sábado, 26 de septiembre de 2009

Vida de perros

22 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Para un escritor que ha vivido toda su vida entre palabras, los actos se vuelven cada vez más importantes a la hora de valorar las promesas o los argumentos de las personas (obras son amores). Después de haber leído tantas tramas y de ser testigo de infinidad de confabulaciones literarias, la experiencia me indica que en la vida diaria una buena retórica debe ser acompañada todas las veces por actos humanos que den sentido a las palabras. Entre desconocidos no son las bellas oraciones las que dan constancia de la amistad o el respeto, sino más bien los actos. Y cuando la desconfianza se vuelve endémica y los otros se convierten en el enemigo, sólo los actos son capaces de provocar un respiro o una cierta calma entre los extraños que deben verse la cara aun cuando no lo deseen.

A diferencia de lo que se cree comúnmente, las palabras sólo tienen peso en la literatura. En lo cotidiano se vuelven endebles, se traicionan, tropiezan entre ellas, se acobardan y nos hacen llevar una vida de perros (de perros, no de mascotas). Para evitar tan oscuro horizonte lo que más conviene es sumar peso a tanta palabrería sin cuerpo e intentar que la ética sea también una suma de actos que convivan al lado de algunos sencillos principios de comportamiento. Y estoy en mi derecho de afirmar que me importa poco lo que otros opinen o argumenten porque a estas alturas del partido es posible escuchar cualquier tontería expresada con estudiada solemnidad o con estadísticas que de tan serias se vuelven cómicas. Lo que me importa de los otros es lo que hacen.

En La soberanía del bien, Iris Murdoch se ocupa un rato de este asunto (el de contemplar los actos como valores) y propone un problema que bien mirado está entre nosotros desde el principio de los tiempos. ¿Existe relación entre lo que sucede en el interior de nuestra mente y lo que decimos o hacemos en el mundo externo? ¿En realidad sabemos algo de lo que decimos? Imaginen un enorme número de respuestas posibles y por más profundo que sea el diagnóstico siempre quedaremos un poco a oscuras. Así las cosas, lo que a mí como ciudadano o habitante de una aldea me importa no es lo que los otros piensen o digan, sino lo que hacen: si desean prenderse fuego o si piensan que la mitad de la humanidad es innecesaria no me concierne. Mientras sus actos me indiquen que puedo tenerles confianza y que no me harán daño estaré hasta cierto punto tranquilo.

Vivir unos años más de lo correcto me ha llevado a comprobar una obviedad: que la erosión de los amores y de las amistades es acaso la prueba más dolorosa de que el tiempo existe. Y es entonces cuando no quiero recordar ni visitar el cementerio en que se ha convertido mi memoria: a cado paso un muerto o una decepción. Cuando las amistades terminan tomo de inmediato la responsabilidad de la desgracia, aunque no se me olvida que el tiempo es cómplice en todas estas vicisitudes. Y cuando la caída comienza a ser evidente es que los actos han tomado un camino y otro las palabras. Por eso no conservo casi nada de mi pasado, unas cuantas cartas de mujeres que decían amarme más allá de la miseria a la que nos condenan los años y que ahora ni siquiera me recuerdan. Ni decir que el momento más honrado de nuestra relación fue cuando todo en estas personas —acto y pensamiento vuelto palabras— caminó en una sola dirección.

Si esto sucede en las pasiones amorosas, ¿qué puede esperarse entonces de los extraños? En caso de optimismo uno espera de ellos actos honrados capaces de convencernos de que no estamos en compañía de depredadores. A un político de esos que ensucian el ambiente con su presencia no se le pregunta qué piensa o qué promete sino cómo vive y cuál es la calidad civil de sus actos. Se le pregunta si vive de manera tan modesta como la gente a la que exige su voto (el ascetismo en tiempos de glotonería es un camino que nadie desea tomar). Me detengo, en realidad la única aportación que pueden hacer los políticos mexicanos a la causa de la moralidad pública —ahora que además se han agrupado en un despotismo de partidos— es su desaparición: marcharse y dedicarse a la horticultura o a quitar escamas a los pescados. Tengo la impresión de que vamos dentro de un tren sin ventanas. Y es hora de bajarse.

