Confabulario
Álvaro Enrigue
Hay una historia que Sergio Pitol solía contar con frecuencia cuando todavía hacía vida pública y de la que dejó registro escrito en El arte de la fuga. A principios de los años ochenta pasó unas vacaciones de dos meses en el Distrito Federal, después de vivir por años en Barcelona, Varsovia, Budapest, Moscú. Tenía, por entonces, 45 años y seis o siete libros publicados; ya era el traductor de Conrad y Henry James y había sido el editor de la legendaria colección de libros Los Heterodoxos, publicada por Tusquets en España y con una circulación amplia por toda América. Al poco de llegar a México, recibió una llamada del PEN Club en la que lo invitaban a participar en una serie de diálogos entre escritores de generaciones distintas –una lectura, seguida de una conversación pública, entre un autor consagrado y uno joven. Aceptó y le anunciaron que leería con Juan Villoro. El evento casi resultó un desastre porque Pitol, 23 años y un montón de libros mayor que Villoro, pensaba, hasta que subió al escenario, que el joven en la mesa era él. Nada retrata mejor su condición de excéntrico: era una figura de referencia para toda una literatura y seguía pensando en sí mismo como una promesa literaria.
Es esa condición de excéntrico sine qua non la que le permitió a Pitol convertirse primero en un autor de culto y después en el escritor que volvió a poner en circulación una hermosa tradición secular de la literatura mexicana: la de los autores de libros sin género, más dispuestos a proponer una conversación, que a imponer una idea sólida del mundo mediante una ficción poblada de anécdotas y personajes simbólicos.
Leídos en el orden en que fueron publicados, los libros de Pitol cuentan la historia de un desprendimiento. El autor que empezó escribiendo cuentos deslumbrantes pero convencionales sobre la región remota de México en que creció, se fue deshaciendo paulatinamente de los temas y lenguajes que conseguían prestigio durante el siglo XX: la peculiaridad de una cultura regional, la relevancia de la nacionalidad, el ánima latinoamericana en las soledades del exilio.
Simultáneo a este desprendimiento –suicida en su hora– de los temas probados de la escritura regional, Pitol puso en práctica un experimento más arriesgado: desprenderse, también, de las supersticiones de la forma literaria –o tal vez expandirlas. Sus libros, poco a poco, dejaron de ser novelas o colecciones de cuentos o ensayos para transformarse en sesiones literarias en las que la distancia entre ficción, reflexión y memoria es irrelevante. Libros que son todo al mismo tiempo, lo que su contemporáneo Salvador Elizondo llamaba, entre filosófico e irónico, “libros para leer”.
En el momento de la publicación de El arte de la fuga y El viaje el gesto de abjurar de los géneros fue entendido como desafiantemente posmoderno: para que una escritura fuera total, tenía que prescindir de las convenciones mercadológicas que asfixiaban a las literaturas latinoamericanas durante el fin del siglo XX, en el que los grandes grupos editoriales parecían haber impuesto un gusto literario corto y chato como opción única en las librerías.
Pasado el tiempo, se puede ver con claridad que si es cierto que la aclamación que recibieron ambos libros fue inesperada, también lo es que Pitol no estaba actuando como un innovador desesperado, sino como el lector atento de una tradición que siempre encontró claustrofóbicos los géneros literarios. Los libros de Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello, José Vasconcelos o Alfonso Reyes –fundadores de la modernidad literaria mexicana– tampoco tenían un género transparente. En la generación misma de Sergio Pitol, brillante y poco atendida fuera de América Latina, autores como Margo Glantz, Alejandro Rossi o el propio Salvador Elizondo, nunca dejaron de insistir en que la producción literaria más resistente del país estaba fincada en escrituras desmarcadas de las convenciones genéricas.
Los libros tardíos de Sergio Pitol, no son, entonces, caprichosos. Están fundamentados en una tradición y son producto de un procedimiento en el que ha trabajado, de manera consistente y serena, durante los últimos veinte años: la experiencia humana carece de valor hasta que se transfigura en escritura, pero si a esa escritura se le impone la geometría obtusa de un género, se traiciona su fundación irracional. “La inspiración —anota Pitol en El mago de Viena— es el fruto más delicado de la memoria.” No es una idea nueva: está en el fondo de la escritura de San Agustín, de Montaigne, de Albert Camus. Para el autor, el genio que mueve la literatura es el de la correspondencia: lo experimentado, según dice él mismo, es apenas “un conjunto de fragmentos de sueños no del todo entendidos”.
Es por eso que El arte de la fuga comienza con la descripción miope de Venecia: para poder ver lo que tiene valor en el mundo, hay que dejar los lentes de diario olvidados en el escritorio. La realidad está ahí, pero sólo es significativa cuando es desmontada por el borrado que implica seleccionar y hacer el montaje de una serie de episodios, lecturas, acotaciones. Es también por eso que El viaje incluye ensayos, pero también páginas de diario, anécdotas, relatos tan circulares que no podrían ser absolutamente verdaderos pero se cuentan como si lo fueran. La imaginación literaria, según Pitol, no progresa en el orden racional que demandan una novela, un ensayo o un cuento. Se parece más a una esponja marina que a una autopista. Es un bloque sólido, sin asideros, pero lleno de caminos interiores que conectan ideas, notas, recuerdos inventados.
