare, Quevedo, Rabelais, Sterne, Balzac, Gógol, Wilde, Twain y Borges -sin mencionar Las mil y una noches y mil y un autores más- acudieron al humor para construir su literatura. Sería interminable la lista de escritores a quienes debo sonrisas y risas. Pero nombraré solo a dos: Giovanni Guareschi (1908-1968), autor de El pequeño mundo de don Camilo, y el que considero ya un clásico: el Negro, de Roberto Fontanarrosa (1944-2007).

Daniel Samper (Bogotá, Colombia, 1945) es escritor. Su último libro es Para papá (Espasa), escrito con Jorge Maronna.

Juan Bas

Probablemente la literatura de humor no goza hoy, ni lo ha hecho nunca, de buena salud. Y se valora como narrativa menor por la crítica especializada. Quizá se deba a que se trata de un género difícil en el que es más complicado que en otros conseguir un buen resultado literario. Se publican una mayoría de libros humorísticos mediocres que se limitan a meter los chistes y gags con calzador. El humor en literatura creo que es otra cosa: una manera propia de mirada y de narrar que debe de formar parte del argumento, las tramas y los personajes. Un buen ejemplo, el Quijote. Dos novelas de humor que aprecio: El buscón, de Quevedo, y Ulises, de James Joyce.

Juan Bas (Bilbao, 1959) es escritor. Su último libro es La resaca del amor (Temas de Hoy).

Mayra Santos-Febres

Me desternillo de la risa cada vez que leo algunos ensayos de Chesterton o releo los pasajes del Diario de Adán y Eva de Mark Twain. No lo puedo evitar. En el Diario, Twain traspone la parodia como mera inversión de la realidad. Ilustra el profundo absurdo que es la existencia humana, el hecho de que estamos aquí, nos creemos "reyes de la creación" y en realidad no entendemos un pepino de lo que es la vida; ni hoy, ni mañana ni nunca la entenderemos, ni siquiera entendimos lo que fue en el nacimiento de los tiempos. Que esta vaina está brutal, hermano, y que nadie sabe nada, ni nos llegan las instrucciones de uso. Volviendo a Chesterton, en el ensayo El humor cockney, el humorista inglés dice que solo los humildes pueden reírse de sí mismos, porque el humor es el reconocimiento de las limitaciones propias y de lo efímero que es el tránsito humano por la vida. Y, en Movimiento perpetuo (otro rarísimo texto de uno de mis escritores favoritos, el guatemalteco Augusto Monterroso) se argumenta que las dos máscaras del tímido son la melancolía y el sentido del humor. Y que el ser humano está perdido si se las quitan las dos. En realidad, creo que el humor literario es una subversión y una operación moral. Subvierte los órdenes del mundo y tira al piso las jerarquías que se apoyan en el poder incontestable, es decir, en el miedo.

La risa no respeta a nadie, de ahí su poder y su agudeza.

Mayra Santos-Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966) es escritora. Su última obra es Fe en disfraz (Alfaguara).

Andreu Buenafuente

Debo decir, de entrada, que desconfío de los libros que apuntan en sus solapas "la novela tiene un humor corrosivo". Nunca he conseguido estar de acuerdo con el editor o el que escribe eso. ¿Humor? ¿Estamos hablando de ironía, sarcasmo o qué? En los grandes libros (y no tan grandes), siempre hay un personaje, una situación, un enfoque que tiende a desengrasar la tupida maraña literaria de la historia. Pero de ahí a considerarlo humor

...

Dicho esto, el libro que puedo leer veinte veces seguidas y continuar riendo es Sin Noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. Redondísimo. No sé cuántos habré regalado. También he reído mucho con los libros biográficos de Aznar, todos los ensayos conspiratorios (¡qué imaginación!), los del Papa y la mayoría de los de autoayuda. Diría que me gustan los de monólogos que publico cada año con mi equipo de guionistas, pero me tildarán de egocéntrico. Llevamos 11 y, de momento, nadie se ha quejado.

Andreu Buenafuente (Reus, Tarragona 1965) es cómico. En la actualidad dirige y presenta el programa Buenafuente en La Sexta.

David Safier

Yo siempre prefiero el humor. Comparemos las obras dramáticas y las humorísticas a lo largo de los años. En el lado del drama tenemos, por ejemplo, a William Shakespeare, Franz Kafka y David Foster Wallace. En el del humor destacamos a Jonathan Swift, Woody Allen y... de nuevo William Shakespeare. Todos estos nombres nos dan una brillante imagen sobre la condición humana, sobre los defectos humanos y qué es lo que de verdad nos hace humanos. Pero en el humor no solo da esa perspectiva, sino que hace reír y eso es un valor adicional. Los llamados intelectuales prefieren las obras dramáticas que excluyen a muchos lectores, porque son bastante complicadas (intenten leer La broma infinita, de Wallace). Y encima le añade el valor de que estos intelectuales se creen parte de una élite, la única capaz de creer que pueden conseguir la brillantez. Sin embargo, yo prefiero reírme antes de pertenecer a una élite.

Como recomendación lectora yo sugiero los magníficos relatos de Woody Allen Without Feathers (Sin plumas) y Side Effects (Perfiles).

David Safier (Bremen, Alemania, 1966) es autor de El maldito carma. En octubre publicará Jesús me quiere.

Jorge Maronna

Es difícil establecer una frontera precisa entre la literatura seria y la humorística. Abundan los libros escritos con humor que no caen en la desprestigiada categoría de "libros de humor". Además de los célebres ejemplos de Cervantes, Rabelais o Voltaire, pienso en los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, Las Cosmicómicas de Italo Calvino y ciertos cuentos de Augusto Monterroso. Si se trata de humoristas propiamente dichos, mis favoritos son Woody Allen, Roberto Fontanarrosa, Daniel Samper Pizano y César Bruto (Carlos Warnes). Y también disfruté mucho con La tournée de Dios, de Enrique Jardiel Poncela; El pequeño Nicolás, de René Goscinny, y Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza.

