viernes, 9 de julio de 2010

Así escribo (José Agustín)

Marzo/2009
Nexos
José Agustín

Toda mi vida he escrito de noche. Hola, oscuridad, vieja amiga, de nuevo te saludo. Empecé a los once años de edad, y mi madre se escandalizaba al descubrirme tecleando a las cuatro de la mañana. Bueno, en realidad, yo escribía a todas horas, por lo general a mano, con mi pluma fuente Esterbrook de puntas intercambiables y tinta morada, en cuadernos sin raya y de forma “francesa”; o en la Olivetti de la casa. Era como un juego que además podía practicar en parques, cafeterías, autobuses, en la escuela, o en mi casa, donde me instalaba en la sala entre gente que entraba y salía. Me daban ganas de escribir y lo hacía, por el puro gusto, sin esperar nada; a menudo se me borraba la realidad y yo me ubicaba en una especie de estado de trance. Qué maravilla. Mi fertilidad parecía inagotable, aunque, claro, como casi todos, después tuve que escribir mis ondas en medio de los empleos y robándome tiempo. Quizá por eso me volví night tripper. En 1967, a los veintidós años, me prometí no aceptar nunca más chambas de ocho horas para tener la libertad de elegir mis propias limitaciones.

A partir de entonces produje mucho, un tanto caóticamente, sin horarios fijos, entre estrepitosos reventones y múltiples trabajos: di clases, escribí en periódicos y revistas, hice teatro, televisión y sobre todo guiones de cine, que también me apasionaban. Hasta la fecha nunca he escrito por obligación ni por compromisos. Acepto encargos, pero si los proyectos no me prenden, no los hago. En verdad, para bien o para mal, he podido hacer lo que me gusta. Así fue hasta que di clases en universidades gringas y tuve que ajustarme a otros tiempos, lo cual no se me dificultó, pues en realidad se trataba de empleos nobles, con cómodos y ajustables horarios. De cualquier manera, se reforzó mi sentido de la disciplina y de la responsabilidad. Aprendí muchísimo en la vida académica. Durante los años 1980, de nuevo en México, ya sólo trabajé en la televisión, con mi propio programa “Letras Vivas”, y cada vez tuve más tiempo para escribir literatura. Ya en la década siguiente, a casi treinta años de mi primera publicación, las regalías me dieron una base económica que cubría mis necesidades más apremiantes y era suficiente para dedicarme tan sólo a los libros. Qué maravilla poder vivir, al fin, de escribir, de mi único y verdadero trabajo.

Para entonces se asentó en mí otro modo de vivir y nuevos sistemas para trabajar. En las mañanas atendía cuestiones de la casa o me ponía a leer. Dormía una siestecita después de comer y escribía a partir de las cinco o seis de la tarde; le paraba a las ocho, hacía yoga y meditaba, mientras mis hijos le daban a sus tareas y veían tele; después cenaba y regresaba a la máquina. A la medianoche me hallaba mejor que nunca, así es que me seguía, metidísimo, sin sentir el tiempo, hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana. Con frecuencia veía amanecer.

Este vuelo me duró hasta que cumplí sesenta años, justo al concluir mi novela Vida con mi viuda. Comprendí entonces que la edad me pesaba y que cada vez aguantaba menos las desveladas. Tenía que dejar la escritura nocturna y aprender a trabajar de día. Se trataba de un cambio sustancial, que me obligaba a modificar los hábitos de toda la vida. Me resultó dificilísimo. Además, en los últimos años había producido mucho y quizás pateé a la musa más de la cuenta. Después de Armablanca, otra novela “nocturna”, en 2006 varios problemas de salud me enfrentaron a la realidad del inicio de la vejez y, claro, obstruyeron mi escritura. De cualquier manera, tenía varios proyectos en mente y me propuse realizarlos.

En los últimos años no he parado, y lo mismo me he visto como un cazador dispuesto, bien equipado, sólo que por desgracia se situó en un lugar donde no hay nada que cazar; o como quien da alcance a la caza y obtiene presas para su propia alimentación, para compartir con los demás y para ofrendar a los dioses. La perseverancia trae buena fortuna, de cualquier manera, y ahora estoy a punto de concluir una obra en la que aposté mi vida, pensando que en esta fase debo dar todo. Escribir no ha acabado conmigo, o quizás es un “suave que me estás matando”. O de plano me revitaliza. El cuerpo, renuente, a veces ya no quiere, pero no impide que mi espíritu siga intacto, incluso más enriquecido.

