sábado, 1 de mayo de 2010

El poeta más importante de América hoy

1/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Un lector me pidió responder esta pregunta: ¿quién es el poeta más importante del continente?

Pregunta difícil para un continente que por fortuna carece de una tradición poética unitaria. En portugués y español, desde el concretismo y el neobarroco la tradición lírico-romántica —que daba unidad a la “poesía hispanoamericana”— se ha debilitado. Aunque el mito de una “poesía hispanoamericana” sigue vivo.

Con internet, la aparición de microclimas poéticos o escenas autónomas —por ejemplo, la poesía visual— ha estimulado una pluralidad cuya desventaja es la falta de visibilidad y cuya ventaja es la fertilidad de lo que se desvía.

Entre la poesía del inglés y el español, la telefonía tarda décadas. Y la fragmentación interna de cada idioma literario crece anualmente.

En inglés, desde antes de mediados de siglo XX no se puede hablar de una poesía norteamericana. Desde la poesía de ego-verso caucásico hasta la del etno-testimonio, cada poesía estadounidense tiene su cuarto aparte.

Sus propias editoriales, departamentos académicos y segmentos de lecto-mercado. Hoy es imposible unificar la historia de la poesía norteamericana.

La poética en América está descentralizándose. Al pensar quién es el poeta vivo más innovador del continente y, por ende, el más importante, vienen a la mente Nicanor Parra, Charles Bernstein o José Kozer. Pero esas referencias no necesariamente contienen la respuesta.

Una de las rutas más intrépidas que se han abierto en el último cuarto de siglo es la poesía indígena contemporánea.

De ahí proviene el mayor acontecimiento poético del continente, no sólo por su visión poética —tan aparentemente sencilla como histórica y emotivamente densa—: Humberto Ak’abal.

Ak’abal nació en Guatemala y es un poeta maya-quiché bilingüe. Haroldo de Campos decía que “el arte poético de Ak’abal convierte el español en una lengua que tiene más de oriental que de occidental” debido a su poesía basada en percepciones que contejen paisaje y pensamiento. Pero habría que precisar que lo que Ak’abal sintetiza es la cosmovisión indígena con la poesía moderna.

Si tuviera que elegir un texto suyo, recomendaría “Ausencia recuperada”, una prosa breve suya en que resume su vida —pobreza y persecución— y su llegada a la poesía. Recomendaría esta prosa porque sus poemas, ¡todos son entrañables!

Ak’abal escribe en maya y español: es dos poetas. Entre sus libros destacan Con los ojos después del mar, Todo tiene habla y Ovillo de seda.

A pesar de su grandeza, todavía no ha recibido en Latinoamérica todo el reconocimiento que merece, debido a prejuicios sobre las letras indígenas y a la falta de ediciones de mayor circulación. Además, Ak’abal es un ser extraordinario. A veces es un hombre melancólico, otras un sabio y, en todo caso, un poeta de nuestro tiempo.


Encanto y crítica

1/Mayo/2010
Periódico Milenio
Ariel González Jiménez

Siempre que los críticos se empeñan en mostrar sus categorías y metodologías para abordar una obra literaria, corren el riesgo de alejarse del criterio más válido y universal, que es el del lector. Puede ser que el conocimiento que tienen aquéllos de una obra se traduzca en finas y acuciosas observaciones, en profundos análisis de contexto y estructura del objeto de estudio, pero es un hecho que su sapiencia nunca podrá competir con la frescura y desenfado con que este último es capaz de juzgar una novela o un cuento.

Ahí donde el crítico dice, por ejemplo, de una novela, que es un “deslumbrante ejercicio de estética minimalista”, un lector razonable puede apuntar: “Es una obra bella y sencilla”. O bien, simplemente, “me gusta “. No parece mucho a los ojos del especialista, pero suele ser suficiente para que un autor y su obra trasciendan.

El escritor francés, Julien Gracq, lo dice de este modo: “A partir del momento en que existe un público literario (es decir, desde que hay literatura) el lector, que tiene delante una variedad de escritores y obras, reacciona de dos formas: con un gusto y con una opinión. Cuando se ve cara a cara a solas con un texto le salta ese mismo resorte interior que nos funciona por dentro, porque sí, cuando conocemos a una persona: «le gusta» o «no le gusta»; es o no lo suyo…”.

Apenas ayer leí un texto donde Enrique Vila Matas recupera —de Fernando Savater, quien también se ocupa de ello— la noción de encanto para definir lo que en suma hace que no podamos abandonar una lectura. Si una obra lo posee, todo lo demás parece salir sobrando. Sin embargo, no faltan los problemas en torno de este asunto. ¿Qué pasa cuando nos topamos con un clásico que parece no tenerlo? ¿Debemos abandonar su lectura sin importar que nos estemos perdiendo de algo que ha sido valorado por la crítica como un texto indispensable? ¿O debemos seguir el práctico consejo que no pocos escritores ofrecen: si un libro no te atrapa en las primeras líneas o páginas, déjalo?