Jorge Maronna (Bahía Blanca, Argentina, 1948) es integrante del grupo musical Les Luthiers.

José Luis García Sánchez

¿Humor y literatura? Pues no sé. Si es cierto que el humor es la más acabada invención del lenguaje humano, aquello que multiplica el significado de las palabras, que enriquece el tono de las frases, el gran recurso expresivo, el antídoto del dogma, pues ¿qué autor o qué libro elegir? Kafka es puro humor, como lo es Cervantes... Humor es el Arcipreste y Machado, Valle y Voltaire... Y Sade... García Márquez, Chéjov... Serrat y Sabina

...

O sea, toda la literatura (buena o mala) es humor (malo o bueno). Quizá no tanto, pero lo que sí es cierto es que todos los libros se pueden leer humorísticamente. Aconsejo al posible lector que se coloque los lentes del humor para leer la Biblia. Incluso la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

¿Y un libro? Los muertos no se tocan, nene. Del más humorista de mis amigos, o del más amigo de mis humoristas, Rafael Azcona.

José Luis García Sánchez (Salamanca, 1941) es director de cine. Su último trabajo es el documental Por la gracia de Luis. Su próximo estreno será Don Mendo Rock, ¿la venganza?

Rosa Beltrán

Las obras maestras donde el humor campea usualmente parten de una carencia, de una tragedia o una imposibilidad. Almas muertas, de Nikolái Gógol; La metamorfosis, de Kafka; Catch 22, de Joseph Heller; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia.

En ellas el humor es un seguro de vida porque nos recuerda que pese a las desgracias, la vida continúa. No nuestra vida, sino La Vida. Podríamos pensar que esto no nos importa y quizá tendríamos razón. Pero algo es algo.

El humor va ligado a la tragedia y no, como se piensa, a la comedia. Porque tenemos un cuerpo frágil, porque sabemos que hay más reveses que momentos felices es que existe el humor. ¿De qué nos reímos ante el hidalgo de la triste figura azotado por las aspas del molino que confunde con un gigante? ¿De su confusión? O de la con-fusión de circunstancias: un deseo abatido por una realidad que nos es adversa. Es decir, nos reímos de la disparidad entre lo que imaginamos y lo que ocurre, pero solo porque esa disparidad va acompañada de los golpes, de la injusticia y por supuesto, de la triste figura. El humor, como la vida, encierra el misterio más profundo y la mayor paradoja pues para salvarnos a través de la risa antes hay que sufrir. O dicho de otro modo: porque sufrimos, es que podemos salvarnos a través de la risa.

Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) es escritora. Su última obra es Alta fidelidad (Alfaguara).

Hernán Casciari

Cuando murió Fontanarrosa, en 2007, logró convertirse en uno de los grandes escritores argentinos junto a Cortázar, Arlt, Castillo, etcétera. Antes era un excelente humorista gráfico que publicaba viñetas y que, por afición, escribía. Tuvo que dejar de publicar viñetas para ser un escritor de verdad. Tuvo que dejar de hacerse el gracioso para que sus novelas y sus cuentos traspasaran las fronteras intelectuales. A Borges y a Cela les pasó lo contrario: sus muchos libros nos impidieron comprender que eran, principalmente, grandísimos humoristas. Mis libros de humor preferidos son las obras completas de Borges, de Cela y de Fontanarrosa.

Hernán Casciari (Buenos Aires, Argentina, 1971) es escritor. Su última obra es El nuevo paraíso de los tontos (Plaza & Janés).

Shalom Auslander

Si uno va a escribir un libro de "humor", lo primero que tiene que hacer es estar seguro de que no es una diversión tópica. Si es así, no lo podemos llamar "humor", que es al menos algo respetable; lo podemos denominar "divertido" que no es para nada respetable. Si eres judío serás llamado cool; si eres británico "ingenioso" y si eres negro no te llamarán nada porque ningún blanco lo leerá. Si uno intenta de manera decidida y hace algo completamente aburrido, entonces lo llamarán "humor intelectual" y así ganarás un premio, hablarán de ti en la prensa, pero nadie de ningún color te leerá. El libro más divertido de todos los tiempos es, en mi opinión, Candide, de Voltaire, que para muchos críticos no es un gran libro porque solo tiene 150 páginas. Lo que es por supuesto jodidamente hilarante.

Shalom Auslander (Nueva York, Estados Unidos, 1970) es escritor. Su última obra es Lamentaciones de un prepucio (Blackie Books).


Matices del humor

Por Francisco Rico

De la ironía más elegante a la sal más gorda, el Quijote contiene "una carga de risa" (I, pról.) y una inacabable variedad en los matices del humor. Valgan tres citas. "Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha" (I, 9). Maritornes había prometido al arriero que, "estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase; y cuéntase de esta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga" (I, 16). Teresa Panza escribe a Sancho noticias de la aldea: "La fuente de la plaza se secó, un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas" (II, 52).

Podemos estar seguros de que los contemporáneos de Cervantes se divertían tanto como nosotros con esos pasajes y otros incontables momentos de la novela. Pero tampoco nos quepa duda de que la atención del autor y el favor de los lectores se los llevaban sobre todo los aspectos que hoy nos parecen más burdos: la figura grotesca del hidalgo, "la flaqueza de Rocinante", las ridículas confusiones de molinos con gigantes, las pedradas y los palos, las bromas y los chistes fabricados adrede... Las sensibilidades han cambiado (un loco era entonces, sin más, un objeto de hilaridad), y han cambiado, aunque no nos demos cuenta, los géneros literarios y los códigos interpretativos.