Una pausa

15 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible, de ferocidad territorial, de todo género de codicia, vulgaridad y abyección”, así describió al ser humano George Steiner. Y me imagino que cuando escribió estas palabras se hallaba de mal humor o al menos desesperado. Lo comprendo porque es mi estado de ánimo cotidiano. Desde joven quise ser un cascarrabias y creo que lo he logrado ampliamente (debe tenerse cuidado con lo que se desea en la juventud porque puede cumplirse). Y cuando mi mal humor se desvanece e intento ser más benigno en mis juicios me percato de que el dinosaurio todavía sigue en el mismo sitio. Los seres humanos siguen siendo como los describe Steiner, aun cuando uno vea las cosas desde una buena butaca.

Después de los 40 años somos duros, brutos y holgazanes, me comentó un amigo que no pierde tiempo en sutilezas. No es una sentencia demasiado elaborada, pero estuve de acuerdo unos segundos con ella. Las palabras que usamos para describir el mundo en que vivimos han sido siempre parciales y misteriosas. A veces conviene más un buen insulto que una mala descripción, así por lo menos damos cierta tranquilidad a nuestro espíritu. Y nadie va a negarme que las malas descripciones abundan y que tanta comunicación ha vuelto menos sensibles a las personas. Los políticos no sólo han acabado con cualquier posibilidad de convivencia, también han hecho inútiles las palabras: no se puede construir sobre el vacío o la mentira. Los comunicadores trabajan también arduamente para transmitir el vacío, están en los medios a todas horas y uno se pregunta si tienen tiempo para leer o meditar sus palabras. El propósito de tanta opinión es colmar el espacio y no permitir la pausa, mantenernos dentro del escenario sin descansar un solo minuto.

Supongamos que renuncio a que otros piensen en mi nombre y decido hacerme cargo yo mismo del asunto. Por lo menos necesito una pausa, y no me refiero a una pausa modesta sino a una inmensa que me salve de las tonterías con que se bombardea a la gente todos los días. Sé que la tumba es un buen sitio para resguardarse del ruido, pero como están las cosas dudo que nos dejen en paz incluso en la fosa. Comprendo ahora la sorpresa de Robert Walser cuando en 1944 se sorprendía por el deseo nómada de las personas: “Hoy se viaja demasiado. La gente parte en bandadas hacia tierras extrañas, sin temor, como si fueran legítimos propietarios”. De la misma manera me sorprende que, en estos días, bandadas de personas opinen sin ningún temor, nos muestren su rostro en carteles que ensombrecen hasta los barrios más feos y nos hablen como si fuéramos seres cuyos sentimientos son del dominio público. Para hacer frente a estos embates, lo más apropiado sería hacer una pausa que, en su acepción más extrema, podría convertirse también en una franca renuncia.

La lectura de buenos libros o el cultivo de la amistad son tareas personales más importantes que poner atención a las campañas políticas de hombres sin escrúpulos y sin conocimiento real de los seres humanos. Ya es suficiente con no hacer mal a los demás como para verse empujado a participar en tan malos espectáculos civiles: la pausa o el destierro voluntario son hoy más bienvenidos que nunca. No se trata de unas simples vacaciones para volver de nuevo al camino, sino de la construcción de remansos o caminos alternativos a los comunes. ¿Cuáles son estos caminos? No lo sé. La importancia que se otorga a las cosas es decisión de cada persona. Y creo que es en esa necesaria pausa donde uno puede inventar salidas a las crisis civiles. Las palabras de Steiner que cité al comienzo de estas notas son comprensibles porque muestran la desesperación del humanista ante la barbarie comunicativa y supuestamente democrática en la que vivimos. Es impotencia y desconsuelo. Y también un magnífico motivo para seguir cultivando el mal humor.