Por una parte, muchas obras resultan encantadoras porque contienen una gran ligereza. Leerlas es como escuchar un ritmo pegajoso o saborear algo agradable al paladar que no requiere de mayor capacidad degustativa. Por la otra, hay también obras a las que sólo podremos acceder concentrándonos durante muchos días y noches. Leerlas equivale a escuchar un largo concierto o a poner a prueba nuestro paladar frente a una compleja preparación culinaria.

No obstante, desde hace mucho se acepta que el valor de la sencillez no está reñido en materia literaria con la calidad ni con la maestría en su ejecución. Pero los clásicos, para serlo oficialmente (o académicamente, que es muchas veces lo mismo) no tienen por qué ser sencillos ni complejos. Pareciera de pronto que ganan su estatus a fuerza de la relectura, algo en lo que ya reparó Italo Calvino en su famoso Por qué leer a los clásicos: “Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…». Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro”.

Luego vino Augusto Monterroso, quien generalizó (burlonamente) esta definición para todos los intelectuales y gente culta que, efectivamente, nunca están leyendo por primer vez una obra (¡qué va!), sino siempre releyendo. Parte extrema de este bluff son quienes aseguran haber leído (aunque no se les note por ningún costado) todos los clásicos por los que se les pregunta. Son gente de una sabiduría aparte (por ficticia), que finalmente siempre son descubiertos como ridículos farsantes o pequeños estafadores de la buena fe de sus auditorios.

Ahora bien, más allá del legítimo encanto literario que cada uno es capaz de encontrar, y de la incuestionabilidad de algunos clásicos (encantadores o no), corren tiempos en que las grandes editoriales y el marketing nos intentan imponer una percepción acerca de las obras que se supone “marcan nuestro momento” o que de plano ya fueron entronizadas como “nuevos clásicos”, “lecturas imprescindibles” y demás patrañas.

Gracq sabía perfectamente lo que decía, cuando ya desde mediados del siglo XX —sin saber todavía del impacto global de las nuevas tecnologías y medios: “De una semana a otra, las brújulas de los críticos apuntan por turnos hacia todos los horizontes de la rosa de los vientos, vientos que dan ganas de calificar, como poco, de variables flojos. Estamos en una época que, pese a la evidente plétora de talentos críticos (quizás sea ésta su marca más característica), parece más incapaz que cualquier otra para empezar a seleccionar por sí misma su propia aportación. No sabemos si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario”.

Por eso hay que confiar en el encanto, pero sin echar por la borda la historia y la información puntual de las obras y sus autores. Contra la sensibilidad natural del lector y la pertinaz presencia (a veces de siglos) de diversos clásicos, nada pueden los inventores de genios literarios de ocasión.


martes, 27 de abril de 2010

Ansextonización literaria

27/Abril/2010
Periódico Milenio
Cristina Rivera Garza

No fue hace mucho en realidad que el medio literario se debatía entre otorgar o no el estatus de literario a obras que se realizaban, y esto sin ambages, alrededor del yo. Todavía no estaba de moda lo autobiográfico y faltaba algo de tiempo para que el non-fiction estableciera su reinado a través de los variados usos de plataforma 2.0. En América Latina, por ejemplo, el debate se llevó a cabo a través de la así llamada literatura testimonial que, desde un inicio, se movió hacia la izquierda y se alió con las que ahora llamaríamos subjetividades subalternas: mujeres, indios, negros, niños, gays y queers. En Estados Unidos sus representantes más explícitos fueron a menudo minorías y mujeres. La poeta Anne Sexton reinó sin lugar a dudas sobre todos ellos en sus orígenes con una poesía eminentemente confesional donde los rastros de su vida física y psicológica eran evidentes. El statu quo en todo caso veneraba la tercera persona del singular —el objetivo él o ella detrás del cual quedaba oculta la historia personal— y aducía que la primera persona —el subjetivo yo que mostraba y se mostraba en cada historia— exhibía una relación primeriza si no es que torpe o, peor aún, nula con el lenguaje. Resultaba común oír entonces, y esto como un argumento en no pocas ocasiones académico, que las distintas narrativas del yo —de la confesión al testimonio, de la autobiografía al diario— le restaban valor a lo literario o no alcanzaban el valor de lo literario, como si lo literario hubiera sido o fuera una forma de plusvalía, un valor añadido a fuerza de esdrújulas y citas cultas. El hecho de que mucha de esta literatura fuera escrita por hombres y mujeres pobres o raros, con tonos de tez oscura y sexualidades diversas que, además, tomaban la pluma, o el teclado, sin el amparo del pedigree de las distintas élites hizo que la causa se volviera, desde un inicio, polémica. ¿El yo? Puaf. Asunto de mujeres o iletrados. Último recurso de la chabacanería. Materia prima, si acaso. Sentimentalismo. Experiencia en bruto y bruta. Inocencia. Next.

