domingo, 20 de junio de 2010

Carlos Monsiváis: el cronista

20/Junio/2010
El Universal
Sara Sefchovich

Carlos Monsiváis se dedicó a cronicar cómo viven las gentes, cómo se divierten, cómo se organizan y luchan, qué leen, miran y oyen, cuáles son sus ídolos. La suya era una mirada intelectual y emocional, tenía la voluntad de recoger lo que pasa y de construir un panorama de lo que es México y lo que son los mexicanos. Con él aprendimos a escuchar a Pedro Infante y a leer a Octavio Paz, a ver a Raúl Velasco en la televisión y a bailar en los antros. En sus crónicas estaba “la patria” con todo y líderes charros que la acompañan, políticos que la habitan, ricos que la despojan, escritores que la relatan, militantes que la quisieron salvar y que fueron encarcelados y asesinados. Con él conocimos también a quienes ejercían la democracia desde abajo y sin pedir permiso, a los que se enfrentaban al poder, el país de las colonias populares, de los obreros y estudiantes.

La suya fue una descripción, pero también una acusación: el verdadero fondo de los problemas son los sindicatos corruptos, los sueldos de hambre, las transas, “el desastre social que anticipa a la furia geológica”, las mentiras, la inexistencia de leyes que protejan, la falta de alternativas, el despojo, la represión. Y aquí “no se admite en método Rashomon”: no hay ninguna justificación posible a la negligencia y la voracidad, a la corrupción y el autoritarismo.

Monsiváis estuvo de modo inequívoco con los oprimidos y explotados y consideró que siempre la razón está de su lado. El mexicano no es esa criatura del descuido, el relajo, el fatalismo y la ineptitud que nos han querido hacer creer, sino el resultado de un capitalismo voraz y depredador.

Obsesionado con el crecimiento demográfico, afirmó que “el ámbito de las multiplicaciones reta al infinito y despoja de sentido a las profecías, obstinadamente minimiza todas las pretensiones triunfalistas”. México es demasiada gente, y toda con un único afán: consumir. Monsiváis siguió a la gente cuando iba al cine, a las fiestas, a los conciertos, a las manifestaciones, a los antros y a las universidades, la estudió por todos sus costados, en su pasado y en su presente, espió a los mexicanos cuando festejan el Día de las Madres o el de la Independencia, cuando dicen groserías y lloran con los mariachis, cuando aplauden y cuando votan, cuando hablan en los mítines y conversan en las cantinas, cuando ven televisión. ¡No se podía hacer nada en este país sin que viniera Monsiváis a sociologizar!

Monsiváis deletreó la sensibilidad colectiva, mostró a la sociedad en movimiento, amplió los límites de lo que se consideraba cultura, cronicó un amplio espectro de hechos, individuos, grupos, acontecimientos y procesos. Y todo eso libre de todo vestigio de oficialismo, de interpretaciones previas y cristalizadas y de moralina, con una prosa que transformó la manera de escribir y de pensar en México. ¿Qué fue antes, el lugar común o la frase del Monsi?

Él nos enseñó a mirar, a leer, a pensar, nos rompió los esquemas y los límites, nos abrió a nuevos temas y, sobre todo, nos quitó esa solemnidad pesada a que tan afectos hemos sido. Elaboró un estilo propio absolutamente original y único, tan complejo que ni siquiera ha podido tener imitadores. Octavio Paz afirmó por eso que Monsiváis “es un género en sí mismo”.

Se fue el amigo que lo sabía todo, el que escribió sobre cine y sobre pintura, sobre novela y poesía, sobre ideas y tendencias culturales, sobre política y los políticos, el arte y la literatura, los artistas y los literatos, el de las miradas totalizadoras imprescindibles para entender a México, el que estuvo en todas partes, dando conferencias y asistiendo a conciertos, en asambleas de jóvenes y en eventos académicos, en cenas en las casas de sus amigos y en los antros y las calles de la ciudad. Alegre, irónico, divertido, enojado, deprimido, siempre atentísimo mirando y oyendo todo, absorbiendo y pensando, explicando.

Hoy el dolor me oprime, los mexicanos perdimos a un gran sabio y a un defensor de las mejores causas, y yo perdí a un amigo muy querido y a un lúcido maestro.

sábado, 19 de junio de 2010

Otro fraude más en un premio literario

19/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Colmo y colmillo cultural: el funcionario encargado de un concurso literario resultó el ganador.