Don Quijote y el cabrero se aporrean hasta acabar "lleno de sangre el rostro", y Sancho "molido a coces", mientras los espectadores "reventaban de risa" y "saltaban de gozo" (I, 52). Heine, Azorín y muchos críticos modernos se han llamado a escándalo. Pero ¿no es cierto que en las viejas películas de slapstick nos desternillamos con los platos rotos, las tartas en las narices y los bofetones? Pues las gentes de otro tiempo acogían esas escenas del Quijote como nosotros los porrazos del guiñol y los golpes portentosos de los dibujos animados: como "farsa convenida", sabiendo que no se les aplican las mismas normas que a la realidad.

En Cervantes hay siempre una mirada que ve más allá de las convenciones de época y llega hasta lo hondo de una cordial, perdurable humanidad. Las bufonadas que en el palacio de los duques se maquinan para reírse a costa de caballero y escudero son tan artificiosas, tan trabajadas, que hasta el propio novelista muestra reparos: "no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos" (II, 62). Pero Cervantes despliega un exquisito interés en que don Quijote no se sienta herido ni por el menor detalle, y hace que esas chacotas crueles o desconsideradas le den la mayor alegría de todas sus peripecias: "aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mismo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos" (II, 31). Nada hay en el Quijote sin vuelta de hoja. Ni las risas ni las veras.


Carcajadas en la literatura

Para hacer el humor con nuestra lengua

José Esteban: El epigrama español, una antología. Espuela de Plata, 2008.

Juan Villoro: Los culpables. Anagrama, 2008.

Jorge Ibargüengoitia: Revolución en el jardín. Reino de Redonda, 2008.

Marcelo Birmajer: Historia de una mujer. Seix Barral, 2008.

Kalman Barsy: Los veinticuatro días. Pre-Textos, 2009.

Manuel Vilas: Aire nuestro. Alfaguara, 2009.

Ignacio Padilla: La vida íntima de los encendedores. Páginas de Espuma, 2009.

Pola Oloixarac: Las teorías salvajes. Alpha Decay, 2010.

Guillermo Cabrera Infante: Cuerpos divinos. Galaxia Gutenberg, 2010.

Felipe Benítez Reyes: Formulaciones tautológicas, Zut, 2010

Para hacer el humor con otras lenguas

Hilary Mantel: Tras la sombra. Global Rhythm, 2007.

G. K. Chesterton: La superstición del divorcio. Los Papeles del Sitio, 2008.

Eça de Queiros: El conde de Abraños. Espuela de Plata, 2008.

S. Ortoli & M. Eltchaninoff: Manual de supervivencia en cenas urbanas. Salamandra, 2008.

Yasutaka Tsutsui: Hombres salmonela en el planeta porno. Atalanta, 2008.

Dan Lungu: Soy un vejestorio comunista. Pre-Textos, 2009.

Thomas Bernhard: Mis premios. Alianza, 2009.

Julian Barnes: Nada que temer. Anagrama, 2010.

Mark Twain: Cuentos humorísticos. Navona, 2010.

J. M. Coetzee: Verano. Mondadori, 2010.

Selección de F. Iwasaki

Teoría del Coloso

18/Septiembre/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

Al menos desde la Revolución de 1910, el Norte ha estado intensamente presente como generador de ideas que aglutinen la identidad nacional. La Novela de la Revolución Mexicana puede ser leída como una crónica de la primera embestida de los norteños en la parte neurálgica del país. Sobran las crónicas de ojos pelados en que los periodistas chilangos ven aparecer en sus estaciones a creaturas de sombrero de alas amplias y pantalones vaqueros en plan de gobernar a los catrines de zapatos con agujetas y pantalones de casimir. El águila y la serpiente de Guzmán cuenta esa historia; La sombra del caudillo, la de la improbable negociación que le permitió a la gente de acento curioso imponer sus usos y costumbres en el Centro, su sensación de ser por completo ajenos al contexto en que controlaban el país, y la idéntica sorpresa de los chilangos –que encontraban rarísimos a los generales en Cadillac– frente a ellos. Creo que el alzamiento de un norteño colosal en el zócalo como cúspide de los festejos del Bicentenario nos dejó igual de patidifusos.

La ciudad de México siempre ha funcionado, más que como una capital, como una metrópoli: absorbe un discurso y lo importa con idéntico vigor a Colombia o los Estados Unidos que a Veracruz o Chihuahua. Todo el mundo lo sabe: en 1968 se quebró definitivamente el pacto entre el Estado totalitario emanado de la Revolución y la sociedad que creía que se le había hecho justicia. Los años del Milagro Mexicano –con su extraordinario crecimiento económico del cinco o seis por ciento anual– produjeron una clase media con aspiraciones cosmopolitanas pero poco competitiva en el contexto de la globalización que empezaba a imponer su tabula rasa por todos lados. Además esa clase media tenía las libertades políticas de, digamos, los tibetanos: una teocracia regida por un clan cerrado y necio, oprimido por una jerarquía militar. Toda una generación, belicosamente dispuesta a demandar que le cumplieran lo que le habían prometido, encontró el nivel de competencia del régimen político: el lugar donde el gobierno tenía la flexibilidad de un tolete.

Creo que la identidad mexicana fue una cosa que existió solamente entre Benito Juárez y Díaz Ordaz. Era algo en lo que la gente creía, con lo que se identificaba: los campos de agave, las charreteras, Pedro Vargas con su carota de gachupín y su sombrero de brillos plateados. Hubo un momento terrible en que hasta los países más pránganas de América Latina eran democracias y nosotros seguíamos siendo tibetanos con credencial del sindicato de Pemex. Entre 1988 y 1994 la crisis de identidad del país terminó de tocar fondo. El imaginario nacional reventó completo y no hemos podido volverlo a sustituir porque reinventarnos como una democracia liberal ha implicado encontrar una identidad nueva que, a falta de modelos –no creo que nadie se quiera ver como Cesar Nava, además de César Nava y a lo mejor ni él mismo– ha ido siendo suplida por lo que nos llega desde el Norte y que vemos, como nuestros bisabuelos vieron a Carranaza y Obregón, entre azorados y fascinados.