De alguna forma creo que puedo rebasar esta crisis de iniciación a la vejez y emprender un nuevo ciclo, otro ring of fire, y seguir vivo, es decir, escribiendo. Mi gran problema ahora es administrar la energía. Aún no lo logro enteramente, pero ahí la llevo. Si ya no puedo, no me quejo, escribir me ha colmado de plenitud, recompensas y un surtido rico de experiencias “fuertecitas”. He vivido otras vidas, tiempos diversos, distintos universos. Sin embargo, quisiera seguir, aunque me consuma. La idea de que la literatura me lleve a la muerte no me desagrada en lo más mínimo, así sería como un gran erotómano que fallece en un orgasmo, o como Huxley, que se fue entre los misterios transfigurantes de la mescalina.

Así escribo (Carmen Boullosa)

Abril/2009
Nexos
Carmen Boullosa

Si puedo, escribo en la cama, a mano, desde que despierto hasta la hora de la comida. Empiezo sin acabar de salir de la batalla nocturna, que es bastante farragosa por el insomnio. Cuido celosamente mi fragilidad matutina, la utilizo, uso la resaca de la noche. Rumio entre sueños y des-sueños. Voy con las sombras, los silencios, los mensajes del otro lado, los hijos bastardos de la obsesión.

En las tardes y noches pienso, tramo, planeo, organizo; hago mapas, trayectorias, carreteras; acumulo imágenes de los museos, las bibliotecas, la red, el cine, el mercado, la calle. Tomo notas. Necesito siempre la tinta y la libreta. Y, como adelanté, libros. Aquí empieza el conflicto. A menudo tengo que dejar la cama e irme a la biblioteca. Si puedo, traigo los ejemplares a casa (me hago pedazos la espalda y el cuello cargando kilos de aquí para allá, subiendo y bajando escaleras del subway, caminando cuadras de Harlem), o me quedo en la biblioteca tomando notas. Pero un libro no se lee igual afuera de la cama. La cama es un espacio sagrado. En la cama vivo la vida literaria. Lo de afuera de la cama es puro formulario y corrección. La cama es mi consejera y crítica. En la cama todo se pone a prueba.

También escribo en los aviones, el asiento aéreo es como una cama portátil, con la ventaja y las desventajas de la comunidad ambiente. Anoto, imagino, me concentro, afoco, resuelvo problemas. Me sé frágil, por esto debo reconstruir todo. Es como estar acabadita de despertar todas las horas que dure el vuelo.

Durante muchos años usé una pluma fuente Cross, plateada y delgada, ligera e infalible. A principios de los noventa ya la tenía conmigo. Un día, en La Biela, en La Recoleta, en Buenos Aires, intercambié crosses idénticas con Bioy Casares. Escribí con su pluma todas mis novelas y poemas desde entonces, hasta que me la robaron en el verano del 2007, en la estación Trastevere, el 20 de junio. Unos cacos se llevaron toda mi oficina portátil, incluyendo nuestros pasaportes y pasajes. Íbamos camino a Sicilia, nuestro vuelo “cayó” en huelga —el único del día—, nos reacomodaron en uno cinco horas después, y yo me ennecié con ir a comer a Roma, fue esto lo que nos puso en el predicamento. En la maletita también venía una libreta florentina que celosamente atesoré hasta que le llegó su hora, traía prácticamente terminado un largo ensayo sobre un pentimento de Gentileschi que también perdí para siempre. Lo del ensayo pasa, me gusta más así, imaginado es impecable, es él mismo un pentimento que me alimenta. En cambio, no me resigno a la pérdida de la pluma, no la supero. Desde entonces mis libretas son cochineros, el optimista diría que parecen hojas de pruebas de papelería.