Esto fue lo que sucedió con el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras/Border of Words 2010.

Según la convocatoria, las obras concursantes debían recibirse en el Centro Cultural Tijuana. El encargado de Gerencia de Literatura del Cecut era Fran Ilich. Él tomó el puesto durante el rechazo casi unánime de la comunidad literaria en Tijuana contra la designación de Virgilio Muñoz como el director del Cecut, señalado como traficante de personas por el Centro Binacional de Derechos Humanos.

Ilich inició su carrera precisamente en un periódico dirigido por Muñoz en los años noventa.

¿Cómo le hizo Ilich para poder concursar?

Renunció poco antes de que la convocatoria venciera. Sumó su obra al paquete que se envió al jurado: Yuri Herrera, Cristina Rivera Garza y Pablo Soler Frost, quienes, obvio, no tenían idea de que uno de los trabajos que evaluarían ¡era el del gerente saliente!

El resultado del premio fue la confirmación de la corrupción que impera en la política cultural fronteriza.

Lo único que faltaba: ¡autopremios binacionales!

Hasta ahora los organizadores —el Centro Cultural Tijuana, Conaculta-Tierra Adentro y la Secretaría de Relaciones Exteriores— no han revisado el lamentable caso.

Quizá se dirá que el funcionario concursó horas, días o semanas después de haber dejado el puesto y que de alguna manera eso nubla la cláusula en que se prohíbe concursar a personal de la institución; o que Ilich no era el gerente de literatura sino un contratista o hacía su servicio social o, simplemente, que no hay cláusula que prohíba que el encargado de recibir los trabajos concursantes, respetar su integridad y difundir la convocatoria sea también concursante de última hora.

Pero, por favor, 2 más 2 son 4 y, sencillamente, no es aceptable que la persona encargada de coordinar un concurso resulte el ganador de ese concurso.

La treta de Ilich establece un preocupante antecedente. Si se le deja pasar, no faltarán otros Ilich en otros institutos, en otros estados, en otros momentos, que obtengan premios que ellos mismos coordinan.

Aclaro: no concursé. Pero es deber general cuidar que los premios literarios sean respetados y no sean convertidos en farsas.

Hay que competir con integridad. Ganar de verdad.

No soy ingenuo. Sospecho que no se corregirá esta violación ética y aun legal. Sé que mañana Ilich dirá en Alemania o Ecuador que ganó un premio binacional. Sé que Muñoz se congratula de que su empleado haya sido el ganador. Sé que le darán su cheque de 50 mil pesos, diploma y libro editado.

Y sé, sobre todo, que no olvidaremos este nuevo atropello a la democracia en la literatura nacional. Otro atropello más.

Declaración de las Editoriales Independientes Mexicanas

19/Junio/2010
Suplemento Laberinto

La primera Feria del Libro Independiente, que reunió durante 15 días a 50 sellos editoriales mexicanos en la Librería del Fondo Rosario Castellanos, ha mostrado la vitalidad de un fenómeno editorial con gran tradición en México y ha subrayado el papel de la edición independiente como un factor decisivo para la diversidad cultural.

Una lógica concebida cada vez más desde criterios puramente comerciales ha llevado, entre otras cosas, a un proceso de concentración empresarial en el mundo del libro que pone en peligro no sólo la producción local en México, sino también la bibliodiversidad, un valor reconocido internacionalmente por instancias como la UNESCO. En contraste con esta tendencia de alcance global, las editoriales independientes se distinguen por la producción de libros concebidos para leerse, para perdurar, dirigidos a los lectores y no exclusivamente a los consumidores. Libros con espíritu de riesgo, que apuestan por propuestas diferentes, por autores y temas heterogéneos, más allá de las modas y las prisas del mercado, y que de no ser por la existencia de estas iniciativas difícilmente podrían editarse y llegar a los lectores.