Les cuento, por supuesto, de otro mundo. Era otro siglo. La gente mandaba cartas en hojas manuscritas y utilizaba la lengua para humedecer los timbres postales. Si tenía prisa, esa misma gente enviaba telegramas: 30 palabras de no más de 10 caracteres por texto. Oulipo eterno. Todavía no existían los teléfonos celulares y el servicio de Telmex, tan malo entonces como ahora, ciertas cosas no cambian nunca, reducía el número de aparatos a unos cuantos por cuadra. Nos comunicábamos, todo parecía indicarlo así, a través de una forma ancestral aunque efectiva de telepatía. Llovía a sus horas y en el verano. Paz estaba vivo todavía. Nadie menor de 40 publicaba en Fondo de Cultura Económica y pocos en realidad podían atravesar sus puertas. Los que nacíamos en provincia nos íbamos al DF para poder estudiar o cotorrear, como entonces se decía, a gusto. Unos cuantos editores decidían qué y cómo y cuándo se publicaba en el país.

Bueno, el tiempo pasó, como dicen los narradores. Yo me resistí a todo, pero igual caí en todo: del blog al Twitter, pasando por el celular. Me convertí, y esto lo digo con gusto, en una integrante más de esas hordas que tomaron a la pantalla por asalto y se saltaron, no sin una risilla cómplice, las viejas jerarquías. Como todos los que han hecho de la plataforma 2.0 su casa, también caí en el yo. El yo del non-fiction. El yo que, siendo a de veras, es como siempre una invención. Y viceversa. Hasta llegué a armar talleres sobre la novela de lo cotidiano —que no era otra cosa más que la aplicación de los principios del blog al papel. La materia de la novela es la materia de todos los días, dije en no pocas ocasiones. Lo que hace la estructura de la novela es filtrar.

El caso es que mientras caía con gusto y gracia en las jornadas disímbolas del alfabeto del yo, me fui dando que los compañeros de viaje no sólo iban en aumento sino que también empezaban a ser distintos. Enrique Serna, que había escrito al menos dos novelas históricas con gran aceptación de la crítica y el público lector, incluyó un capítulo personalísimo en Fruta Verde, su libro todavía más reciente. Xavier Velasco publicó Este que ves, en cuya portada decidió colocar un óleo que, según creo recordar, colgaba en las paredes de su casa paterna. Jorge Volpi escribió unas memorias a las que intituló El jardín devastado. Y, más recientemente todavía, Rafael Pérez Gay entregó un libro híbrido, un libro que me atrevería a calificar de experimental, en el que yuxtapone con acierto la crónica, la investigación histórica, el relato de viajes e, incluso, acaso sobre todo, el relato íntimo. Es un libro que, justo como la vejez que persigue amorosamente y atestigua con rigor, dubita y tiembla. Cosa viva. Letras como honda y como piedras. En Nos acompañan los muertos Rafael Pérez Gay es Rafael Pérez Gay y, cuando se echa a llorar, al lector le quedan pocas alternativas además de echarse a llorar con él.

Todo parecería indicar que los autores más diversos hacen ahora lo que la filósofa argentina, Sibilia, argumentaba que hacen los no-autores de la era digital: una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que cientos de miles de seres poshumanos se lancen a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante a través de las distintas posibilidades que ofrece el soporte Web 2.0. Y, en el proceso, pasa lo que tenía que pasar: hombres y mujeres, raros o no, subalternos o no, descubren, o reclaman, que tienen un yo y que ese yo también tiene una historia —personal, íntima, con frecuencia sentimental— que contar y, naturalmente, la cuentan. Estamos presenciando, y digo esto con profunda seriedad, la annesextonización de la literatura mexicana. Interesante resulta por supuesto que, ahora que el yo es masculino, los debates alrededor del valor literario de estos libros pasen por otro tamiz. Es otra época, en efecto. Las reglas, aunque poco pero por fortuna, van cambiando. ¿Mi veredicto? Si el asalto a la primera persona del singular se sigue dando como en los cuatro libros citados arriba, yo los seguiré leyendo.

lunes, 26 de abril de 2010

Las tres plagas

26/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Durante el tiempo que he escrito esta columna no he sabido conducirme con orden y me he inclinado por la digresión y la libertad en el escribir antes que intentar convencer a los pocos lectores que me quedan de alguna clase de verdad. Se puede decir que soy un relativista que a veces se comporta con imprudencia y da juicios que en ocasiones pueden parecer extremos u hostiles, aunque en mi defensa puedo decir que cada una de las opiniones que expreso en este espacio son consecuencia de la reflexión. Como penitencia me impuse leer lo escrito en esta columna desde que se inició hasta los días que corren y me he percatado de que mis preocupaciones no han variado gran cosa y que en cuestiones de moral pública sigo pensando más o menos lo mismo. Y vuelvo a insistir -como creo que lo haré hasta que la muerte me haga el honor de tocar a mi puerta- en que nuestro país sufre el acoso de tres plagas que amenazan con no marcharse jamás hasta que pongamos el remedio sea por el medio que sea. Las describo brevemente, sin retórica ni estadística.