No encuentro pluma que supla aquella Cross. En 2008 compré una nueva Mont-Blanc en Veracruz, en el Café de la Parroquia, pirata pero auténtica (lo supe después, en la venta me sedujo su aspecto de falsa, con punta de la tapa hecha de plástico transparente, creí que era chafa, ahora que tengo el modelo bien estudiado juro que no es de verdad pirata, sino una legal tarifa tercermundista). Escribe bien, el punto noble, el peso es adecuado, fluye regular la tinta. Pero a pesar de su estrella flotante, no la quiero. No me acostumbro. Tengo otra Mont-Blanc gordita de cuerpo y punto desde hace mil años, la estimo, mucho, pero tampoco sirve para escribir. No hay reemplazo para la Cross que usé de segunda mano.

La segunda mano es imprescindible para escribir. Se escribe acompañado de otros. Por lo mismo, mientras escribo una novela leo vorazmente poemas, especialmente de los clásicos.

Los objetos para escribir son la antesala del laboratorio, necesito controlarlos, tenerlos bajo total dominio. En cambio, mi atestado estudio es el desorden, sus secretos saltan a mis manos por motu proprio o por mi voluntad, nadie puede desentrañarlo sino yo (si acaso).

Escribo en el punto medio entre la cacería y la introspección. Cazar, perseguir, observar, detener. Disolver. Descartar. Elegir. Ordenar, ordenar.

Me gusta tener a la vista el mar. El mar pueden ser las hojas de los árboles en la ventana. No escribo sin ventana. La del avión es perfecta, es mar puro. La de casa plantea problemas en el invierno: árboles pelados. Un día, vi una bolsa de plástico atorada en una rama, zarandeándose con ritmo frenético, y la pensé favorable, era un mar artificial. Esa bolsa era el movimiento de la muerte.

Durante años escribí de noche. Pero la última década requiero de la luz. Las tinieblas ya están en la materia prima. Busco la luz para adentrarme en las sombras, para contar historias. Cada día me importa más la trama. Ésa es la luz. Es lo único que hace sentido en este mundo idiota.

Así escribo (Xavier Velasco)

Mayo/2009
Nexos
Xavier Velasco

Doy parte de rescate
El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.

Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?

Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...

Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.

Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de pared tres pegotes en forma de dígitos, correspondientes a la última página escrita. Y como el calendario está frente a la cama, no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.

No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.

Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.

Así escribo (Alberto Ruy Sánchez)

Junio/2009
Nexos
Alberto Ruy Sánchez

Tres veces lo mismo
Me pides que me vea escribiendo y no sé por dónde empezar. Tengo la extraña sensación de escribir todo el tiempo, de diferentes maneras entretejidas. ¿Puedo separarlas?

Me descubro escuchando a alguien hablar y voy contando sus sílabas, deshaciéndolas y armándolas con otra intención, con otra fuerza. Me descubro reeditando mentalmente una película o una novela, o una secuencia de imágenes. Me veo tocándolo todo, oliéndolo todo, imaginándome a qué sabe o a qué sabría con un poco más de eneldo o azafrán o humo o sudor salado. Me descubro tocando la piel de alguien, oliéndola sin querer, desentrañando la aurora boreal de sus pupilas y muchas veces recuerdo mejor esas sensaciones que el nombre de quien al pasar me las ofrece. Me descubro hipnotizado por algo que sucede y que va tomando la forma de un río de realidades que me cuento callado, contando sílabas, como canción nueva. Me descubro en el metro interrogando en silencio a los que van dormidos, a los que empujan por el placer microcanalla de ejercer esa violencia, a los que miran sin mirar. Me descubro fascinado por lo que ha sido hecho con las manos, desde un cartel accidentalmente lacerado hasta un platito de palma tejida, o cerámica. Me descubro recolectando materiales de muy diversa naturaleza: imágenes sueltas, historias incompletas, texturas más que textos, sorpresas, horrores, ideas. Por alguna extraña razón me interpelan. Me gustaría llamar a este momento de mi escritura Recolección de asombros.