La experiencia de esta primera feria pone de manifiesto la fuerza que tiene el trabajo asociativo de las editoriales independientes, y también deja en claro que lejos de desvirtuar su papel y sus propósitos, la colaboración con instituciones públicas —en este caso el Fondo— ha resultado de provecho para ambas partes, y en particular para los lectores, quienes durante los quince días que duró la feria vieron ampliado significativamente su horizonte de lectura, con una oferta de más de 1,500 títulos que no siempre encuentran los mejores espacios de exhibición y distribución.

Los editores independientes participantes en esta primera feria declaramos:

Que la cultura —y en específico el libro y la lectura— deben considerarse un eje central del desarrollo y la transformación social, y que para ello es decisivo que se tomen en cuenta los proyectos alternativos que sirven de contrapeso —y en buena medida de resistencia— al giro, a veces avasallante, hacia la uniformización y hegemonía cultural.

Que la legislación en materia cultural debe ser equilibrada y velar tanto por los derechos de autor como los del lector, garantizando el acceso al libro y a la cultura escrita, y promoviendo aquellos proyectos que enriquezcan la pluralidad y la producción local.

Que a través de programas y acciones concretas ha de compensarse la enorme desigualdad en el intercambio del libro entre México y España, así como propiciar la circulación e intercambio en el orbe latinoamericano.

Que asumimos el compromiso, compartido con las instituciones públicas, de acercar el libro a los lectores y de colaborar en prácticas de fomento a la lectura que no sigan modelos verticales y autoritarios.

Asimismo, manifestamos:

Que como un colectivo horizontal y diverso de sellos editoriales nos interesa participar en la planeación de políticas y acciones públicas que hagan del libro uno de sus ejes rectores, en las cuales se respete la identidad de las propuestas independientes.

Que nos parece urgente la colaboración entre los muchos actores que intervienen en la cadena del libro a fin de establecer y aplicar políticas públicas que promuevan y al mismo tiempo den viabilidad a la industria independiente y nacional del libro.

Que es necesario impulsar la circulación del libro independiente en condiciones de equidad, a través de una mayor y más duradera exhibición de los libros mexicanos en las librerías del Estado, a través de medidas de fomento para librerías y editoriales independientes, y de permitir una representatividad activa de estas iniciativas en las estrategias actuales de promoción de la lectura.

Que es prioritario dar continuidad, aplicar y cumplir en toda su extensión la ya aprobada Ley del Libro, con la generación de programas específicos que impidan que sea letra muerta.

Que para las editoriales independientes los cambios tecnológicos en el mundo del libro y la facilidad de acceso e intercambio digital representan una oportunidad pero también un desafío, que entre todas las cosas obligan a un examen de las leyes vigentes en materia de derechos de autor y a repensar las estrategias de fomento a la lectura y la concepción misma del libro.

Por último, nos comprometemos:

A seguir enriqueciendo la bibliodiversidad con libros bien editados, audaces y diferentes, en los que se priorice la publicación de autores y géneros desatendidos pero de calidad.

A dar continuidad a los proyectos de difusión y distribución en conjunto de las editoriales, tanto a través de ferias itinerantes como de redes y alianzas solidarias, con el objetivo de lograr una mayor visibilidad del libro independiente a nivel regional y nacional.

A construir mesas de diálogo, análisis y trabajo entre las editoriales independientes y las instituciones públicas, para el diseño de una política del libro que reconozca y promueva su carácter plural y heterogéneo.

15 de Junio de 2010

José Saramago (1922-2010)

19/Junio/2010
La Jornada
José María Pérez Gay

¿Qué puedo decir de José Saramago en tres o cuatro cuartillas que no se haya dicho antes? Debo confesar que no sólo soy su amigo, sino también un lector adicto y confeso. Por lo demás, no sobra decirlo, estamos ante uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo. No puedo proponerme una revisión de toda la obra de Saramago, sino sólo de una novela me parece clave en su obra.