La primera plaga se describe de manera tan sencilla que hasta una estatua podría comprender su descripción: es necesario que los malos no nos engañen haciéndonos creer que son los buenos. No son los narcos el enemigo más importantes de nuestra sociedad. Eso es una falacia y también un señuelo. Es la policía corrupta e inmoral que tiene como objetivo brindarnos seguridad la que ha puesto en peligro la idea de un estado sólido. No son confiables. El gobierno tiene como fundamental obligación proveernos de buenos policías y castigar de manera extrema a estos malhechores. Contra ellos debe llevarse a cabo la verdadera guerra. No sé de qué manera podría realizarse acción tan importante, pero es necesaria la denuncia ciudadana y el escarnio público, señalar a sus familias, quitarle derechos a quienes los rodean, hacerles ver que ninguna pena es suficiente para paliar el daño que realizan oscureciendo el rostro de la justicia y sembrando la desconfianza.

La segunda plaga son los empresarios que carecen de responsabilidad social. Van contra de uno de los principios de Rawls que más aprecio. Si vas a enriquecerte debes crear bienestar para el resto de las personas de tu comunidad o por lo menos no hundirlas más ni aprovecharte de su indefensión. Los monopolios de televisión no tienen derecho a una señal abierta en tanto sigan divulgando basura y lucrando con una población inocente a la que el estado no ha podido dotar de una buena educación básica. Mientras esto no se remedie toda programación tendría que ser transmitida por cable (eso es en verdad libre mercado) y que cada quien decida la clase de entretenimiento que desee consumir. Otro ejemplo que se me ocurre es el hecho de que una cadena de tiendas y restaurantes ha sustituido a las librerías tradicionales, pero con la enorme variante de que a diferencia de las segundas promueve libros malos que poco hacen para estimular la reflexión o la cultura de los mexicanos. Entre estas tiendas y las librerías cubanas donde no existe más que literatura “conveniente” no existe casi ninguna diferencia. Son sólo dos casos, pero sobran ejemplos.

La tercera plaga a la que me referiré es de todos conocida. La muerte de la representación pública en manos de los partidos políticos. Ocupados en sus propios intereses, en el ascenso jerárquico de su posición, en su bienestar económico no son capaces de unirse ni de acordar medidas para remediar los problemas que cualquier persona podría enumerar sin ningún apuro. Buscar alternativas a estas instituciones de ideología imprecisa, esmeradas en la corrupción y, además, objeto del más grande desprestigio, es una tarea a la que sin duda deben avocarse los ciudadanos. Los políticos siempre han sembrado la desconfianza y no han sido el medio natural para la transición hacia una democracia moderna. Carecen de imaginación y de compromiso. Organizaciones civiles, gremios, resistencia, concertación pública, asociaciones de consumidores, consejos vecinales, redes sociales, grupos de intereses comunes que a la vez sean abiertos y participativos, alternativas para la acción política, todo menos partidos políticos y legisladores que sólo sirven a sus jefes y a la satisfacción de sus propios intereses.

El periodismo cultural atraviesa por cuatro crisis: Ricardo Cayuela

26/Abril/2010
El Universal
Salvador Frausto Crotte

Ricardo Cayuela Gally dice que el estado de salud del periodismo cultural es, en general, muy malo, y que atraviesa por al menos cuatro crisis. La de la pérdida de lectores sería la primera. “El nivel cultural de la gente es bajísimo. ¿A quién carajo le importa qué? Nadie ha leído nada, a nadie le interesa absolutamente nada”.

El jefe de redacción de Letras Libres, revista que dirige Enrique Krauze, considera que la escasez de lectores ha hecho que muchas publicaciones naufraguen y que una buena cantidad de escritores y artistas carezcan de una vitrina donde dar a conocer su trabajo.

La segunda crisis sería “la de formatos”. Cayuela asegura que “el papel está de salida. El papel imponía ciertos códigos y hasta géneros que ahora están en crisis por la irrupción de internet. El periodismo cultural escrito no ha sabido hallar un papel cómodo en el periodismo cultural en internet. A quien más ha perjudicado el cambio de formato es, quizá, al periodismo cultural”.

Cayuela, de 41 años, mece con los dedos su melena, mira al ventanal de la oficina que ocupa en el edificio de la revista que edita desde su fundación, hace más de una década, y continúa la exposición que de seguro ha meditado desde hace tiempo. “La tercera crisis es la de los propios generadores de periodismo cultural”. Habla de la falta de imaginación de editores y reporteros, de la proclividad a las modas comerciales, del culto a los premios, del apego a las efemérides, de las condicionantes externas.

“¿Por qué hacer una revisión de la obra de Juan Rulfo cuando cumple 50 años de muerto y no ahora mismo? El periodismo cultural no debería requerir de una excusa periodística, sino lanzar sus propias discusiones”. Explica que la comunidad crítica debe estar al servicio de las redacciones y no a la inversa, porque ello hace que las publicaciones se sometan a intereses externos. “La agenda cultural deben determinarla los editores y no estar ceñida a calendarios”. En su idea, los medios serían los responsables de abrir los debates contemporáneos y no convertirse en reproductores de la agenda de las instituciones culturales, ya sean de carácter público o privado.