Como consecuencia me veo felizmente hundido en un caos de materiales, un torbellino fabuloso que nunca cede. Y entonces viene la obsesiva necesidad de poner unas cosas aquí y otras allá. No tanto imponerles un orden como dejar que fluya una lógica entre ellas. No establecer cajones y expedientes sino dejar que mis manos y mis ojos vayan produciendo collages con los fragmentos que van tomando otro sentido al estar juntos. Un día los pongo aquí y al siguiente tal vez en la basura. Y por la noche o a la semana regreso a ver si puedo recuperarlos. Para pegar todas esas cosas uso un hilo de palabras que ante mis ojos, en mi boca, vuelve al mundo collar, flujo, transcurso, discurso. Decenas de papelitos cada día, de archivos abiertos, de versiones y más versiones, de notas y bolas de papel volando o decenas de .doc que hacen clic al entrar a mi ciber papelera. Otro basurero abultado que me ayuda a jugar creativamente con el caos es la memoria, o más bien el olvido. Colecciono cosas que de pronto ya no están y a veces ni siquiera sé que las he perdido. Pero nada es perfecto y todo puede regresar cuando menos se le espera. Recordar inesperadamente se puede volver epifanía, revelación de lo excepcional: poema. Pero en esta etapa todo es boceto, todo es acercamiento, experimentación, proyecto interminable. A este segundo momento de mi escritura me gustaría llamarlo Laboratorio de montajes. Como en el comienzo del cine se hablaba del montaje como algo más experimental que la edición narrativa actual. Como lo hacía Eisenstein en los veintes y treintas o Dusan Makavejev en los setentas. Este segundo momento de mi escritura es un fin en sí mismo que, como el anterior, nunca se acaba. No necesariamente va hacia la obra publicable, su vocación es lúdica, obsesiva, gozosa, improductiva, estética, desvergonzadamente privada pero no necesariamente secreta.

Mi tercer impulso de escritura sucede entretejido simultáneamente con los anteriores y se explica sólo por ellos y con ellos. Quiero llamarlo Ritual de composición. El collage de collages cambia de piel en este momento y se convierte en un objeto artesanal ritual. En una trama de revelaciones. Sucede en una especie de trance cotidiano que quiere ser fiel al mismo tiempo al delirio naciente y a la buscada perfección de la forma. Descubre, plantea y resuelve problemas narrativos concretos. Muchas veces complejos. Es intelectual e instintivo. Es un momento de perversión y neurosis extremas. No funciona en mí por disciplina sino por obsesión. No es un deber es un hiperplacer que no excluye cierto ardor erótico. Diariamente estoy lleno de una tensión que se va convirtiendo en las palabras de la historia que me he propuesto contar. Todo en función de la búsqueda, más o menos ambiciosa de un proyecto específico a largo plazo. Una obra que planeo como los artesanos azulejeros de Marruecos planean y ejecutan durante años esos tableros abstractos que combinan en perfecta geometría hasta 99 formas distintas de azulejos. Lo hago de día o de noche, gozando el insomnio si tengo suerte de que suceda, con lápiz, con tinta, en mi máquina o en la que encuentre. Solo o con gente alrededor. De cualquier manera una multitud cantante y parlanchina me habita.

Así escribo: dejando que una polifonía vital, invocada pero no menos sorpresiva, se apodere de mi cuerpo y de mis palabras y, en difícil y paradójica armonía que se alimenta de los latidos del caos, deje escuchar todas sus voces poseídas, posesivas.

Así escribo (Ana Clavel)

Julio/2009
Nexos
Ana Clavel

“Su cuerpo no la contiene”

La verdad es que a mí eso de los rituales y parafernalias del oficio de escritor no se me da. Ni uso una pluma Montblanc —la perdería al día siguiente—, ni prefiero las libretas Moleskine, ni tengo afición por las antediluvianas Remington, ni me seduce la laptop más veloz y nueva del oeste. Si acaso, el café expreso por las mañanas que me ayuda a activarme un poco y que a la vez me permite seguir en un estado de inconciencia similar al de un pez que aletea en una orilla húmeda. Pero ni siquiera eso del café alcanza a ser un ritual de escritura, puesto que no siempre escribo por las mañanas, y ni siquiera me siento a escribir todos los días.

