Confabulario
Vicente Alfonso
Todo está en todo, repito mientras hojeo mi ejemplar de El arte de la fuga en busca de la frase. Las cuatro palabras vienen a mi cabeza como un mantra, un ritornello, un lema de antiguos alquimistas. Es lunes a mediodía y estoy en Xalapa, en la casa de Sergio Pitol. Todo está en todo, repito mientras esperamos al autor en su estudio: un espacio amplio en la planta alta, iluminado con luz natural, donde encuentro representados los momentos esenciales de su vida: su obra, sus viajes, sus lecturas, sus amigos.
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Todo está en todo. (Reconozco objetos presentes en la obra de Pitol: los tres tapetes que compró en Turkmenistán durante un alucinante viaje en compañía de Vila-Matas, la cerámica de Gustavo Pérez, las novelas policiales de la colección El séptimo círculo, las fotos de sus amigos más cercanos: Margo Glantz, Juan Villoro, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska). Los dos perros del novelista, Homero y Lola, nos observan. Desde la planta baja llegan ruidos del trajín en la cocina, y alguien nos ofrece café. Todos declinan menos yo, que llegué ayer a Xalapa y no he podido probar una taza, pues he dedicado todo mi tiempo a rastrear las huellas del traductor, del editor, del diplomático, del novelista que una semana más tarde recibirá, en este mismo espacio, el Premio Alfonso Reyes. Todo está en todo, insiste la voz en mi cabeza, pero la frase no aparece en las páginas y desisto de buscarla porque los perros se emocionan al escuchar pasos conocidos en la escalinata de madera.
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“Debo a nuestro gran escritor y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria”, ha escrito Pitol aludiendo a Alfonso Reyes. No se trata de una devoción reciente: ya en Autobiografía precoz, volumen de memorias publicado en 1967, un joven Sergio evocaba la época en que solía escaparse una vez por semana de la Facultad de Derecho para “frecuentar devotamente” las charlas sobre literatura y filosofía griega que don Alfonso impartía en El Colegio Nacional. Comenzaba entonces una relación maestro-alumno que de una u otra forma habría de prolongarse hasta hoy, pues la presencia del polígrafo en la obra de Pitol no es asunto menor. Basta recordar que Alfonso Reyes es el primer nombre mencionado en El Mago de Viena, en un comentario que reconoce implícitamente al regiomontano como maestro. De hecho es muy frecuente encontrar la figura de don Alfonso en las páginas de Pitol: “Cuando en mi escritura requiero una cita, muy a menudo acudo a Reyes y a Borges”, dice en El tercer personaje. Más aún: en varias ocasiones Pitol ha admitido que “La cena”, ese cuento perfecto escrito por el regio, es una de las raíces de su narrativa, y que buena parte de sus ficciones no son “sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato”.
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En El Mago de Viena encuentro este párrafo: “Alfonso Reyes, nuestra figura más abierta al mundo, era estigmatizado por escribir sobre los griegos, Mallarmé, Goethe y la literatura española de los siglos de Oro. Abrir puertas y ventanas era un escándalo, casi una traición al país”. Aunque no lo dice abiertamente, creo que con estas líneas don Sergio incluye a Reyes en un linaje de escritores que en la obra pitoliana aparece retratado con enorme acierto: los excéntricos.
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Un embajador en el metro
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Silencioso y sonriente, don Sergio entra en su estudio, nos da la mano y con una señal nos invita a sentarnos. Viste un traje negro sin corbata, chaleco azul. Se ve tranquilo, lúcido, contento. No obstante el problema de lenguaje que ha enfrentado en los últimos años, ha construido un sistema de señales que le permiten comunicarse con precisión con sus amigos y colaboradores, por ejemplo cuando ofrece un cigarro y pide prestado un encendedor. Segundos después, cuando libera la primera bocanada de humo, me resulta inevitable acordarme de “Vindicación de la hipnosis”, texto incluido en El arte de la fugadonde el autor cuenta su experiencia con un hipnotista cuya misión era ayudarle a abandonar el tabaco: el resultado de aquel tratamiento es sin duda uno de los relatos más emotivos de la narrativa en lengua española.
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Evocar El arte de la fuga provoca que el ritornello vuelva: todo está en todo. ¿Dónde leí la frase? ¿es de Pitol o la escribió alguien más? Por más que busco, en mis notas sólo encuentro variaciones, así que le pregunto a don Sergio cómo ha estado, si está trabajando en algún proyecto, y él señala un libro que descansa sobre la mesa: El viaje, libro que nació de una travesía por Rusia ocurrida hace treinta años exactos. Su asistente complementa: en las últimas semanas Pitol emprendió un repaso de su obra, y en estos días ha estado releyendo El viaje. Añade que cuando se cansa de leer, alguien continúa la lectura en voz alta. También escucha óperas y ve películas.