La cuarta crisis sería la de los propios creadores. “Tenemos una clase artística e intelectual muy consentida, por becas, por puestos oficiales, por beneficios de las publicaciones del Estado. Hay una cierta impunidad: no puedes decir lo que quieres decir porque te llaman a cuentas. La materia prima del periodismo cultural es muy difícil”, dice Cayuela. Los creadores, entonces, deberían tener condiciones para poder expresar con mayor libertad lo que quieren, para así elevar la calidad del periodismo cultural. Y culpa, en parte, al gran proveedor de recursos. “El Estado gasta millones de pesos en patrocinar a los creadores, pero no apoya a las publicaciones vía publicidad. ¿Y entonces dónde se van a reseñar los libros, dónde se van a dar a conocer las creaciones? El Estado ha pecado de una ceguera casi diría que imperdonable”.

Entrevista con el entrevistador

Recién comenzó a circular en México La voz de los otros (Barril & Barral), libro donde reúne quince conversaciones con personalidades de la cultura contemporánea. El ex jefe de redacción de La Jornada Semanal dice que sus entrevistados son gente con algo importante que decir sobre “las claves del mundo”.

Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Enrique Krauze, Sergio Pitol, Fernando Savater, Jorge Semprún, Ryzard Kapuscinski, Ayaan Hirsi Ali, Jon Juaristi, Carlos Franqui, Teodoro González de León, Manuel García y Griego, Adam Michnik y Roger Bartra hablaron con Cayuela sobre sus respectivas obras, pero también acerca de los temas del debate contemporáneo. Las entrevistas contenidas en el libro fueron publicadas originalmente en Visceversa, La Jornada Semanal y Letras Libres.

A Vargas Llosa le preguntó, en 1993: “El siglo XX estuvo dominado por la idea de la revolución y, en buena medida, por el pensamiento socialista. ¿Qué es lo que queda de él, qué es lo rescatable, qué es lo que podemos heredar?” Formulo la misma pregunta a Cayuela; él responde: “La enseñanza del siglo XX es que casi todas la revoluciones fueron contraproducentes, destruyeron más de lo que crearon, salvo la Revolución femenina, que fue pacífica, que es celebrable. El pensamiento socialista, en su esencia básica, es ético, como la idea de fraternidad en el caso de la Revolución francesa”, dice el autor de La voz de los otros.

“Parafraseando el inicio de Conversación en la catedral, ¿podría decirnos cuándo se jodió la Revolución cubana?”, le preguntó Cayuela al escritor peruano hace 17 años. El jefe de redacción de Letras Libres contesta a idéntico cuestionamiento: “La Revolución cubana nació jodida, es una cosa tristísima. Todos crecimos con el mito de los barbados jóvenes, rebeldes y hasta hermosos dirigentes que echaron a una dictadura siniestra y horrible como la de Fulgencio Batista, pero en el germen de esa revolución estaba ya el caudillismo de Fidel Castro, el autoritarismo, la violencia. Es una revolución que se traicionó a sí misma. La gente apoyó a Fidel porque dijo que haría vigente la constitución del 40 y que convocaría a elecciones, y no cumplió”.

En 1996, Carlos Fuentes recibió a Cayuela en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México. “¿Qué queda de la palabra ‘utopía’, cuál es su enseñanza, su vigencia?”, preguntó el autor de La voz de los otros, quien años después tiene una opinión sobre el mismo tema: “La gente necesita un espacio de anhelo mental, de mejora mental, es difícil ser sólo un racionalista: tener familia, trabajo, vocación, ser buen padre, buen hijo, buen compañero de trabajo. Estos son anhelos pequeñoburgueses, muy respetables, pero en el fondo es una idea del mundo muy pequeña. Las utopías, que sustituyeron en el siglo XX a las ideas de las religiones, provocan pensar más ampliamente, que la vida no sea sólo pequeños progresos. Ese anhelo, aunque es irrealizable y hasta peligroso, pero necesario en la vida cotidiana, tiene un componente de trascendencia”.

Ateo por tradición

Con Fernando Benítez conversó en 1996 sobre las divinidades. “Dios ocupa una idea cero en mi vida –dice Cayuela–. Soy nieto de una familia atea, es raro, porque la mayoría de las familias conservan algo de tradición religiosa, aunque tengan por ahí un hijo díscolo. Yo ni siquiera estoy bautizado. Si te educan en el ateísmo es muy difícil creer, ves tan claro el cuento, el montaje, lo ves desde tan fuera que cómo vas a creer. Pienso en la religión católica, que me parece la más atractiva, la más humana, la que siento más próxima y a la que pertenezco en muchos sentidos, culturalmente. ¿Pero cómo vas a creer que Dios se hizo hombre, que resucitó a los tres días, que nació de una mujer virgen? Creer en eso me parece imposible, porque estoy fuera de ese discurso”.