En el Norte se dieron los primeros actos de resistencia política exitosos; ahí se registró el primer periodismo cien por ciento libre, ahí comenzó a funcionar, aunque muy limitadamente, un modelo económico que sólo oprimía a la mayoría y no a la mayoría absoluta. Los Tigres del Norte, con sus historias fabulosas de narcos y borrachos, sustituyeron al igualmente insoportable mariachi; las camisas estampadas fueron ocupando el territorio que se había quedado vacío de charros. Fue así como se aglutinó la nueva, fragilísima idea de la nación mexicana. Los mexicanos sin pedigrí que horrorizaban a Octavio Paz a fines de la década de los 50 terminaron siendo el territorio común entre los chiapanecos y los bajacalifornianos. Tal vez el Coloso sea la ofrenda con que el Centro reconoce al Norte para evitar divergencias insuperables en el futuro próximo: nuestra crisis de identidad anterior costó un millón de muertos.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Que celebren los pocos

13/Septiembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Las celebraciones comunales me entristecen porque siempre guardan un sedimento hipócrita. Nadie puede celebrar con la misma intensidad emotiva, ni tampoco los acontecimientos históricos o festivos significan lo mismo para todas las personas. Yo siempre me aburrí en mis cumpleaños hasta que descubrí que podía beberme un tonel de aguardiente. Entonces sí que comenzó a interesarme el cumplir años. Aborrecía los regalos puesto que esencialmente son puras tonterías. Los obsequios más anhelados llegan sólo una o dos veces en la vida. Lo más desconcertante es que en toda celebración se cuela un indeseable, alguien cuya presencia obedece sólo a una razón: amargarte el rato. Los que ríen a cántaros o hacen demasiado evidente su entusiasmo y alegría es porque guardan más de una frustración y si uno les abre las puertas terminarán cometiendo una masacre.

Se debería celebrar en silencio porque el pudor es elegante, como la muerte que te permite tomarte un trago antes de arrancarte de la tierra con sus amarillentos metacarpos, y en resumidas cuentas porque a nadie le conciernen nuestros placeres íntimos. Cada vez que tengo un motivo para festejar me vuelvo mudo, me concentro y pienso que lo peor está por llegar. No es de ningún modo un método para invocar la humildad, sólo es una manía como tantas otras que se van acumulando a lo largo de la vida. Y cuando me he reunido con mis amigos para celebrar cualquier nadería lo hacemos casi todos con la conciencia de que somos actores y de que ese modesto teatro de emociones que inventamos tiene más que ver con la amistad y el deseo de unir ánimos que con la importancia real del hecho.

“Reunión de muchos, a temblar los pocos”, decía una tía que se quedó soltera toda su vida sin darse cuenta de que lo contrario es también aterrador y que en México, este fragmento de país en escombros, cuando los pocos se reúnen (obispos, políticos, hombres de negocios), los muchos tienen que pagar la cuenta. Bonita manera de festejar tenemos. Además, cuando hay algo que celebrar uno tiene que poner dinero. Y como en mi familia me enseñaron a poner todo o a no poner nada, y no soy tan cínico como quisiera, en ambos casos siempre salgo perdiendo.

Hoy que se cumplirán 200 años de no sé qué me aterra que la plaza se caliente, pues sé que las celebraciones populares siempre se pagan con uno que otro muerto. Quiero decir que no tenemos nada que festejar como sociedad porque a los únicos que les ha ido bien es a los de siempre. Y cuando esto sucede, entonces la fiesta se ensombrece. ¿Por qué salen los patrones a la calle a pedirnos a los jodidos que cantemos a un mismo ritmo y cobijados bajo el mismo entusiasmo? ¿No les parece un cruel desaguisado? No se puede celebrar una fiesta nacional si sólo unos cuantos tienen motivos para reír. ¿Es tan difícil de comprender algo tan sencillo? Claro que no, pero el cinismo no viste discreto en estos tiempos. En una democracia las celebraciones populares deberían por lo menos tener raigambre popular. Y contarán con ella pues siempre habrá una multitud de muertos vitoreando su propia muerte, como en los poemas de Miguel Hernández o de Cernuda. Yo me quedaré en casa.

Lo que no seré en esta ocasión es tolerante. No saldré a la calle a abrazarme con un extraño que quiere un país, pero no sabe qué es eso. Y además me pueden robar los 100 pesos que tengo en la bolsa, o la foto de alguna de mis amantes encueradas. Sólo eso faltaría. Que me sacaran del bolsillo lo que me da vida. Lo han hecho siempre. Los ladrones desean que salgamos a la plaza para justificar sus tropelías. Hasta una bandera de México llegó a mi casa. Nunca había tenido una tan cerca y en vista de que habito en un tercer piso pensé en lanzarme a la acera envuelto en ella como lo hiciera el dramático Juan Escutia. Sin embargo, los héroes están demasiado ridiculizados hoy en día. ¿Por que voy a lanzarme de cabeza en la acera? No hay motivos. Y además me pueden robar mis fotos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Psicoanálisis del Bicentenario

11/Septiembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Clave: el día de Independencia es conocido como la ceremonia de “El grito”.

La expresión ha perseverado debido a su carga inconsciente. No es mera conmoración oficial —tiene fuerza popular— ni fiesta prosaica. El grito es un rito.

El g/rito expulsa emociones negativas; es “Grito de Dolores”. Dolores, Hidalgo e inconscientemente, dolor y rabia mezclados.

El g/rito tiene tres funciones: simular festejo; descargar sufrimiento y darnos seguridad elogiando un estado de no-cambio cultural.

Hay un parto —lo que “independencia” señala— pero dificultad. Por eso la rabia.