La obra de José Saramago ha cobrado como pocas obras literarias una vida propia de un enorme significado, se lee en cantidad de idiomas, es una referencia obligada en la historia de la literatura contemporánea. Su primera novela –publicada en 1947, a los 25 años de edad, tuvo una vida corta. Después de Terra do Pecado, treinta años más tarde, Saramago publica otra novela: Manual de Pintura e Caligrafia. No son muy frecuentes los escritores que han abierto un lapso de tiempo tan largo entre una novela y la siguiente. Sin contar desde luego A Clarabóia, un texto que nunca se publicó. Saramago hizo entonces muchas cosas: trabajo como editor, escribió en los periódicos, tradujo libros y escribió poesía. Y así después de treinta años irrumpe en el mundo de la novela con un resplandor que brilla cada vez más. Levantado del suelo (1980) es una novela que ya nada tiene que ver con aquella Terra do Pecado. Nuestra ignorancia de la literatura portuguesa es oceánica. Por ese entonces, 1947, en Portugal estaba vigente el neo-realismo Alves Redol publicaba Porto Manso –y empezaba el descomunal el Ciclo Port–Wine–, Alfonso Ribeiro, Escada de Servicio; Miguel Torga, Odes y Regio Historias de Mulheres e d’A Velha Casa. Al mismo tiempo se publican los Cuadernos de poesía; Jorge de Sena publica Coroa da Terra; Sophia de Mello Breyner, Dia do Mar y el joven Sebastiao da Gama publica Cabo da Boa Esperança. Los novelistas de otra generación siguen publicando: Ferreira de Castro, A La a Neve; Aquilino, O Arcanjo Negro y la aparición tardía del surrealismo de Lisboa, con Cesariny, O’Neill, Antonio Pedro y José Augusto França.

El año de la muerte de Ricardo Reis pertenece a un misterioso rango de la literatura: las obras únicas; es una novela que no se parece a ninguna otra: surge, se nutre y se agota en sus propios límites, hasta configurarse como un mundo alucinante y autosuficiente, aislado y ennoblecido por su propia singularidad. Ese proyecto novelístico, sin duda uno de los más apasionantes del Siglo XX, no se habría dado sin esa etapa decisiva, de creación literaria y de reflexión meta artística. Un ensayo de novela que encerraba toda la obra. Desde el principio de la novela, la historia es la propia novela, la de su propia escritura. Aquí se condensa también la historia de una ciudad, Lisboa, y de un país: Portugal. Ricardo Reis, un heterónimo, va en busca de su autor, Fernando Pessoa, uno de los mayores poetas del siglo XX. La sola idea es deslumbrante. Cada lector es otra novela; cada novela, otra novela. Cada vez que releo la novela, de golpe, se me vienen mil cosas encima: mi recuerdo tartamudea en alud amoroso, y en seguida se me aparece una ciudad blanca, cuyas calles y sus nombres son el mapa de la novela, no hay mejor descripción de Lisboa que El año de la muerte de Ricardo Reis, la ciudad del Tajo, la ciudad de Camöens y Eça de Queiroz. La Rua Garret, Rua do Carmo, la Rua nova de Almada, la Rua Serpa Pinto, la Calçada do Sacramento. Por la magia de Saramago, me detengo la Casa Havaneza y Ramalho Ortigao, a un lado del Café A Brasileira: “Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto, y bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camoes, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D’Artagnan premiado con unas corona de Laurel (…) Yo solo aproveché un resto de ellos, las palabras que hablaban de ellos. Explique mejor esa tan divina y tan humana confusión. Según la declaración solemne de un arzobispo, el de Mitelene, Portugal es Cristo, Y Cristo es Portugal. Está escrito allí, Con todas las letras, Que Portugal es Cristo y Cristo es Portugal, exactamente. Fernando Pessoa se quedó pensando un momento, luego se echó a reir, con una risa seca, cascada, nada grata de oir. Qué país, qué gente, y no pudo continuar, había ahora lágrimas verdaderas en sus ojos, Qué país, repitió y no paraba de reirse. Y yo que creía que había ido demasiado lejos cuando en Mensagem llamé santo a Portugal, ahí está San Portugal, y viene un príncipe de la iglesia, con su archiepiscopal autoridad, y proclama que Portugal es Cristo, y Cristo Portugal. Si esto es así, necesitamos saber urgentemente qué virgen nos parió, qué diablo nos tentó, qué judas nos traicionó, que clavos nos crucificaron, qué tumba nos oculta y qué redención nos espera”.