Cayuela visitó a Fernado Savater en su casa de Madrid, en 2002. “¿Cuál es la premisa básica de la modernidad?”, le preguntó. Ante el mismo cuestionamiento, el editor de Letras Libres responde: “La libertad individual”.

“Por último, y volviendo al inicio de nuestra charla, ¿puede decirse que la exigencia ética ha estado siempre en minoría frente a la realidad histórica mayoritaria?”, preguntó Cayuela a Savater.

Ocho años después, el experimentado editor contesta al cuestionamiento formulado por él mismo hace ocho años: “Hay siempre un pequeño grupo que quiere trascender a la realidad, mejorarla. Hay gente y momentos que dan pasos hacia el desarrollo ético de las naciones, como quienes lucharon contra la esclavitud y generaron un discurso que inició en un pequeño grupo pero que después se convirtió en un discurso más extenso. Es como el discurso social de la izquierda del Distrito Federal, que ha empujado para que los homosexuales puedan ejercer todos sus derechos, casarse, heredar, adoptar, y esa es una exigencia ética de una minoría que poco a poco irá extendiéndose, como lo hizo el tema del divorcio en un tiempo. Hay una agenda social que promueve las libertades individuales que encabeza el gobierno del Distrito Federal y que, por extraño que parezca, ha ido avanzando”.

sábado, 24 de abril de 2010

Bienvenidos a mi Book Boutique

24/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Sueño con que pronto exista cerca de mí una Book Boutique.

En una Biblio-Boutique habría estantes llenos de libros hermosamente confeccionados —diseños variados y pastas de buena calidad— y, sobre todo, computadoras para revisar —entre música y pastel— MyAmazon.com —el sitio que en mi utopía privada sustituirá a Amazon— con tal de elegir qué libro ordenar.

Cada Book Boutique tendrá acceso al catálogo mundial del libro, que posee archivos electrónicos de todos los textos habidos y por haber, para nosotros, los ávidos de Babel.

Llegó el funesto momento: el elector será el editor.

Una vez que escoja un texto, el empleado de la Book Boutique lo imprimirá y encuadernará con la portada que yo mismo elegí o él me sugirió —gracias a las distintas opciones de diseño— y dentro de unos minutos (u horas, en casos especiales) mi libro queda listo.

(O lo ordeno desde mi casa y sólo paso a recogerlo).

La tecnología que cada Book Boutique posee para hacer libros in situ fue financiada por las empresas editoriales que percataron que no podían negar el libro virtual y, al mismo tiempo, reconocieron que muchos lectores aún desearán libro objetual.

La Book Boutique sustituirá a la librería, donde sólo hay pocos títulos y uno ¡no puede hacer sus propios libros!

Todos los libros estarán sujetos a rediseño. Por ejemplo, en una Book Boutique yo puedo hacer un libro mixto. Elegir unos ensayos de Habermas en las primeras 120 páginas, luego 20 páginas de poemas de Vallejo y como apéndice unas páginas de un número clásico de Playboy.

Cuando le pido al librero imprimir y encuadernar juntos estos textos advierto que no le gustó mi combo.

Le explico que quiero este libro para llevármelo a un vuelo Tijuana-D.F.

“Tengo que leer los ensayos de Habermas pero como no lo soporto quiero tener poemas de Vallejo a la mano”. No me atrevo a explicar las últimas páginas.

Los propietarios del print-right recibirán su porcentaje cada vez que el sistema mundial del libro reciba una orden de impresión desde una Book Boutique certificada.

(Podría imprimir en papel hoy el nuevo libro de Clemente Padín digi-editado en Uruguay ayer).

Para que la Book Boutique sea realidad se necesita que las editoriales inviertan en tecnología y capacitación para digitalizar, crear opciones de formatos y materiales prefabricados y, además, que las librerías se transformen en talleres de impresión y encuadernación y, a la vez, muestrarios de libros. Rehacer la industria entera.

El éxito dependerá no sólo de la tecnología y rapidez para hacer los libros que el cliente (diestro) elija del catálogo sino que las recomendaciones (para el inexperto) se vuelven la clave del libro a pedido, libro a la carta o libro personalizado.

La Book Boutique pondría el libro digital al servicio del nuevo libro impreso.

El Edén sombrío

24/Abril/2010
Suplemento Laberinto
Guillermo Samperio

Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de los EU y el diligente rector lo introdujo en una sala especial, en cuya puerta pendía el letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, Rulfo se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: “¿Y todos estos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?” Las palabras de Rulfo fueron de afilada incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo XX latinoamericano, compartiendo rating con Kafka o Virginia Woolf a nivel universal, este Juan tuvo que seguir trabajando en oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte. Sin embargo, el poder, el sistema, olvidó que “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”, como escribió, en su acostumbrado laconismo, Jorge Luis Borges.