No, yo los libros los escribo antes de empezar a escribirlos, antes incluso de saber que tendrán una vida secreta y propia. Por ejemplo, hay libros que comencé a escribir antes de los tres años, cuando mi padre aún vivía. (Mi padre era inspector agrario pero extrañamente prefería escribir con tinta verde sus reportes, soñaba con comprarse un helicóptero y le encantaba tomar fotografías —como ésa en la que estoy frente a una máquina de escribir y por la cual bromeo que mi destino era ser secretaria… o escritora.)
Cada libro tiene una respiración y un crecimiento propios. El gran Felisberto Hernández explicaba que una historia es como una planta que nace y crece misteriosamente en un rincón del escritor. El deber de uno es cuidar que esa planta no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, que sea lo que está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Hay libros que me han exigido caminar en calidad de invisible por la ciudad de México y treparme al Caballero Alto del Castillo de Chapultepec, libros que me han llevado a incursionar en los baños públicos masculinos y tomarles fotos, libros que me han hecho jugar a las muñecas como sólo
un hombre asomado a sus abismos podría hacerlo. Hay libros que nunca me imaginé escribir.

También hay libros que me imponen contradecirme y me obligan a una liturgia propia: recorto de un periódico la imagen de un jarrón chino; me compro en un mercado de antigüedades un ruinoso mingitorio acorazonado de la marca American Standard y lo dejo dormir en la sala de mi casa; cuelgo de la cabecera de mi cama una postal de Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Man Ray. Lo que sí sucede en todos los casos es que voy conteniendo la escritura que empieza a cosquillearme en una costilla del sueño o en la punta de los dedos. Y no la suelto por más que se me revele en jirones de ensueño, por más que me haga temblar de ansiedad.

Voy armando la estructura en mi cabeza, o más propiamente, voy dejando que la historia me prometa cosas: “Si te vas por aquí, encontrarás que el laberinto más perfecto es aquel del que no se desea salir”. A veces tomo notas en servilletas, cuadernos de espiral o engrapados, con una pluma Bic u otra cualquiera con el logo de un hotel o un banco, no importa. O uso una computadora ajena porque la mía se descompone a cada rato.

Poco a poco la tentación de sentarse a escribir comienza a ser insoportable. Pero no cedo. No puedo empezar si no doy con la primera frase. Para escribir, por ejemplo, una primera línea como “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las Hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras florecieran con una extraña intensidad violeta; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.

Pero tampoco puedo terminar de empezar si no doy, aunque sea vagamente, con la última frase. Inventarla o, por ejemplo, retomar la que leí grabada en un epitafio de un cementerio de Oaxaca y que me vino como anillo al dedo para la historia que entonces trabajaba: “Su cuerpo no la contiene”.

Como para mí la escritura es contención y latido, llegada a este límite soy yo la que está a punto de desbordarse. Y claro, ya con el principio y el final de la historia, sin parafernalias ni rituales exteriores, ahora sí, incontenible, termino de escribir.

Así escribo (Guillermo Fadanelli)

Agosto/2009
Nexos
Guillermo Fadanelli

He olvidado las razones por las que escribir fue en un principio una actividad importante, casi una necesidad. Lo más probable es que no estuviera en mis manos la elección de mi oficio y que una suma de tropiezos me pusiera en el camino de la literatura. Los tropiezos son un tesoro que los hombres románticos acumulan para hacerse los desgraciados y acercarse de esa manera al arte. A veces mienten con tal de hacerse de un pasado interesante, como es mi caso, aunque en ocasiones su sensibilidad es en verdad consecuencia de una suma de desgracias que hacen de su escritura una cosa viva, oscura e inexplicable. Si he olvidado los orígenes de una afición que con el tiempo se transformó en vicio y después en una masa informe de pulsiones contradictorias, al menos puedo contarles cómo es que me enfrento a las cuestiones mecánicas de la escritura.

Lo primero es que no encuentro dicha mecánica por ninguna parte, sino un montón de enmendaduras en las velas del barco. Cuando creo que escribo una obra de cierto valor es cuando peor me va en la batalla. El entusiasmo y el narcisismo unidos forman una pócima venenosa y sus consecuencias son desastrosas. A la contra, cuando escribo malhumorado y cada línea me decepciona, los resultados no suelen ser tan malos. Esto lo sé por mera experiencia, no porque me dedique a construir un método ni porque invoque a los estados más oscuros del alma para escribir. Estos susodichos estados del alma son un verdadero robo a la imaginación y a la hora de escribir no se les encuentra en ninguna parte. Los oficios son mediocres por definición y lo más conveniente para una persona que vive de su escritura es no ponerse demasiado melancólico, ni tampoco abusar de su buena suerte.