Viene Berlusconi

08 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

La risa y el olvido serían formas bastante elegantes para enfrentar el mundo que habitamos. Sin embargo, se insiste en la argumentación razonada, el estudio minucioso y el análisis de los hechos. Un desperdicio, sin duda, este de los hombres pensantes que son mal vistos y despreciados por la sociedad en la que viven. Fracaso semejante se parece mucho a un destino, es cierto, pero no deja de ser desolador. Me encamino de nuevo a otro suicidio, pero además de ser mi costumbre, creo que es una manera honrada de vivir, así que entremos de lleno en este penoso asunto. Hace varios días uno de los dos monopolios de la televisión mexicana puso en marcha una campaña para limpiar las calles de basura. El propietario del consorcio encabezó las brigadas levanta papeles y aprovechó para dar un mensaje a los televidentes sobre la conveniencia de no ensuciar el espacio público. Qué acción loable la de estas personas, usar un medio reservado al lucro y al entretenimiento para hacer un poco de bien a su sociedad. ¿Y la otra basura?, nos preguntamos los ingenuos, la que sepulta el entendimiento de las personas y que merma su capacidad de comprender, ¿cuándo comenzaremos a barrerla?

Silvio Berlusconi, el impúdico, nos ha demostrado que todo se puede, que cuando una programación está en el aire, como un virus no hay vacuna que pueda remediar los males. La manipulación de los enfermos es el negocio del primer ministro italiano y de sus empresas de comunicación. Enamorar adolescentes o proponer a sus amantes para puestos de elección popular es el pasatiempo de un monarca que no encuentra oposición a sus actos. ¿Por qué Italia ha permitido esta puesta en escena? Es probable que Berlusconi represente el verdadero sentir de la sociedad italiana y en ausencia de una oposición política ha dado por un hecho que el país es su casa. ¿Pero tiene sentido hacer una crítica del espectáculo? Sea una crítica formada en el cinismo posmoderno (Baudrillard) o una que conserve la visión humanista de cultura y comunicación (Sartori), carece de importancia si ésta no encuentra receptores en las personas comunes y en los políticos que dicen representarlas (que los intelectuales ladren, nosotros sí sabemos lo que quiere la gente).

Los funerales de Fellini se llevan a cabo todos los días en la vida política italiana. La comedia sorprende a Europa porque en casi todos los países de su comunidad Berlusconi habría tenido ya que renunciar. Una sociedad no puede sobrevivir si no respeta la capacidad de razón de sus miembros. Y la razón quiere decir diversidad, diferencia y capacidad para saber lo que le conviene a cada quien. ¿Y en México? Sin caer en abismos dramáticos a la italiana diré que estamos peor que los romanos actuales. El virus que ataca a los televidentes carece de control, se mueve en completa libertad y sus efectos crean, como lo ha sostenido Sartori, una regresión fundamental: han empobrecido la capacidad de entender de las personas. Frente a esto las campañas para levantar papeles en las calles son una burla a la Berlusconi.

Este es un breve artículo que no tendrá ninguna repercusión (a eso me refería cuando hablaba del fracaso como destino), pero es justo expresar el sentimiento de desasosiego e impotencia que me causan las historias que acabo de narrar, aún siendo un pesimista sin remedio. Si la televisión es la que educa, entonces tiene grandes responsabilidades, y estas no son levantar basura, sino evitar su difusión. Las televisoras no han inventado el país como sí lo hicieron su cultura y sus revoluciones, pero lo transforman a su conveniencia. En vista de que el congreso carece de poder para evitar que el síndrome Berlusconi y su virus mutante nos azoten y de que la señal en el aire será vehículo para la difusión de la enfermedad, volveré a practicar esas formas tan elegantes y prácticas de supervivencia: la risa y el olvido.