El comienzo de El viaje no podría ser más clásico. El autor, ya cansado y un poco enfermo, se encierra a escribir en una especie de Torre de Montaigne tropical: una ciudad modesta, culta y provinciana del Golfo México. Recuerda sus años como embajador en Praga y nota que, siendo su ciudad preferida de las muchas en las que ha vivido, es también la única de la que nunca ha escrito nada. Extrañado, revisa sus diarios del periodo y descubre un vacío: contienen sólo anotaciones sobre encuentros, lecturas, problemas nimios de oficina; ni una palabra sobre sus paseos por la ciudad inagotable, sus museos espléndidos, su potente vida cultural. Lo que sí encuentra en sus cuadernos es, en cambio, un diario de viaje a Rusia que, al paso del tiempo, se volvió significativo: registra el momento del deshielo Soviético.
Es aquí donde el procedimiento de escritura de Pitol se vuelve extremo. El diario está reescrito y editado para que se lea como si fuera pietaje para un documental filmado en el instante en que la Perestroika era recibida por la gente de la Unión Soviética entre la esperanza y el escepticismo. Puesto en juego con una serie de ensayos sobre literatura rusa, con páginas dedicadas a los misterios del oficio de escritor y la proyección de recuerdos cuyas conexiones no están claras hasta que se ha llegado a la última línea del volumen, el diario produce reverberaciones que lo van resignificando conforme avanza. No hay que olvidar aquí que la apertura soviética fue un poco anterior a la transición a la democracia en México, que es el tiempo preciso en que Pitol escribió El viaje. El año 2000 en que se publicó fue el mismo en que concluyó el largo tránsito de los mexicanos a un sistema que garantizaba, por fin, todas las libertades civiles básicas. La burla descarnada que hace de los comisarios soviéticos y su ditirambo sobre los ciudadanos enloquecidos por la idea de libertad representan una mirada oblicua a la fiesta que fue México en esos años repletos de esperanza.
Pero El viaje no es un libro político, o es mucho más que eso. Está enmarcado por tres escenas que al reflejarse entre sí, van revelando la visión personal de la escritura de un autor en su hora de plenitud creativa. En la introducción praguense hay una escena, entre terrible y cómica, en la que Pitol, deambulando por los callejones de una de las partes viejas de la ciudad, nota a un viejo tirado en el suelo que increpa a los peatones sin poder levantarse. Cuando el novelista se acerca, descubre que no es que esté borracho, sino que se ha resbalado en su propia caca y cada que se intenta alzar patina en ella. Más tarde, cuando Pitol finalmente llega a Tbilisi, Georgia, asiste a una comida que ofrece en su honor una asociación de escritores y directores de cine. Ha estado, desde que llegó a la ciudad, en éxtasis: la encuentra despierta, vibrante, crítica, infinitamente más libre y alegre que Moscú o Leningrado. En ese estado de efervescencia, se levanta del banquete a orinar y, como hay fila en el baño, uno de los comensales le dice que vayan a desaguar al río, que es lo normal. Pasado de vino, acepta la invitación y encuentra una escena perturbadora: en Tbilisi cagar en público no sólo es un acto socialmente aceptable, sino una oportunidad de socialización. En el último episodio del libro, Pitol regresa a su infancia en el pueblo minúsculo de Potrero, Veracruz, en el que toda la comunidad vive de un ingenio azucarero. Dado que era un niño enfermizo, tendía a la soledad y el aislamiento. Uno de sus paseos favoritos consistía en perderse por las naves del ingenio los domingos –cuando estaba cerrado–, para llegar al sitio en que se acumulaban montañas inmensas de bagazo, la mierda inane que deja la producción de caña de azúcar. Ahí, enterrado entre los deshechos vegetales, fantasea sobre la ilustración de un álbum infantil en la que aparece un niño eslavo definido como “Iván: niño ruso” y se vislumbra como su gemelo. Luego confiesa que de todas las imágenes que ha tenido de sí mismo, ésa —la más delirante— es la que aún le “parece ser auténtica verdad”.
El periplo que cuenta El viaje no es, como parece en un primer acercamiento, el que hizo el embajador Pitol a la Unión Soviética del deshielo, sino el del niño solitario que acumuló caras, nombres, viajes, recuerdos, y los devolvió en forma de libro. Entre las muchas cosas que incluye están las notas que el autor fue haciendo para escribir Domar a la divina garza –tal vez su mejor novela y un libro verdaderamente salvaje. Cuenta el hallazgo de un rito de primavera en el que toda una comunidad de Tabasco es inundada de mierda por sus pobladores en un paroxismo emancipador.
El viaje es, al mismo tiempo, una lección de sutileza y un ardid de dinamitero. Es un volumen sobre cómo construye un escritor. Sobre la libertad y su falta, y esa libertad última e indomable que es soltarse, dejar que las cosas salgan: contar. Es por eso que el libro trabaja sobre la mente del lector no historia por historia, sino en el juego de reflejos entre una serie de relatos escatológicos, un cuerpo de ensayos sobre las humillaciones que padecieron los escritores rusos que optaron por pagar el precio de decir lo que se les daba la gana, una colección de estampas documentales en las que el lector ve en directo a la generación soviética que se emancipó abonada por el sacrifico de esos autores y el marco autobiográfico del escritor que optó por no atenerse a ningún parámetro para llegar a ser quien quería ser: un niño ruso.
Hay una historia memorable en el diario habanero con que concluye El mago de Viena: siendo muy joven y de camino a Europa en barco, Pitol pasó por Cuba. Una noche en La Habana levantó una borrachera de marino y perdió la consciencia. La mañana siguiente amaneció en su habitación, con unos zapatos ajenos, lo cual le preocupa hasta que descubre que son italianos, nuevos, están magníficamente cortados y le quedan a la perfección. Para Sergio Pitol todo está en todo y escribir es la única forma de revelar las conexiones secretas que le dan sentido a la realidad. La escritura está ahí para que nos queden los zapatos.
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