El Año de la muerte de Ricardo Reis admite, lateralmente, la interpretación de la historia que Pessoa y Reis soñaron; al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión. Desde un principio Saramago ya no tuvo por qué seguir optando entre el liderazgo y el martirio. Pocos autores, como Saramago tienen una literatura a la precisa escala civil. Esta armado –eso sí– de su inteligencia, su cultura y su prosa Es la suya una escritura democrática de un ciudadano y nada más, por excepcionalmente dotado que sea. Por esa misma razón puede escribir una novela como El hombre duplicado. En ese carácter tan democrático de su expresión no abundan sus antecedentes portugueses ni, mucho menos, españoles. Más que en modas anecdóticas o formales, en ideologías o en esquemas teóricos, la literatura en Saramago se dio en su respiración civil: un autor que no se siente un solitario entre la gente.

“La madurez de una vida, como la madurez del día –escribe Saramago– no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera. La obra de José Saramago, desde el Manual de Pintura y Caligrafia hasta el El ensayo sobre la lucidez ha permanecido siempre en el mediodía de su vida. A sólo unos meses de distancia, esta novela encarna una real aventura intelectual, un enriquecimiento, un momento de veras encarnizado de la cultura crítica contemporánea.

Cuando pienso en José Saramago, mi amigo, siempre recuerdo esa historia jasídica que cuenta Martin Buber. “Un forastero llegó a visitar al rabino Alejem y le preguntó: Rabino ¿qué es mejor, la inteligencia o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad, es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido la de la puerta de su casa “. Siempre he pensado y estoy seguro de que José Saramago, como muy pocos, tiene las dos llaves de su casa.


En recordación de Acteal

19/Junio/2010
La Jornada
José Saramago

Cada mañana, cuando nos despertamos, podemos preguntarnos qué nuevo horror nos habrá deparado, no el mundo, que ése, pobre de él, es sólo víctima paciente, sino nuestros semejantes, los hombres. Y cada día nuestro temor se ve cumplido, porque el ser humano, que inventó las leyes para organizarse la vida, inventó también, en el mismo momento o incluso antes, la perversidad para utilizar esas leyes en beneficio propio y sobre todo, en contra del otro. El hombre, mi semejante, nuestro semejante, patentó la crueldad como fórmula de uso exclusivo en el planeta y desde la perversión de la crueldad ha organizado una filosofía, un pensamiento, una ideología, en definitiva, un sistema de dominio y de control que ha abocado al mundo a esta situación enferma en que hoy se encuentra.

Sirva este largo preámbulo para explicar el estado de ánimo con que recibí la terrible noticia de la matanza de Acteal. Se nos decía cuarenta y cinco muertos en Chiapas como antes se había hablado de insurgencia en Chiapas y uno acepta el enunciado como si fuera un mazazo uno más que añadir al de ayer y al de mañana, una cuenta más en el rosario de crímenes del hombre contra el hombre. Sin embargo, la mañana que se publicó la matanza de Acteal mi casa se paró. Dijimos:

Tenemos que comprender. Debemos compartir. Y nos fuimos a México, a Chiapas, al centro del dolor y al corazón de nuestro pasado, al único lugar donde el conocimiento podía producirse. Fuimos a Chiapas y nos vimos reflejados en las miradas de los indios sobrevivientes de las matanzas de la historia, en los ojos negros de los niños mutilados, en la paciencia incomprensible de los ancianos que nos observaban, quizá queriendo comprender también ellos. Viendo a los indios chiapanecos descubrimos nuevos rostros de la lógica del poder, tan igual siempre, tan inmutable a lo largo del tiempo, de las generaciones y de los usos políticos.

Estuvimos en Chiapas. Vimos las casas de los indios, los campamentos de desplazados, los asentamientos provisionales y los considerados definitivos. Conocimos sus propuestas para el futuro, que para ellos siempre será imperfecto, y que están reflejadas en los Acuerdos de San Andrés que el gobierno suscribió y ahora no quiere respetar, y conocimos a Rosario Castellanos, la escritora que a pesar de haber muerto hace 24 años sigue siendo una embajadora de Chiapas, porque en sus novelas supo contar las vicisitudes de los indios y las tropelías de los blancos. Vimos al ejército mexicano con uniformes de campaña y equipado para iniciar una guerra. Vimos a los cooperantes internacionales asistiendo a niños desnutridos y a mujeres jóvenes que han perdido su dentadura y el cuerpo se les ha resquebrajado como se resquebraja el barro seco que sostiene sus pobres casas. Vimos la pobreza, la humillación, el dolor, pero también vimos la dignidad en las palabras del guerrillero que nos describía por qué decidió rebelarse y secundar el llamamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, último y quizá único recurso para frenar el lento genocidio que vienen padeciendo los indios de México y del resto de América.