Cuando se grita “Viva México” se completa “Hijos de su pinche madre”. Una re-afirmación unida al coraje. G/rito ingrato, agrio.

Lo que caracteriza este Bicentenario es insatisfacción e impotencia.

Observado dentro de su ciclo mítico, el g/rito es una etapa de traba, en que la identidad histórica (cambiante) mexicana es un obstáculo para obtener libertad.

El mexicano se ha identificado con la traba. Para aminorar el dolor, la convierte en orgullo. “México” como escudo de fijeza.

El g/rito: “Viva somos-los-mismos”. “200 años orgullosamente mexicanos”, lema oficial. Ser mexicano = estar petrificado.

Por eso se reelegirá al PRI —cuyo impasse está en su nombre y es símbolo inconsciente de anti-fusión—; las fuerzas que constituyen al mexicano están paradas. Atrapados, nos identificamos con el agresor. (Síndrome de Esto-es-el-Colmo).

El Bicentenario es un rito sobre dos procesos que no han podido lograrse: la autonomía psíquica (la “independencia”) y el autosustento (la “revolución”).

Esta circunstancia es compartida por millones debido a circunstancias éticas (valores familiares y religiosos que traban la autonomía psíquica) y sociales (injusticia, ignorancia, corrupción y pobreza). La mexicanidad como impedimento a la libertad.

El Bicentenario consiste en un g/rito defensivo en torno a no poder volvernos Otros.

Si la frustración crece, el g/rito devendrá atentado, llanto; si el g/rito se repite y nada nuevo ocurre, se pasará de la impotencia al total desánimo, a la apatía.

El Bicentenario es denial. Negación a darnos cuenta que lo mexicano está caducando.

Somos una cultura sin voluntad masiva de actualización. Por lo tanto, a pesar del disgusto que causa esta fijeza, la inercia identitaria alaba al ego. Para mantener esa identidad anacrónica fantaseamos que podemos permanecer los mismos. “En México nada va a cambiar”, queja y, a la vez, alivio, deseo.

Lo que el Bicentenario quiere esconder es que los mexicanos ya estamos globalizándonos. Para negar la despedida, el Grito como rito de disfraces retro.

El Bicentenario: Halloween Patriótico para simular que todavía somos los viejos mexicanos.

Viejas máscaras mexicanas, despedazándose, llenas de telarañas.

Fernández de Lizardi y la esplendorosa picaresca

11/Septiembre/2010
Laberinto
Iván Ríos Gascón

En una carta fechada el 30 de mayo de 1914 en La Habana, Cuba, Pedro Henríquez Ureña explicó a su querido amigo Alfonso Reyes, sus concordancias y desacuerdos con el ensayo “El Periquillo Sarniento” y la crítica mexicana, que Reyes publicó en la Revue Hispanique.

Henríquez Ureña alabó las tesis sobre Fernández de Lizardi: la moral novelesca, la maestría para recrear el argot de la Nueva España, la liosa profundidad de sus personajes y el ajuste de cuentas con los letrados de la época, digamos la pedantería con la que Altamirano trató a El Periquillo Sarniento, aunque sobre este punto, Henríquez Ureña le enmendó la plana a Alfonso Reyes, recordándole que uno de los detractores más ácidos de Fernández de Lizardi fue el oaxaqueño Carlos María de Bustamante (1774-1848), para quien la historia de Pedro Sarmiento, apodado Periquillo por vestir de verde y Sarniento por la roña que adquirió de niño, era difícil de considerar útil o dañosa. Bustamante definió a El Periquillo como “un curso de tunancia práctica: es verdad que en su lectura triunfa la virtud sobre el vicio; pero también es una escuela práctica de prostitución en México”.

Los desacuerdos eran de índole metodológica. El desinterés de Reyes para explayarse sobre algunos temas, el descuido de la escritura al vuelo (Reyes se refirió a otra obra de El Pensador Mexicano como La Quijotita y su hermana, cuando en realidad era la prima), los supuestos vínculos entre El Quijote y Novelas ejemplares de Cervantes con El Periquillo, que Henríquez Ureña no veía por ningún lado, y la convicción de que en verdad se trataba de la primera novela mexicana, ya que ciertos autores citados por Reyes escribieron cuentos largos, no eran novelistas y tampoco mexicanos. De cualquier modo, aquel ensayo bosquejaba un estudio más profundo que Henríquez Ureña recomendaba al joven Reyes enviar a los intelectuales más ilustres “de toda España” como Azorín, Valle Inclán, Rodríguez Marín, Unamuno, doña Blanca de los Ríos, doña Emilia Pardo Bazán y los Menéndez Pidal, entre muchos otros: la valía de El Periquillo Sarniento debía pregonarse más allá del continente, pues José Joaquín Fernández de Lizardi, testigo incorruptible de su tiempo, incansable promotor del Estado laico, prisionero por dotar de armas a los insurgentes y excomulgado de la Iglesia por su Defensa de los francmasones (1822), había sido la conciencia informativa y literaria más activa del México independiente. Sus periódicos El Pensador Mexicano, Alacena de frioleras, Caxoncito de la alacena y El Conductor Eléctrico, y sus novelas, versos, folletines y obras teatrales plasmaron una radiografía político-social de interpretaciones infinitas.