Un premio muy merecido

01 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Olvidemos por esta vez los rodeos y ensayemos un juicio sumario: en realidad los premios son bastante humillantes, una ruidosa manera de patear el alma de las personas sensibles y una forma de transgredir su intimidad. No encuentro una relación amable entre escribir un libro y ser exhibido por esta causa. Una noche de enero las miradas curiosas se posan en el escritor recién premiado, lo arrancan de su silla y lo convencen de que su labor debe ser reconocida más allá de la lectura: su rostro se vuelve moneda de cambio y el mundo está en paz por un momento. Después de crear estas profundas grietas en el ser íntimo del autor viene otra calamidad: los falsos lectores (esos que leen un par de páginas para estar al tanto) comienzan a hacer su trabajo, loan lo desconocido y aumentan la confusión. Entonces, como si fuera un Cristo, el premiado camina seguido de una estela de nuevos lectores, lisiados, miopes, iluminados, que lo han bajado de la cruz y lo arrastran hacia el templo. Si cada vez hay más premios literarios es porque los buenos lectores escasean.

El que obtiene un premio se lo merece: o porque lo desea o por no tener el talento suficiente para mantenerse apartado. Quien ponga a discusión lo que un jurado decide es que no ha comprendido el juego y se muestra tan inocente como un cordero. En enero de 1943, Robert Walser le confesaba a su amigo Carl Seelig: “¿Sabe por qué nunca llegué a la cumbre como escritor? Se lo diré: porque tenía muy poco instinto social”. Ya en ese entonces elevarse a las “cumbres” de la literatura suponía poseer habilidades sociales, ser cortesano e impúdico, sí, pero en este breve juicio sumario esas cuestiones no nos interesan. La mecánica por medio de la que los hombres hacen alianzas para obtener más poder mueven al bostezo, son fastidiosas, bestiales y carecen de misterio. En política, escribió en un ensayo Norberto Bobbio, la templanza se encuentra ausente y aún más la sencillez que es condición del ser virtuoso y moderado.

Me gustaría saber por qué un escritor propone su obra para una competición olímpica, como si se tratara de conducir un caballo en un hipódromo. Lo hace por dinero, se me dirá, pero aunque esto es cierto, es en realidad secundario (habrá unas pocas y geniales excepciones), el dinero es sólo una motivación más. Lo que se busca con el reconocimiento es poner unos cuantos obstáculos a la muerte para llamar su atención: provocarla y enviarle arrogantes señales de eternidad. Casi todos los escritores desean los premios porque su escritura no es suficiente para dotarlos de fortaleza. Y para quien desprecia con tanto ardor la literatura recibir un premio es un alivio y una oportunidad de olvidarse del asunto.

No es verdad que existan premios más prestigiosos que otros, la diferencia la hacen las equivocaciones. Los jueces casi nunca se equivocan, lo hacen sólo cuando eligen a un autor que no desea ser reconocido. Han excedido sus atribuciones y han vuelto su juego un pasatiempo un tanto macabro: terminar con la escasa vida que aún sobrevive en los medios literarios actuales. No lo he olvidado, también tenemos la cuestión del ritual, la ceremonia, la necesidad de inventar un aura sagrada para nuestro oficio y mostrarle a otros obreros (zapateros, cineastas, analistas y contadores) que lo que hacemos es importante y bien vale una fiesta, una celebración ruidosa que acapare la atención de los vecinos y justifique nuestra presencia en el mundo. De nuevo Bobbio. “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana, y él es sólo un hombre como los demás.” La moderación y la templanza no son practicadas en nuestros tiempos, y si los artistas o escritores no lo hacen, mucho menos los políticos que suelen sumar con pericia la vanidad y la estupidez.

Así las cosas, quien sea que obtenga un reconocimiento se lo merece, si se trata de un funcionario que ha probado suerte en las letras será aún más conveniente la condecoración porque el susodicho cumplirá estrictamente con las estrategias rituales y diplomáticas. Se encuentra bien entrenado para explorar las cumbres de la literatura, esas a las que ni siquiera mi admirado Robert Walser pudo acceder.