Así como no poseo una hora precisa para morirme, tampoco contemplo un determinado horario para escribir. Puedo hacerlo en la madrugada o unos minutos después de despertarme, mientras pruebo alimentos en la mesa o cuando converso con otra persona. Si mi humor oscurece busco el silencio, pero si me siento motivado no me incomoda escribir en medio de un ambiente escandaloso. En mi caso la distracción constante es necesaria porque demasiada concentración en un tema provoca que la escritura se vuelva odiosa: nada merece tanta atención como para sumar más amargura al mundo. El rumbo de mi escritura es bueno cuando resuelvo el duelo de una sola estocada, es decir, cuando las palabras son sencillas y leales a la imaginación. En mi opinión una obra literaria no es un problema que deba resolverse a la manera de una técnica que se perfecciona, o de una ecuación matemática: es un hecho del espíritu o, si se quiere, uno de los tantos rostros como se expresa la confusión humana.

Ha sido totalmente a propósito referirme a las obras literarias como hechos del espíritu, pese a no saber qué se quiere decir con esta clase de oraciones. Sin embargo, la experiencia me dicta que la creación de una obra se entiende más con el desorden que con la buena administración. No aludo a un desorden de la mecánica, sino del temperamento: las palabras comienzan a funcionar cuando nada es evidente. Es por eso que cuando me pongo a escribir no sé dónde va a terminar el asunto: mis intuiciones se dispersan y la presa siempre se escapa. En este oficio los finales felices están vetados, aunque sé de escritores que se conforman con los aplausos.

Los párrafos anteriores podrían dar la impresión de que en mi escritura nada está controlado, pero no es así por supuesto. Mantengo un control constante y desmedido sobre mis ficciones, aunque eso no me sirva en absoluto. Las obsesiones no descansan e intentan encontrar una salida a cada momento, las palabras recobran su sentido a fuerza de intimidarlas, cada línea debe escapar de la estricta vigilancia a la que es sometida, el orden se impone para disolverse y la escritura es prueba de que se ha perdido el rumbo. En pocas palabras: se trabaja mucho por unas cuantas monedas.

Cuando bebo no escribo ni una línea y cuando cometo ese disparate me arrepiento como si fuera un santo. Beber es otra manera de estar alerta y por tanto es un poco absurdo reunir ambas actividades. Si las compañías trasnacionales deciden quitarnos la tecnología puedo escribir en las paredes, de hecho los ensayos se cocinan mejor cuando los escribo a mano. Hace muchos años que dejé de ser un contador de historias en pos de complicarme la vida. Contar historias ahora me parece tan anodino como hacer negocios. De todas maneras lo intento y si los dioses están conmigo a veces de la nada aparece un relato. En literatura debemos hacernos a un lado para que el mundo pase.

Así escribo (Francisco Hernández)

Septiembre/2009
Nexos
Francisco Hernández

Entre la imitación y la obligación


En el principio fue la imitación. De los pocos volúmenes existentes en la casa de mis padres, sólo llegaron a encandilarme los de poesía (Díaz Mirón, Darío, Juan Ramón Jiménez), mismos que me puse a imitar de inmediato, porque se me hicieron más “sencillos”, por breves, que las novelas de Verne o Salgari.

En la actualidad, cuando no se me ocurre nada, todavía recurro a aquellas páginas, con la esperanza de una pequeña ayuda para salir de la infertilidad.

Llegué a la ciudad de México hace más de 40 años. Enseguida pude contagiarme de otros espacios: cines, museos, librerías, bibliotecas, conciertos y, por supuesto, conocí a escritores afectos a compartir sus preferencias. Así pude asomarme a la obra de Octavio Paz, Lezama Lima, Pablo Neruda, Fernando Pessoa, Carlos Pellicer, Luis Cernuda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, entre otros. Casi por vocación, me vi obligado a seguir imitando.