La escritura proviene del aprendizaje y la experiencia, de la observación aguda y la franqueza intelectual a costa de la maledicencia colectiva. En un espacio de la novela, quizá como respuesta a la persecución y la censura, esa eterna sombra que cercó a Fernández de Lizardi, el Periquillo cita a don Francisco Xavier Peñaranda: “la deshonra ha de nacer de la ociosidad o de los delitos, no de las profesiones”. Y el oficio de la palabra llana, de la recreación y la meditación existencial, fue el pilar de la gloria y las caídas de un creador que, coincidían Reyes y Henríquez Ureña, ilustró a los libres con su esplendorosa picaresca…

lunes, 6 de septiembre de 2010

La Revolución del 2010

7/Septiembre/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

Que extraña Revolución estamos teniendo ahora en 2010. Es una Revolución sin teoría -una revuelta- pero rica en caudillos regionales, muertes y enfrentamientos armados en contra de un gobierno debilitado. En Ciudad Juárez, en Monterrey y otras ciudades (asoladas por los caudillos, los rebeldes y los grupos de matones que aprovechan la guerra para imponer el terror), los habitantes comienzan a emigrar hacia zonas más seguras. Los sicarios apenas hablan español y sus panzas inmensas podrían servir de banquete para el regocijo de un millón de ratas. Las fuerzas armadas que aún son leales al gobierno capturan cada cierto tiempo a un capo cuyo puesto será en breve ocupado por otro capo que a su vez será capturado en un futuro cercano por las fuerzas federales. Mientras tanto, el consumo de drogas continuará sin cambios y como consecuencia habrá otros vendedores caudillos que tomarán la plaza abandonada con su pequeño ejército de sublevados (aún no hay indicios de que pueda producirse un desabasto). Es una Revolución que traerá más pobreza, instituciones débiles, miedo y ausencia de justicia. Los caudillos pactan acuerdos entre sí para unir fuerzas contra el gobierno, pero en ausencia de teorías que refuercen sus intereses comunes los impulsos de poder prevalecen y comienzan a matarse entre sí. Unos exigen tierra y libertad para sembrar sus semillas. Otros siguen el instinto animal de un libre mercado. Cada caudillo cuenta con un cantante que le compone corridos, un director de cine y una corte de adelitas o reinas de belleza. Los periódicos dedican sus titulares y buena parte de su espacio a narrar la minucia de las batallas y envían para esta tarea a un buen número de corresponsales de guerra. En el extranjero se sigue con curiosidad y temor el curso de una de las primeras revoluciones del siglo.

La semana pasada leí a un columnista de finanzas o economía que daba lecciones en un periódico sobre lo conveniente que había sido la quiebra de una compañía aérea mexicana. En verdad que nunca había puesto mis ojos en una nota tan estúpida. Y esto me ha llevado de nuevo a pensar que en ausencia de teorías generales acerca de la concepción del bien público, algunos comerciantes, hombres de negocios y empresarios sin cultura humanista han impuesto una especie de moral sin raíces, ensimismada, superficial, desechable e incapaz de proveer fundamento a comunidades que buscan un desarrollo económico que se acompañe de justicia. Es, en realidad, el mismo libre mercado montaraz e impulsivo que practican los narcotraficantes. A falta de directrices ideológicas que provengan desde el Estado, la inteligencia o la política, son los comerciantes quienes nos ofrecen sus concepciones de justicia, economía y felicidad. Pero esas concepciones por lo regular no son otra cosa que dogmas o sentencias emanadas desde la subjetividad del interés propio y sostenidas en una idea de libertad sin barreras. Si imagino a un empresario que trabaja honradamente, que no crece demasiado y evita los monopolios (lo pequeño es hermoso), que busca el bien de sus trabajadores, que practica labores de filantropía o mecenazgo en las artes o en empresas que producen bienes intangibles, que no busca evadir impuestos y que forma parte activa de una comunidad que intenta progresar, entonces no me estaré refiriendo a la media de los hombres de negocios en México, sino a unas muy contadas excepciones.

De nada nos ha servido una larga tradición de pensamiento filosófico y económico en Occidente, ahora cualquier usurero armado de astucia acumula grandes fortunas y además nos propone su “filosofía”. ¿Estoy siendo acaso demasiado vehemente? Es posible, pero puedo ofrecerme este derroche porque mis palabras no tienen peso en la realidad y están condenadas a formar parte de un drama sin espectadores. A fin de cuentas (y en esto sigo más a Richard Rorty que a Habermas) para vivir bien no necesitamos de grandes teorías de la razón o de la comunicación que nos propongan imperativos categóricos y que expliquen absolutamente todos los hechos. Acaso, y con eso estaría yo más que conforme, bastaría con una actitud sensible a lo que existe de común entre la mayor parte de las personas, una actitud orientada a aliviar la pobreza, evitar la humillación y el deterioro de la gente que se dedica a trabajar sin hacer daño. Caray, una vez más he caído en la arenga. Y no me importa.

sábado, 4 de septiembre de 2010

No hay vuelta a Vuelta

4/Septiembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Este agosto, la edición española de Letras Libres dedicó sus páginas a antologar poesía y cuentos de su antecesora, “la legendaria revista de Octavio Paz”. Sin duda, este intento de vuelta a Vuelta está destinado a ser el mejor número de Letras Libres.

Pero este cover —más que recovery— es una especie de auto-zancadilla. Deja al lector pensando en las notorias desigualdades entre madre e hija.

Si cotejamos la colección de Vuelta y la contrastamos con la de Letras Libres, el balance es triste.

En los noventa, Paz mismo consideraba cumplida la misión de Vuelta y pertinente la renovación. “Sucesión” era la palabra que utilizaba el propio Paz, que no deja de ser un tanto escalofriante por la carga presidencialista que tiene en México esa expresión, esa ceremonia. El destape recayó en Enrique Krauze. Paz murió en 1998; Letras Libres arrancó en 1999.

La primera impresión que nos deja esta comparación es que la heredera perdió disidencias y aumentó el autoritarismo trasmitido. Estas son sus discrepancias.

Vuelta se alimentaba del Boom; Letras Libres no se alimenta ni del Crack.

Vuelta era anti-soviética: Letras Libres, antilopezobradorista.

Vuelta era latinoamericanista; Letras Libres, defeña.

Vuelta era demócrata; Letras Libres, neoliberal.

Vuelta era tradicionalista; Letras Libres, retro.