Cero a la izquierda

25 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

En un libro que jamás debió ser publicado, La educación del estoico, Fernando Pessoa describe someramente los límites de un mundo ético: el placer es para los perros, las quejas para las mujeres y los hombres nos quedamos con el honor y el silencio. No es honrado tomar una cita ajena para después inventar teorías que poco o nada tienen que ver con el pensamiento del autor, pero si una editorial prestigiosa lo publica después de muerto, lo mío es en realidad un pecado de adolescentes. Mal paradas han quedado en esta cita las mujeres a quienes se les trata de quejumbrosas, mientras que a los perros se les condena a envenenarse con los placeres. Los hombres sólo debemos callar pues así lo ordenan los cánones del honor. No es una broma añadir que en esta división me habría gustado ser un perro (por supuesto), aunque mesurado en sus placeres, ¿pero quién ha conocido a un perro mesurado a la hora de roer los huesos?

Si los hombres se quejan pierden su honor, muestran sus sentimientos y sus debilidades: se hacen vulnerables. Y me pregunto ¿cómo es que pueden vivir los hombres silenciosos en una comunidad donde la justicia está ausente? Me imagino que matándose entre sí (en silencio, por supuesto) o soportando humillaciones, denuestos y patadas en el trasero. Una sociedad estoica o masoquista como la nuestra no va por buen camino. Los hombres deberían de aprender de las mujeres y no cuidar un honor que en realidad es miedo, escepticismo, desesperanza y sobre todo resignación. En general las mujeres educadas poseen mucho más sentido de la justicia porque a su ser creador añaden el conocimiento de su circunstancia cultural y civil. Si no se aprende de ellas entonces los libros se vuelven un tanto superficiales.

El silencio es buen camino para el individuo que ha tomado la decisión de apartarse, construir en la periferia y esperar una vida menos funesta después de la muerte. Un individuo puede practicar el estoicismo, pero una comunidad estoica es ridícula, al menos en nuestros tiempos. En mi condición de cero a la izquierda me he enterado de varios desastres que no hacen más que hundirme en el desasosiego, uno de ellos es la expulsión del escritor Leonardo da Jandra y su mujer de la casa en la que vivió durante décadas en Cacaluta, Oaxaca y la decisión de destruir la mitad de una reserva ecológica para hacer un campo de golf, además de hoteles donde se solazarán los ceros a la derecha. No entraré en detalles acerca de este deporte practicado ampliamente en el país. Lo que despierta mi curiosidad es que se siga poniendo atención y dinero a los partidos políticos. Después de la tortura proselitista a la que se ha sometido a las personas durante meses, no me cabe duda de que las han puesto aún más en contra de la política. Una pregunta por demás sencilla para hacerse a estas organizaciones en decadencia es la siguiente: si las cosas van tan mal ¿por qué no se unen en torno a soluciones comunes y proponen candidatos únicos que reciban la aprobación de una sociedad en emergencia social y económica? Si responden que no lo hacen porque poseen ideologías distintas estarán diciendo lo correcto: cada quien cuida sus propios intereses.

En nuestra sociedad estoica (impasible ante las desgracias) hay quien sostiene que los ceros a la izquierda no podemos entendernos sin la mediación de partidos aun cuando estos mismos han sido incapaces de responder la siguiente pregunta: ¿si la democracia consiste en que los más pobres gobiernen —por ser más en número— por qué estos nunca progresan? Esperamos ya una cascada de razonamientos que formarán una densa capa de humo para esconder los hechos. En lo que concierne a mí y a varios ceros más (quiero decir menos) creemos que las instituciones se sostienen en principios de convivencia no en los intereses de unos cuantos. ¿Acaso no se percatan del odio y malestar que despiertan? Sí, pero no les importa, con unos pocos votos se mantendrán en su sitio.

En el libro de Pessoa que me he propuesto saquear para escribir este artículo, leo las siguientes líneas: “No hay acción por pequeña que sea que no hiera a otra alma o que no ofenda a nadie.” Es esta la razón por la que ciertos ceros a la izquierda se mantienen en silencio, aunque eso siempre se podrá remediar.