Por otro lado, la voluminosidad de estudios sobre su literatura señalaba también que la obra de Rulfo había sido analizada desde múltiples ángulos, apreciaciones, metodologías y sistemas de pensamiento. El escritor mexicano-guatemalteco Augusto Monterroso, que en paz descanse, comparaba este fenómeno de hiperanálisis al que, durante siglos, ha perseguido a El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, pues hay sobre El Quijote desde ensayos que demuestran secretos códigos judaicos de Cervantes hasta la revisión de las costumbres populares descritas en la novela, pasando por diversos análisis estructuralistas y hasta semióticos, es decir la retórica en turno según la época. Incluso, se corre el fuerte rumor de que Harold Bloom nos amenaza con explicarnos El Quijote a partir de la versión inglesa.

La respuesta a este suceso de las múltiples lecturas es la de que dicho libro se encuentra en constante movimiento debido a sus múltiples registros, niveles de profundidad, universo complejo de lenguaje y circunstancias literarias e históricas en que se escribió y a partir de las cuales cambió la relación texto-lector. Cervantes fundando la novela moderna, y Rulfo fundando la novela moderna para América Latina.

Si bien Cervantes logra la develación satírica de su momento (literario e histórico) y nos presenta al buen y atolondrado conquistador, hace oblicua la relación lector-texto; de cualquier manera su base de credibilidad, de verosimilitud, la establece al introducir historias y anécdotas de la gente del pueblo.

Sancho es la terrenalidad, el personaje protagónico que crea complicidad con el lector. Don Quijote representa la imposibilidad del lector en tanto que los sueños fantásticos del Hidalgo de la Mancha echan por tierra los sueños de conquista, colonialismo, de los cruzados, y la sensiblería narrativa dominante en el imaginario europeo. Por su parte, Pedro Páramo rompe con la tradición realista, criollista, con la relación directa entre significante y significado, y le propone al lector un desciframiento de un magma literario extraño, acentuando la presencia de la oscuridad, lo sobrenatural, lo fantástico y, por consecuencia, el lado de la muerte. En Pedro Páramo la totalidad no es nunca sistematizable más que a un nivel abstracto: la novela aparece como algo que deviene, como un proceso permanente: un ayer eterno. Es un juego, un cambio constante, un movimiento hacia un fin jamás alcanzado, una aspiración hacia una finalidad defraudada, o dicho en palabras actuales: una transformación. Esta mutación de la estructura hace que la novela se convierta en el propio discurso del tiempo y de ahí la sensación de que el relato es demasiado extenso aunque el texto de la novela sea más bien breve.

En la novela La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el papel que juegan las sombras y la oscuridad es importante, a tal grado que no sólo hacen las atmósferas con acentuada dramaticidad sino que, de pronto, las sombras mismas se convierten, a través del mecanismo de la fábula, en personajes, según lo explica Silvia Molina. Pensar, incluso, la sombra que proyecta el caudillo (Obregón, en la realidad) sobre la historia de México, hacia el pasado y hacia el futuro, es posible, es verosímil, como suponer la sombra que lanza El Golem, de Gustav Meyrink, sobre la tradición judía; pero en el caso de la sombra que construyó Martín Luis nos encontramos con un Golem perverso que representa la sombra de la traición violenta, el autoritarismo y el poder ejercido desde las penumbras, esa oscuridad desde la que se han decidido asuntos de la nación mexicana.

Tanto en El Quijote como en La sombra del caudillo encontraremos que sus referentes son verificables en el contexto histórico en que aparecieron. Estas novelas representan, aparte de su valor literario, acontecimientos sociales, culturales e históricos, que devienen hacia un valor universal que las sustenta y las hace perdurables: levantan su presencia literaria a partir de la fuerza del acontecimiento que marca la vida de una época a profundidad, para representarla en distintas trayectorias históricas. Aquí, la relación lector-texto es directa, con referentes interpretables y, en varios casos, verificables, con más o menos sencillez.

Al cambiar la relación “escritor-objeto a narrar”, tenderá a modificarse a sí mismo la relación “texto-lector”, acto en que se realiza el ciclo “percepción-creación-escritura-lectura”. El novelista ofrecerá, entonces, una novela donde los referentes se han enrarecido, donde los acontecimientos se vuelven simultáneos (pertenecen a la “esencia de una época”) y donde lo imaginario y la realidad comienzan a mezclarse. En este punto se encuentra Juan Rulfo antes de escribir Pedro Páramo.

Gombrowicz ha dicho que, en términos generales, una historia narrada lo es de un suceso que ya aconteció y donde la actualidad del narrador emprende la escritura con el fin de hacerla presente, mediante actos de la memoria del cuerpo, independientemente de que conozca la historia, el suceso, o no, antes de escribirla: narrará algo consumado. Esta relación es la primera que modifica Rulfo, invirtiendo el tiempo del recuerdo. Por lo general, son los vivos los que recuerdan a los muertos. En Pedro Páramo son los muertos los que recuerdan a los vivos. El acontecer se encuentra trastocado: la muerte anima la vida que no existe más que en la memoria de la muerte, de lo huidizo. El presente es muerte, sombra, fantasmagoría. El pasado es vida, luz, olor y sonido de las vivencias.