Trabajé en agencias de publicidad durante 29 años y, al menos en mis tiempos, llegaban cada día “órdenes de trabajo” donde se especificaban las características del producto, el medio, la duración o el tamaño del anuncio y, sobre todo, la implacable fecha de entrega. Todavía me parece escuchar la voz de un alto ejecutivo gringo diciéndome, con tono de amenaza:
—Mañana viene el cliente, cinco de la tarde, a ver story boards. Piensa en un gimmick superoriginal o en un jingle supervendedor. Habla a tu mujer para que no te espere…

La mecánica de la creatividad publicitaria se me quedó adherida como una máscara. Por eso, cuando he tenido que escribir por obligación, no me ha resultado tan difícil.

Me explico, mi beca actual de tres años, otorgada por el Sistema Nacional de Creadores, aceptó mi propuesta de entregar el mismo número de libros, del año 2008 al 2010.

Para el primer año ofrecí un poemario titulado Los vigilantes de Miss Dickinson, de 65 páginas, donde dos dementes enamorados de Emily Dickinson rentan una vivienda frente a la mansión de la poeta, con el fin de asesinarla y aliviar la tristeza de su existencia. Este librito ya fue entregado.

El trabajo correspondiente al 2009 acabo de finalizarlo. Título: 51 autorretratos. No llegué a las 60 cuartillas prometidas pero el tema se cumple: escribí lo que 51 artistas, entre pintores, grabadores y fotógrafos, piensan —o pensaban— en el momento de autorretratarse. Entre ellos puedo citar a Lucian Freud, Frida Kahlo, Jean Michel Basquiat, Tamara de Lempicka, Marcel Duchamp, Rembrandt, Nadar, Francis Bacon, Francisco Toledo.

En la fecha prevista lo hice llegar al FONCA.

El tercer volumen será sobre los grabados en madera de Alberto Durero y aún no lo empiezo. Otros detonadores, otras obligaciones. Escuchar un cuarteto de cuerdas de Robert Schumann y tener el deseo de escribir sobre el músico alemán fueron un solo impulso. Quise comprar el disco pero era del encargado de la librería. Tomé un taxi y ahí mismo comencé a desarrollar De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios. Al día siguiente conseguí el LP y en una semana estaba terminado el poema.

El caso de Habla Scardanelli fue parecido. Un primero de año me encontraba solo en mi piso del sur del DF y debido a mi “obligada sobriedad” pude ponerme a releer Arte y poesía, de Martin Heidegger, sufriendo un peculiar deslumbramiento ante las páginas dedicadas a Hölderlin. ¿Resultado? Surgió Habla Scardanelli, aunque esta vez el texto me pareció más o menos redondo hasta los 11 meses.

El Cuaderno de Borneo también surge de una segunda lectura, esta vez de Georg Trakl. Conocía una traducción hecha en Argentina, pero lo que realmente me motivó a mecanografiar algunas páginas a propósito del querido cocainómano austriaco fueron las versiones estupendas de Marco Antonio Campos.

Me anclé en el tema durante más de un año para completar, con las dos secciones mencionadas, la publicación Moneda de tres caras.

Un músico, dos poetas. Y la locura como obligado e inimitable Dios Verdadero. Imito en todas partes, dormido o despierto, a cualquier hora. En un cine, en un avión o recostado sobre mi cama.

Cuando me siento sano y feliz, no se me ocurre nada bueno. Imito mejor al descubrirme enfermo o terriblemente deprimido, con la hernia hiatal impidiéndome disfrutar de “cuatro al pastor con todo” o con la invisibilidad de un ataque de epilepsia tocando el timbre de mi departamento. Cierro con una frase de George Bataille: “Escribo deseando que me lean: pero el tiempo me separa del momento en que seré leído”.

Así escribo (José María Pérez Gay)

Octubre/2009
Nexos
José María Pérez Gay

Los años pasan y nosotros también

Recuerdo con una emoción cercana al privilegio el tiempo antes de que aparecieran en nuestras vidas los procesadores de palabras. Por ejemplo, el que tengo frente a mí todos los días: Mac Os X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard, “Una puesta a punto del sistema operativo más avanzado del mundo. El Snow Leopard mejora toda tu experiencia en Mac. A todos los niveles, es más rápido, fiable y fácil de usar. El Mac que ya conoces y adoras, aún mejor”, un spot que me resulta más difícil de entender que la Analítica Trascendental en La crítica de la razón pura de Kant. Después está la enorme pantalla de 16 pulgadas, la memoria 512 mb ddr2 sdram, los software y la fibra óptica.