La Filosofía, mendicante

18 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando más se necesita, la Filosofía parece no importarle a nadie. Cuando más evidente es el estado de pesadumbre moral de la sociedad, se pide a los filósofos que se marchen. Ingrata paradoja: se quiere reflexionar y pensar profundamente acerca de los problemas civiles que afectan a los hombres contemporáneos, y lo que hacemos es desterrar a los pensadores. A menudo me encuentro casos en los que se desprecia a la Filosofía con argumentos que los filósofos mismos usaron hace cientos de años. Hoy mismo en México se titubea para incluirla como fundamento de la educación en los bachilleratos. Hojeando un libro me he encontrado de pronto con una afirmación que comparto: “La Filosofía se asemeja al espacio y al tiempo: es difícil imaginarle un fin”. Los ataques contra esta disciplina suelen venir de dos frentes: el primero lo abren los mismos filósofos cuando reflexionan o dudan acerca de la función de su propia actividad; el segundo proviene de quienes creen que no sirve para nada o que no necesita enseñarse en las escuelas. La diferencia entre ambas desconfianzas es enorme: los filósofos dudan como un método para ampliar el conocimiento, en cambio los que desean enviarla al exilio la ven como un obstáculo a sus intereses.

Si un gobierno concibe la educación sólo como un medio para alentar la producción de bienes materiales y preparar a las personas para adaptarse a un mercado global, encontrará resistencia en los ámbitos en donde la filosofía se respeta. Y esa resistencia no es nada más un ponerse en contra del progreso material, sino concebir el progreso de una manera distinta. El examen de uno mismo, el cultivo de las diferencias, la capacidad de dudar, la reflexión acerca de los principios que fundan la convivencia, son más necesarios en estos días que nunca. La dispersión ha oscurecido la presencia de guías en el conocimiento. Estos guías no lo son en el sentido religioso, sino en uno bastante práctico: nos enseñan a caminar pero no nos imponen una dirección precisa. Abrir horizontes como hacen los filósofos no es lo mismo que empujar a una persona a seguir un camino sin su consentimiento. Nuevamente: no hay nada más práctico que una buena teoría.

Cuando la ciencia progresa es porque se comporta como filosofía y lo mismo sucede en todos los aspectos de la vida humana. En un mundo donde se valora tanto el saber de los expertos, se extraña en verdad a quienes pueden mirar más allá de su propia celda: ¿quiénes van a unir todos estos conocimientos dispersos para devolvernos la estatura humana si no son los filósofos? Si hacemos a un lado a quienes están más preparados para darle un sentido humanista al conocimiento, ¿qué clase de sociedad esperamos que sea la nuestra? Siento pena que en México no se les defienda como merecen. Han tenido que ser ellos mismo, a través de asociaciones como el Observatorio Filosófico, quienes se han enfrentado a la SEP para que en el bachillerato no se disuelva a la Filosofía en el campo de las Ciencias Sociales o se le arrincone como una actividad en desuso. El razonamiento, por supuesto no explícito, para imponer estas reformas en las escuelas de Enseñanza Media Superior, es que como la Filosofía sirve para todo entonces no sirve para nada.

En consecuencia no tiene caso refrendarla como una ciencia básica del conocimiento.

Dejemos que sean los mismos filósofos quienes pongan en duda los fundamentos de su actividad, así lo han hecho Wittgenstein, Quine, Derrida, Carnap y Davidson y han enriquecido con sus reflexiones el conocimiento humano. En cambio, las dudas que provienen desde el interés empresarial o de mercado son parciales y cultivan una sola idea del bien. A contracorriente de la pobreza, la mala educación, la confusión respecto a los valores humanos, las dudas sobre la vocación y otras plagas, ciertos jóvenes no esperan que se les resuelvan las dudas o se les indique un camino; al contrario, intentan construirse una vida en sociedad. Y la Filosofía al estimular la reflexión y mostrar lo que hombres de otras épocas han pensado, posee una función mucho más práctica de lo que un mercader puede imaginarse.