Porque los indios de Chiapas no son los únicos humillados y vencidos del mundo: en los cinco continentes se repiten cada día situaciones de vejación y crimen contra grupos, etnias, pueblos, en definitiva, contra los pobres de los pobres, contra lo que el sistema imperante, el capitalismo autoritario que rige el mundo considera inútil para sus objetivos y por lo tanto, descartable, saldo, material de derribo susceptible de eliminación sin pagar por ello. Sin que los auténticos responsables paguen por ello, como una y otra vez estamos viendo. Sin embargo, en Chiapas se ha dicho basta. Los indios se han organizado para combatir y negociar. En torno del subcomandante Marcos, han plantado cara al gobierno y han dado una lección de dignidad al mundo y esto no es retórica. La decisión firme de vivir otra vida la percibimos en los hombres y mujeres con las que hablamos, en la firmeza y en la rotundidad de gestos y palabras, en la nueva concepción que de ellos mismos tienen. Los indios han asumido para ellos el proyecto de Zapata, y zapatistas ellos, es decir, bajo la bandera de Tierra y libertad que Zapata esgrimió, seguirán combatiendo al gobierno, al latifundio, al capital, a la concepción de la historia que los considera superfluos, especie por extinguir.

Fuimos a Chiapas. Recogimos impresiones, conocimiento, emociones. Compartimos el dolor y las lágrimas. Como otros que fueron antes los que irán en el futuro. Sabemos que tenemos la obligación de contar lo que vimos, decir los nombres de los niños, de los cooperantes, de las personas que se hicieron indias para poder sentir como los indios y así comprender mejor. Vinimos cargados de nombres, Jerónimo, Pedro, María, Ulises, Samuel, Marcos, Rafael, Ramona, Rosario, Carlos, nombres castellanos para una gente antigua y contemporánea.

Chiapas no es una noticia en un periódico, ni la ración cotidiana de horror. Chiapas es un lugar de dignidad, un foco de rebelión en un mundo patéticamente adormecido. Debemos seguir viajando a Chiapas y hablando de Chiapas. Ellos nos lo piden. Dicen en un cartel que se encuentra a la salida del campo de refugiados de Polho: Cuando el último os hayáis ido, ¿qué va a ser de nosotros?

Ellos no saben que cuando se ha estado en Chiapas, ya no se sale jamás.

Por eso hoy estamos todos en Chiapas.

Texto publicado en La Jornada el sábado 10 de octubre de 1998

El Saramago de La Jornada

19/Junio/2010
La Jornada
Elena Poniatowska

José Saramago es múltiple y esplendoroso. Abro los Cuadernos de Lanzarote, una isla frente a las costas de África que Carlos Fuentes describe como un cráter del mar, que a mí me conmovió, porque en medio del paisaje negro, hirviente, los habitantes se las han arreglado para sembrar uvas, a las cuales les hacen casita para que no las desenraicen los vientos y las separen de su balsa de piedra. Leo cómo desde 1993 Saramago viaja a Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro. Recibe premios, ofrece conferencias, asiste a ferias, participa en mesas redondas, es jurado de concursos literarios... y entre tanto se las arregla para regresar a casa y escribir Ensayo sobre la ceguera a la sombra de Pilar, que también le hace casa, ahora más que nunca, contra la agitación furiosa de la celeridad.

Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.

Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. Millones de personas viven un atentado a su dignidad, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.

La voz de los más pequeños

Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar los más pequeños. ¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)

La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.

Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir.

La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: ¿De qué se están alimentando esas personas? Y se respondió: Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas.

El Nobel más querido

Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.

En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.

Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.

Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias.

Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras.

Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.

La mirada del alma

Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.

Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros, dice Saramago. Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda.

Y añade. Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad.

La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.

Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.

El mundo está oscuro

Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.

En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.

Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.

Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser, y abogó por una revolución de la bondad.

Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro.

Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes.