Vuelta quería ser lúcida; Letras Libres, energúmena.

Vuelta incluía ensayos de fondo; Letras Libres, podcasts.

Vuelta incitaba debates; Letras Libres, es sorda.

Vuelta era anticastrista; Letras Libres, insular.

Vuelta era de intelectuales; Letras Libres, de pre-funcionarios.

Vuelta discutía a los nuevos clásicos; Letras Libres olfatea al mercado.

Vuelta era un retrato de familia; Letras Libres, una rotación curricular.

Vuelta significaba leer a Cabrera Infante, Cioran o Kundera; Letras Libres, tres puntos.

En Vuelta las reseñas eran lo menos relevante; en Letras Libres, las reseñas pueden ser lo más sensacionalista.

Vuelta publicaba poesía; Letras Libres, poesía contenida.

La crisis duradera de Letras Libres se debe, en su basamento, a la ausencia de Octavio Paz y la carencia de nuevos genios o geniecillos del texto en México y Latinoamérica. También a la crisis mundial —el fin de la teoría pregonado por Terry Eagleton— y el desabasto de la personalidad.

El balance entre estas dos empresas sucesivas es tan desventajoso para Letras Libres que da pena describirlo. Su crisis es nuestra crisis general. Letras Libres es apenas un reflejo del empobrecimiento.

Vuelta era el clímax mensual de aquella atmósfera intelectual; Letras Libres, carente de autocrítica, ha enrarecido el ambiente literario, convirtiéndose en una repartición de curules plurinominales por parte de cacicazgos residuales.

Letras Libres: hora cumplida.

Lo que las guerras se llevaron y nos dejaron

4/Septiembre/2010
El Universal
Abida Ventura

Clínica de periodismo

Las guerras civiles y las constantes revueltas sociales que se dieron a principios del siglo XIX , así como el movimiento revolucionario de 1910 permitieron cambios en la estructura social y en la intelectual.

Esas épocas turbulentas admitieron la aparición de nuevas formas de creación artística: en un principio, la literatura funcionaró como medio de difusión de ideas revolucionarias y en seguida tomaron los acontecimientos para expresarlos en diversas formas, desde distintos puntos de vista.

El neoclasicismo como movimiento cultural, proveniente del llamado Siglo de las Luces, influyó en el interés por la libertad de la Nueva España y dio cabida a las ideas liberales de lucha contra la tiranía y la intolerancia. Así como influyó en Hidalgo, el Padre de la Patria, a quien se le consideraba como un sacerdote ilustrado, muy apegado a la literatura francesa, en especial a las obras de Racine y Moliére. Un ejemplo de ello fue un poema escrito en las paredes de su celda, en vísperas de su ejecución.

En entrevista, Esther Martínez Luna, doctora e investigadora del Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, describe el panorama general de los textos que se consumía a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en la Nueva España: “Se leían a escritores franceses como François Fénelon, Moliére; obras españolas como Don Quijote de la mancha e incluso algunas obras de escritores ingleses, como Hugo Blair, Edward Gibbon, la poesía de John Owen y las sátiras de John Dryden”.

Estos libros, cuenta Martínez Luna, llegaban con relativa facilidad, sin embargo había cierto contrabando, ya que algunos eran prohibidos por la Inquisición, sobre todo los que tenía que ver con los filósofos franceses, las obras de ficción o las que promovían la insurrección de esclavos.

En cuanto a obras escritas en la Nueva España, existían los panfletos y hojas volantes. Sin embargo sería hasta 1805 cuando surge el primer periódico, el Diario de México, un medio que daría a conocer a los escritores que marcarían el primer tercio del siglo XIX. Con la creación de este medio, surgía también la primera asociación literaria, la Arcadia de México, un grupo de escritores que a través de esta iniciativa dio a conocer su producción literaria.

Martínez Luna, también profesora de literatura mexicana de los siglos XIX y XX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, comenta que esta asociación permitia la dicusión de diversas tendencías ideológicas: “algunos árcades eran defensores de la Corona, mientras que otros simpatizaban con el movimiento insurgente, incluso algunos formaron parte de la conspiración de los Guadalupes”.

Medios de difusión y de ilustración

Bajo el lema de “Ilustrar a la plebe”, el Diario de México fungía como un medio de debate, así como de ilustración porque fomentaba la lectura con sus publicaciones literarias. Con el desarrollo de la guerra insurgente se va dando la necesidad de hablar al pueblo en un lenguaje que pudieran comprender y entender por lo que la prosa se va llenando de modismos populares.

Se daba paso a la crítica y a composiciones anacreónticas, versos líricos que le cantaban a los placeres de la vida, el vino y el amor. Esas formas, comenta Martínez Luna, eran adaptadas al contexto novohispano por lo que eran comunes los sonetos al pulque o cantos a la Virgen de Guadalupe.

Existía también una preferencia por los ensayos, proclamas, historias y discursos que intentaban difundir una nueva ideología. Sin embargo, los defensores del virreinato o realistas contaban con mayores elementos de difusión, extendían sus predicas haciendo circular folletos escritos o mediante la oratoria sagrada que sustentaba las ideas monárquicas.

A diferencia de los realistas, los revolucionarios carecían de recursos para la propaganda literaria, no obstante tuvieron a su disposición periódicos que se establecieron para divulgar las ideas insurgentes como sucedió con el Despertador Americano, editado en 1810 y 1811 por Francisco Severo Maldonado y José Ángel de la Sierra.

La narrativa, censurada hasta ese momento por la Corona española, comenzó a cultivarse y, en 1816, apareció la que se considera como la primera novela escrita en Latinoamérica: El Periquillo Sarniento, de Joaquín Fernández de Lizardi.