Ahora recuerdo los días que pasaba en México cuando aún vivía en Alemania y no existían los procesadores de palabras. El estrecho pero glorioso departamento de mis padres en Cadereyta Strasse en la colonia Condesa se ponía patas arriba porque yo lo había tomado de nuevo para hacer una de las traducciones del alemán que se publicaría en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, que dirigía Carlos Monsiváis. Por ese entonces desempacaba mi máquina Olympia de escribir, me sacaba de múltiples bolsillos unos plumines alemanes con finísimas puntas de pico de mosquito, extraía de las maletas una biblioteca ambulante (Elias Canetti, Hans Magnus Enzensberger, Robert Musil, Hermann Broch y Karl Kraus), me armaba de dos resmas de papel bond gramaje 29 de 500 hojas cada una —que luego tendría que reponer, puesto que apenas me alcanzarían para un borrador de unas 25 cuartillas, y faltaba aún pasar el texto varias veces en limpio— y, ante los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, ponía todo aquello sobre la versátil mesa del comedor.

Lo que ocurría en los días siguientes era que todas las líneas telefónicas de la ciudad de México estaban ocupadas, al decir de Luis Miguel Aguilar. Unas, porque se me ocurría —decía el Güicho— tomar el directorio telefónico, marcar el número y leerles a todos sus moradores los avances de mi traducción y/o presentación de lo traducido; otras líneas estaban ocupadas porque —afirmaba también el Güicho— “les hablaba a los amigos para preguntarles si una minucia exquisita en la traducción quedaba mejor que otra minucia exquisita”; y las últimas líneas telefónicas se ocupaban con amigos de José María Pérez Gay preguntándose:
—¿Ya te habló Chema? Me dejó pensando. ¿Tú crees que ese específico dativo alemán, en la traducción de Canetti sobre Hashiya, puede resolverse con un buen acusativo español?

Los años pasan y nosotros también. Ahora, en los tiempos del procesador de palabras Mac OS X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard las cosas han cambiado de modo radical y hemos entrado de una vez para siempre en el inevitable continuo real-virtual, como diría mi profesor de la Universidad Iberoamericana, el rumano Horia Tanasescu. Me obsesiona la idea de que no me pertenece lo que se encuentra escrito en la pantalla. Por lo general despierto temprano, desayuno y me pongo ante la computadora. Leo por encima los titulares de los periódicos en internet, pero me aferro más al papel de los diarios. Ahora, como antes, soy un lector de tiempo completo. Leo todo el día sin detenerme. Me es imposible leer textos en la pantalla. Cada vez estoy más convencido de que internet nunca sustituirá a los libros.

A partir de 2007 me he propuesto escribir La profecía de la memoria: Walter Benjamin y su tiempo, un ensayo histórico sobre uno de los autores que me han acompañado a lo largo de mi vida Leo hasta el mediodía. Mientras tomo unas cuatro tazas de café, me debato entre los seis volúmenes de la correspondencia de Walter Benjamin. Por fortuna tengo a unos pasos un célebre expendio de café veracruzano. Después de comer, a las seis o siete de la tarde, me dispongo para ir a trabajar a mi periódico La Jornada.

Si he de ser sincero, el procesador de palabras ha vuelto más fácil la difícil tarea de escribir, ya no llamo por teléfono para pedir auxilio ni comento con los amigos más cercanos lo que escribo. La pantalla de la computadora se ha convertido en una suerte de caverna platónica de la soledad.

Ahora recuerdo los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, y busco mi máquina Olympia de escribir, pero mis padres, como la máquina, ya no están, se han ido para siempre. Siento una extraña mezcla de nostalgia y esperanza en medio de la escritura y las tazas de café, entonces me pregunto si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido para siempre. Sabemos que los recuerdos no existen: reescribimos siempre la memoria del mismo modo como reescribimos siempre la historia.