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Precisamente en El viaje, Pitol dedica algunas páginas a perfilar a los excéntricos, especie literaria cuyas preocupaciones son diferentes a las de los demás: “sus gestos tienden a la diferenciación, a la autonomía hasta donde sea posible de un entorno pesadamente gregario. Su mundo real es el interior (…) En algunas novelas todos los personajes son excéntricos, y no sólo ellos sino también los propios autores. Laurence Sterne, Nikolái Gógol, los irlandeses Samuel Beckett y Flann O’Brien son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes de sus libros y por ende las historias de esos libros (…) El mundo de los excéntricos y familias anexas los libera de los inconvenientes del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, y aun las exigencias del Poder no los tocan, o al menos no demasiado, y no les importa”.
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En octubre de 2005, en una entrevista con Carlos Monsiváis publicada en El País, Pitol se refirió a la población de excéntricos que habita sus novelas: “En mis libros abundan los excéntricos, quizás en demasía, pero es natural. Recuerda, Carlos, nuestra adolescencia y verás que nos movimos entre ellos. Nuestro amigo Luis Prieto, el rey de los excéntricos, nos condujo a ese mundo. Hablábamos un lenguaje que poca gente entendía. Y en mis largos años en Europa, sobre todo en Polonia y la Unión Soviética, mi mundo era ése. Las dictaduras, la opresión, los producían; ser raro era un camino a la libertad”.
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Queda claro que si la excentricidad se manifiesta como alejamiento del canon, en Pitol la toma de distancia fue también física. En 1961, con veintiocho años, emprendió un viaje que se prolongó casi tres décadas por Londres, Varsovia, Pekín, Barcelona, Moscú…
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Margo Glantz, acaso su amiga más cercana, lo perfila así cuando la contacto, días más tarde, para pedirle una evocación de don Sergio: “Hicimos muchos viajes juntos. Por la República mexicana cuando aún existía, o por España, Austria, Portugal, Francia, Inglaterra. Recuerdo muchas anécdotas, se me ocurre una en este momento, en Lisboa donde me presentó a Tabucchi, del cual me hice también amiga, vimos la versión cinematográfica en portugués de La balada de la playa de los canes de Cardoso Pires (quien hubiese debido ganar el Nobel y no Saramago) de la que no entendimos ni una palabra, tan cerrado es el acento portugués; una cena divertida en un lugar donde cantaban fados y al cantante se le movía de manera muy graciosa el peluquín, cuando cantaba. O, más tarde, cuando fui a pasar unos días con él a Praga y pasó a buscarme en coche a Viena, donde me recibió cubierto por una máscara carnavalesca y, ya en Praga, donde para visitar la ciudad tomábamos el metro en la esquina -era el único embajador estrafalario que se permitía ese deporte- y caminábamos y conversábamos ya muy noche por las calles de la ciudad”.
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Glantz me cuenta que los relatos de Pitol le parecen extraordinarios y que le gusta mucho su primera novela, El tañido de una flauta, que considera “poco trabajada por la crítica y mal leída”. El cierre de su respuesta es contundente: “Creo que Sergio es uno de los grandes escritores universales de nuestros tiempos, lo creo absolutamente sin perogrullo”.
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Traducir, ser traducido
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Acaso el rasgo más excéntrico de Pitol sea su abierta transgresión de los géneros literarios, pues sus textos fluyen con soltura de la crónica al ensayo, al cuento o al diario personal, e incluso se deslizan en pasajes donde los hechos ocurren con la torcida lógica de un sueño. No podría ser de otra forma en un escritor que comenzó a llevar, desde 1968, un diario de sus sueños y pesadillas. No podría ser de otra forma en un autor que ha abrevado de literaturas generadas en latitudes muy lejanas.
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“No conozco mejor enseñanza para estructurar una novela que la traducción”, ha escrito el maestro, quien se dedicó durante años, en la década de los sesenta, a traer a nuestra lengua obras de autores como Conrad, Austen, Lowry, Gombrowicz y Graves. De esa labor como traductor ha emergido la colección “Sergio Pitol Traductor”, creada en 2007 por la Universidad Veracruzana que ha alcanzado 20 títulos publicados.
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Pitol nos invita a pasar a su recámara. Junto a la cama está el retrato del escritor hecho por Juan Juan Soriano. Más allá, en un pequeño librero, dos anaqueles están dedicados a Pérez Galdós. También encuentro, entre otros títulos, Rescate por un perro, de Patricia Highsmith, Un drama de caza, de Chéjov,La novela de una novela, de Thomas Mann, Trans-Atlántico de Gombrowicz y un leído y releído ejemplar de El plano oblicuo, de Alfonso Reyes (que abre con “La cena”). Una vez más, todo está en todo.
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A pesar de su sobriedad, el dormitorio ofrece dos evidencias más de la apertura de este autor al mundo: frente a una de las ventanas, don Sergio nos muestra sus baúles de viaje: tres cajas de metal que sugieren estancias largas, forjadas para transportar libros y manuscritos; en la otra ventana, una nutrida colección de los libros de Pitol que han sido traducidos: ejemplares de sus novelas y ensayos en turco, árabe, coreano, húngaro, holandés, ruso, hebreo…
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Antes de salir de la recámara, llama mi atención un libro grueso en el buró: un ejemplar del quinto volumen de sus Obras reunidas, publicado por el Fondo de Cultura Económica. Lo abro al azar. La frase está allí.
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