Desaparecer

11 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Escribió Cioran que no debemos molestar nunca a los amigos ni siquiera a la hora de nuestro entierro. Según yo no se trata sólo de una frase vacía, sino de un principio de vida hoy en día que la mesura y la discreción no son consideradas virtudes.

Ninguna época contó con tantos sobrenombres como la nuestra (nos sabemos modernos y nuestra vanidad histórica estimula las más copiosas verborreas).

Aun así me gustaría agregar una sentencia más a la confusión: se viven tiempos de absoluta impudicia. La ausencia de pudor es el rasgo común por antonomasia, nadie se limita en sus opiniones, somos blanco de los mensajes más aberrantes y de la publicidad más nociva, morimos de nuestros remedios y no de nuestras enfermedades (Cioran de nuevo), incumplimos el deber moral más importante, desaparecer, hacernos invisibles, no molestar.

Con el ánimo de no ahogarme en abstracciones, les relato que a fines de los años ochenta tuve una novia hermosa y simpática (acepto que no la merecía) con quien estuve a punto de casarme. Lo sé, casarse es una de las peores tonterías que un ser razonable puede hacer, pero en ese entonces hasta los gatos se acostaban con los ratones. A esta novia le hice el piropo más elegante y propio que se me ha ocurrido en la vida. Le dije: “me gustaría que desaparecieras, antes de que comience la caída”. Fue un momento sumamente romántico, estaba enamorado, la deseaba sin poner límites a mi deseo y no me imaginaba una vida sin la presencia de sus bellos ojos azules. Sin embargo, ratifiqué mi demanda: “si me quieres, desaparece”. Es probable que mi actitud se debiera a la precaución y al decoro, además de que me estaba cuidando de una futura decepción y de vivir por siempre en una posición vulnerable.

Acaso mi analogía resulte exagerada, pero quisiera creer que la experiencia que acabo de relatar tiene que ver con la amarga búsqueda de la buena convivencia. El exceso de presencia acaba con las mejores relaciones amorosas y estas contemplan también las relaciones que hacemos con la ciudad y los ciudadanos. En vista de que nadie es poseedor de la verdad lo consecuente es hacerse a un lado, cumplir con las normas, no molestar a nuestros vecinos, ser corteses y en suma: desaparecer (esto dicho del modo más romántico posible). ¿En qué terminó la historia con mi antigua novia? Tomó mis palabras como la propuesta más idiota que hubiera escuchado en su vida y contra lo esperado se mudó a vivir a mi casa, estableció una conveniente relación con mi madre, sedujo a mi padre con sus encantos y puso a toda mi familia de su parte. En solo unos meses el amor se fue por una sentina y con el tiempo ella se convirtió en una de mis pesadillas más incómodas. Incluso pasó por mi cabeza la idea de hacerla desaparecer: solución ridícula puesto que no la amaba tanto como para culminar nuestra pasión de una manera tan literaria.

Joseph de Maistre, quien sigue siendo un autor incorrecto, es decir interesante (sus palabras se niegan a desaparecer) escribió lo siguiente: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas las especies animales está colocado el hombre y su mano destructora no perdona que nada viva”. Es una visión pesimista e intimida a quienes creen que los seres humanos construirán en el futuro una sociedad inteligente en vez de este pastiche de barbarie y computadoras. No obstante su descrédito, la estudiada decepción del pesimista es una especie de método de supervivencia y un estímulo para comportarse en sociedad. En vista de que nadie quiere desaparecer comportándose como un buen ciudadano, hay que mantenerse a la espera de los peores escenarios posibles. Yo, como uno de los personajes de El desencantado, la novela de Budd Schulberg, “ahora mismo me siento tan joven y lleno de vida como un pez muerto”.