Identidad independiente

Martínez Luna comenta que, tras la consumación de la lucha insurgente, “a lo largo del siglo XIX se buscó crear una literatura que hablara del ser mexicano, es decir, una literatura nacionalista que nos refrendara en nuestra identidad y como nación independiente de los españoles. Se buscó escribir novelas que hablaran del pasado indígena y novelas que criticaran los excesos que había cometido la Inquisición; Riva Palacio es un claro ejemplo. Pero no debemos olvidar a escritores como Ignacio Manuel Altamirano, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez El Nigromante”.

En las décadas siguientes, la etapa de consolidación del México independiente, figuraron tres principales corrientes literarias: el romanticismo, el naturalismo y el modernismo. Representantes de cada corriente se agruparon en torno a dos asociaciones literarias: el Liceo Hidalgo y la Academia de Letrán.

Para finales del siglo XIX, durante la dictadura porfiriana, con la fiebre de la modernidad en casi todos los aspectos sociales, la literatura no escapó de esta corriente y así la narrativa respondió al movimiento modernistapromovido por Rubén Darío.

Muchos escritores latinoamericanos se había refugiado en la carrera diplomática. Así, intelectuales mexicanos como Amado Nervo y Federico Gamboa habían partido a Europa. Este último, por ejemplo, escribía sus novelas en el extranjero, a la vez que desempeñaba un puesto importante en la Secretaria de Relaciones Exteriores, cuando se celebraban las fiestas del Centenario de la Independencia.

Revolución de las letras

El escritor Alejandro Toledo comenta quiénes eran los representantes literarios de principios del siglo XX: “los textos literarios que se publicaban de vez en cuando eran reflejo del realismo o naturalismo francés, como Santa, de Federico Gamboa, publicada en 1903, y estaba también el poeta Ramón López Velarde; estos eran dos de los escritores del porfiriato”.

Las novelas de la época copiaban los procedimientos científicos y positivos de la corriente dominante en la academia. En cuanto a la poesía, éste es un gran capítulo aparte de las letras de aquella época, en donde modernista, simbolistas y parnasianos brillaron con figuras como Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, José Juan Tablada, entre muchos otros.

Las típicas características de la época se observan en Santa, la cual, según Toledo, “intentaba demostrar que los pobres eran una especie de raza o subraza condenada a mantenerse en ese nivel social, diseñada genéticamente para mantenerse allí. En cambio, desde Los de abajo, de Mariano Azuela la literatura revolucionaria describe de otra forma a la gente del pueblo, su carácter primitivo es más el resultado de un olvido social al que intentan reaccionar de un modo vibrante, encendido”.

Toledo explica que la guerra obligaría a una renovación de las herramientas que se utilizaban en la literatura. Ese “modo vibrante” que describe Toledo se comienza a manifestar en las obras de autores que ya a principios del nuevo siglo reflejaban los abusos criminales del Ejército federal para sofocar los brotes de rebeldía que aparecían en diversos puntos de la República.

Eso es precisamente lo que hace Heriberto Frías en 1906 con su relato Tomochic, obra basada en la represión hacia un pueblo chihuahuense. Se comienza a testimoniar en las narraciones el malestar del pueblo por la situación no sólo del campo sino también en las minas y en los barrios pobres de la capital. En este punto figura una novela publicada hacia 1909 por Mariano Azuela, Mala yerba, que retrata la relación de los hacendados y el peón.

La dictadura porfiriana iba desgastándose por lo que no fue muy difícil que, en el mundo intelectual, también surgieran cambios. Para el 28 de octubre de 1909 se funda el Ateneo de la Juventud, una organización de jóvenes que marcarían, con su aportación intelectual, la cultura del siglo XX.

Entre esos muchachos se encontraban Alfonso Reyes, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Mariano Silva y Aceves, José Vasconcelos y el dominicano Pedro Henríquez Ureña en las letras; Antonio Caso en la filosofía; Julián Carrillo y Manuel María Ponce en la música; y Diego Rivera en las artes plásticas. A esta agrupación, según Alejandro Toledo, se le conoce como la “generación del Centenario”, porque surgió a la vida pública en los meses previos a los festejos por el centenario del inicio de la Independencia y por haber realizado en 1910 su principal ciclo de conferencias.

La importancia de esa organización radicaba en que proponía un cambio en la ideología y se oponía a la que había dominado por décadas. Las primeras conferencias de este grupo se dieron de agosto a septiembre de 1910; sin embargo, meses después estallaría la Revolución y cada uno tomaría caminos diferentes. Alejandro Toledo, quien actualmente imparte en la UNAM un taller de lectura sobre la novela de la Revolución mexicana, comenta que “los ateneístas estaban allí con muchas inquietudes intelectuales y de pronto el estallido de la guerra los lleva a diversas encrucijadas”.

Perspectivas diferentes

En el caso de Alfonso Reyes, que pierde a su padre en febrero de 1913, Toledo comenta que “le va a dar un poco la espalda a la historia mexicana y se refugiará en la cultura griega y latina, en el estudio literario y la reflexión sobre el arte. Busca estas opciones para crear un mundo paralelo y olvidarse de la guerra”. Vasconcelos, se adhiere a la campaña de Madero y luego, según Toledo, tiene distintas facetas, por ejemplo como Secretario de Educación Pública, y es “el primero en pensar en las herramientas para salir de la turbulencia que vivía el país, y convence a los militares de que una de las mejores formas de pacificar a la nación es mediante la educación”.

Por otro lado, Martín Luis Guzmán, quien se unió a la División del Norte, escribió El águila y la serpiente, una obra en la que cuenta su aventura al lado de Pancho Villa, y luego La sombra del Caudillo, en donde se describe la pesadilla de una Revolución hecha gobierno.

El movimiento revolucionario que pasó por diversas etapas sería retomado, en sus diversos puntos y fases por la pluma de los escritores que la representarían de distintas formas. Así, según Toledo, la llamada “novela de la Revolución” comienza a partir de la publicación de Los de abajo de Azuela y se prolongaría por más de medio siglo.