El año de la muerte de José Saramago

19/jUNIO/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

No sé si las barbaridades con que los lectores de periódicos virtuales reaccionan al pie de los artículos sean fieles a alguna clase de espíritu —democrático y horizontal—, del tiempo que nos va tocando. Sospecho que no: que más bien es una sola clase de lector quien desespera por emitir una opinión y que, por lo mismo, no es el más reflexivo.

Tengo la impresión de que la cobertura electrónica de la muerte de José Saramago —una noticia, en realidad, de una sola línea: “José Saramago no va a escribir más”— ha sido víctima de la misma urgencia que le resta legitimidad a lo que el escritor Emiliano Monge llama “el bloguetariado”: como supone reacciones inmediatas, agrega a lo único que hay de sustancia en la noticia elementos más bien anecdóticos que aderezan la duración de la nota.

Se ha hablado ya por 24 horas a este momento del estalinismo del escritor portugués, de su feroz oposición pública a la política exterior de Israel, de su angustia frente a un mundo que, contrapronóstico, se volvió posnacional siguiendo a los CEO de las grandes corporaciones y no a sus trabajadores —que dependiendo del país en el que vivan, siguen igual de apretados que antes. Y la verdad es que ninguna de las opiniones de Saramago tendría más importancia que la de alguno de los abuelos mediterráneos de izquierda o derecha, de no ser porque escribió novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis o La isla de piedra.

No tengo idea —no la puedo tener— de la fruición con que Saramago escribiría sus artículos periodísticos, mucho menos del tipo de viaje de adrenalina en que lo colocaría declarar en grande durante sus frecuentes tours ideológicos, pero la hiperproductividad literaria con que se convirtió en un escritor global a partir de sus 40 años me hace suponer que no le dedicaba al asunto más cabeza que la que le dedicó —antes del reconocimiento— a la venta de seguros. Ser radical no era su trabajo, sino lo que le permitía ejercerlo.

Saramago era novelista, y uno espléndido, aun si algunos de sus libros tardíos agregaban a lo obvio —El hombre duplicado simplificaba tanto los dilemas del liberalismo que recordaba más a Michael Ende que a Thomas Mann— y algunos de los tempranos eran demasiado duros para la parte gruesa de sus lectores: recuerdo la lectura que hice hace muchos años de la edición de Seix Barral de Memorial del convento como una revelación indudable, durante la que costaba mantenerse despierto.

El magisterio de un autor se puede medir por las libertades que le dejó a los que le siguieron y la de Sarmago es una herencia cuantiosa a un nivel que tal vez todavía no podamos descifrar. Fue un escritor duro, tan leal a sus estrategias discursivas, que en lugar de adaptarse a los lectores, forzó a una generación a entenderlo. Descubrió que una frase puede tener tantas cláusulas como las que requiera el autor para decir lo que tenía que decir; cambió la forma en que se encara el diálogo entre los personajes de un relato; resucitó al punto y coma, que tal vez represente el único tipo de pausa que podemos tolerar los pasajeros de la posmodernidad; liberó a la escritura de convenciones ortográficas que nadie ha vuelto a extrañar: si Alejandro Rossi decía que cuando veía un “mas” sin acento sacaba la pistola, Saramago nos enseñó que la escritura amplifica tanto la realidad que no requiere signos de admiración, ni de interrogación, ni comillas. Renovó los parámetros de la tradición fantástica regresándola a su origen kafkiano y demostró que la novela es irremediablemente política.

Dice José Emilio Pacheco que a los escritores, como a los toreros, hay que recordarlos por sus grandes tardes. Tiene razón: ni el genio habita a nadie a lo largo de toda su vida, ni un autor está obligado a nada más que a ser fiel a sus ideas y la voz con que le costó tanto trabajo aprender a enunciarlas. La muerte de Saramago representa el silencio de toda una concepción de la escritura, pero no su desaparición; está en la lista de los autores que, otra vez, nos enseñaron a contar.

jueves, 17 de junio de 2010

Así escribo (Cristina Rivera Garza)

Junio/2010
Nexos
Cristina Rivera Garza

Tendida como bandida

a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del statu quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.

b) Tendida como bandida:

Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la Chac Mool, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y blogeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La laptop en plexo.

c) La cosa del pasado:

No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí van a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.

d) Sobre ruedas:

No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es una de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del coctel al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la laptop y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar alguno que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.