El miedo

04 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Cómo se prepara uno para afrontar el miedo? No tengo una sola respuesta, pero creo que el conocimiento, la conciencia de la muerte y una buena dosis de humildad son un buen principio para no perecer de temor. Tener conciencia de la muerte es en pocas palabras aceptar que somos finitos y que apenas si poseemos un modesto poder sobre nuestras vidas. Yo siempre he tenido miedo y acaso sea este el primer sentimiento que me abordó al nacer, miedo a un mundo misterioso y hostil en muchos sentidos. Desde niño tuve miedo de la oscuridad hasta que fui consciente de que la oscuridad es precisamente la constante en la vida de los seres humanos. Si vivir no fuera un andar entre sombras no habría ciencias o filosofías iluminando el camino. En mi juventud creí que el conocimiento podría remediar casi todos los males e incluso atenuar el desasosiego causado por la muerte de las personas amadas. Fui demasiado ingenuo y no tomé en cuenta que buena parte de nuestras creencias más profundas son relativas y que la muerte se ahorra todas las palabras. Tampoco quiero exceder mi pesimismo, pues si bien el conocimiento no resuelve el misterio de vivir, es necesario para que el miedo no aumente a un grado que nos vuelva indefensos frente a quienes buscan hacernos daño. La soledad ha sido también uno de mis temores más recurrentes, pero me conforma saber que la compañía será siempre pasajera y que la soledad no es un accidente, sino la constitución misma de la experiencia humana. Quiero pensar que los miedos que me acosaron de niño me han acompañado desde entonces y no se marcharán hasta que me encuentre bien acomodado en mi tumba. Y no importa cuánto avance la ciencia porque los siglos se acumulan y las personas apenas si transforman sus manías más arraigadas (la guerra, la acumulación de bienes materiales o la esperanza de vivir aventuras). De todos mis temores, sin embargo, el más constante es el que me despiertan los extraños, las personas que no conozco o que desean entrometerse en mis asuntos sin conocerme: para mí son más nocivas que la peste. Quizás se tiene conciencia de la maldad humana desde que uno pone los pies en la tierra o acaso sea una certeza que se aprende con la experiencia, pero mientras lo sabemos es más sensato hacerse a la idea de que no conocemos casi nada respecto a los demás y que nuestros vecinos son en principio unos perfectos extraños. Lo contrario no es bueno para vivir en comunidad puesto que si alguien cree conocerme por completo me tratará como a una piedra, como a una cosa carente de toda humanidad. Justo esta sensación debieron tener los judíos durante el régimen nacional socialista o los disidentes de los países comunistas que fueron eliminados o enviados a campos de concentración. Es sencillo concluir que para conservar sus poderes ciertos gobiernos inventan a un enemigo invencible contra el que la población entera debe ponerse en alerta, el caso más reciente o notorio se dio en Estados Unidos cuando se propagó el rumor de que un país terrorista se dedicaba a la creación de armas de destrucción masiva. Fue una maniobra precisa porque esos ciudadanos norteamericanos incapaces siquiera de señalar Iraq en un mapa se llenaron de miedo y, sin razonar, aprobaron su invasión. Los miedos profundos e íntimos no se marcharán, pero en lo concerniente a las cuestiones civiles mi mayor temor es que los ciudadanos se conviertan en rehenes de su ignorancia. El hombre desplazado, impedido de tomar decisiones basadas en su derecho a la libertad es como una piedra sin raíces, una cosa de la que se puede disponer a placer. La sociedad olvida este principio y se torna histérica e impotente, presa sencilla de los poderes mediáticos y víctima del miedo común. Cuántas veces durante el siglo pasado no hemos sido testigos de que se limitan las libertades individuales de las personas a causa de su propio bien, cuando lo que se practica en verdad es su amansamiento. Yo espero cuidar de mis enfermedades y no molestar a los vecinos sin que nadie me lo ordene, es lo menos que se puede esperar de una persona que tiene miedo. Lo demás es un cuento de terror.