De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en el espíritu de la época. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: quiere decir que la empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo están los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución Mexicana, pero en especial los de la Guerra Cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en el señalamiento de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva república. La escritura de Juan Rulfo es la visión del desencanto, del despertar desolado y sin esperanza. Es el México rural agotado por la revolución y el levantamiento cristero, pueblos fantasmagóricos como Luvina y Comala están enraizados a un tiempo que no transcurre, lugar donde los muertos deambulan y los recuerdos son murmullos, en un ayer eterno o en un futuro prometido pero estafado. Vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían los caciques rurales y urbanos, como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.

Caminar con desilusión, con la burla, o el castigo a cuestas, es como caminar doble, como caminar y andar al mismo tiempo sin que sean uno solo. Si intentamos crear un marco histórico, suponemos a estos cuatro caminantes como ex-cristeros desmovilizados a fuerza. Es la época cardenista, en plena reforma agraria, y el gobierno les ha dado unas tierras inservibles, quizá para mantenerlos apartados de los centros de población, por escarnio, o como efecto de una reforma agraria burocrática y ciega que reparte tierras porque sí, para cumplir con un plan teórico. En Pedro Páramo la burla es mayor: el poder del cacique es absoluto. En alguno de sus cuentos, Borges escribió que olvidamos que somos sombras que caminan entre sombras.


lunes, 19 de abril de 2010

Satán

19/Abril/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué puede hacer uno de sí mismo a los 80 años? Si se ha tenido el descaro de llegar a esa edad se pueden escribir libros, como lo hizo Gadamer, Marcuse, Bertrand Russell o tantos otros. Las memorias, creo yo, son un poco arrogantes en cuanto nos dicen que quien las escribe ya ha vivido lo suyo y que su horizonte se encuentra en el pasado. Y por lo tanto a nosotros nos toca cargar con esa memoria. Buen ejercicio el de llevar en la espalda el ataúd de los demás. Aunque en vez de leer memorias yo me inclinaría por los libros que suponen la existencia de una mente activa en su propio presente. Sé que parecerá un poco meloso, pero en todas las áreas de la vida me inclino por los viejos que no cuentan sus años y que continúan activos como si su muerte fuera a postergarse para siempre (excepción hecha, por supuesto, de los dictadores y demás sujetos malignos que ni su propia madre tolera).

En Satán en los suburbios, Bertrand Russell relata la historia de dos hombres, uno que practica el mal hacia la humanidad y otro perturbado que con tal de asesinar al malvado construye una máquina para calentar los mares y de una vez por todas cargarse a la humanidad entera. Este relato fue escrito hace cerca de sesenta años, cuando Russell se casaba por cuarta ocasión. Esto también puede uno hacer de viejo, casarse varias veces hasta volver asilos de ancianos todos los Registros Civiles. Si intento ser objetivo me parece que los viejos son, acaso, los únicos que tienen derecho a cometer un disparate semejante.

Ya desde entonces Russell se imaginaba el calentamiento global como epitafio para la humanidad. En los años que corren, Estados Unidos se ha mostrado reacio a disminuir las emisiones de gases contaminantes que tarde o temprano afectarán nocivamente el clima y, sin embargo, propone regular la producción nuclear en el mundo por miedo a que los terroristas hagan uso de ella en su contra. Prefiere morir de un mal en vez de otro. Sería exagerado llamar a su conducta —la de no firmar tomar medidas que eviten el deterioro climático— terrorismo futurista, aunque no tanto si se piensa que los terroristas intentan, como en el relato de Russell, acabar con Satán hundiendo a quienes se encuentren a su alrededor.

“La Segunda Guerra Mundial contó con cincuenta millones de muertos, mitad civiles y mitad soldados. Desde entonces la proporción se invierte, los conflictos armados suman muertos y más muertos aún por millones, pero el ochenta por ciento son mujeres, niños u hombres sin armas. La guerra llevada a su paroxismo se ha convertido en guerra contra la población civil”. (André Glucksmann). El exterminio del mal, la muerte de Satán encarnada en una porción de los seres humanos es terrorismo simbólico que anticipa masacres. Sin embargo, esta guerra contra la población civil no es sólo exclusiva de los milicianos, sino de las instituciones o gobiernos que se inventan males extremos para conservar intactos sus intereses. De ello trata una buena parte de la historia de los hombres, y de algún modo Bertrand Russell lo ratifica en este relato escrito en el ocaso de su vida.

La tarea de buscar respuestas no es la misma que darlas y Bertrand Russell se avocó a la primera todo su tiempo. Sus conocimientos matemáticos y su poner en marcha toda una tradición de pensamiento lógico no se opuso a sus intereses humanistas y sociales. Incluso obtuvo el Nobel de Literatura que se le otorgó seguramente por escribir tan bien aún siendo filósofo y matemático. Los viejos no tienen por qué dejar de pensar a no ser que un pedazo de madera les atraviese el cráneo. Y en esta época de jóvenes tecnócratas que por lo regular piensan con la boca, Russell es prueba de que en verdad han existido hombres sabios aun cuando su voz no se escuche más que en los rincones.