viernes, 1 de abril de 2016

La trampa del ensayo

Abril/2016
Nexos
Jesús Silva-Hérzog Márquez

¿Será el ensayo siempre una trampa? ¿Una manera de bordear el mundo sin acceder a él? ¿Una elocuente evasión? El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir. El entendimiento es un reconocer los límites, dice Montaigne en su ensayo sobre Demócrito y Heráclito. El paseante no se empeña en sujetar el mundo. Su mirada se detiene en el fragmento. “Escojo al azar el primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada. Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos”. El ensayista juega al argumento, lo adopta por azar y sin firmar contrato con él. Tan pronto encuentra motivos para soltarlo, lo abandona. El ensayo roza y rasca. Punza también, pero su aguja penetra solamente un milímetro del cuerpo.
Bien conocida es la descripción del ensayo como un centauro. Alfonso Reyes lo vio así, como el hijo mestizo del arte y de la ciencia. Un estilo y una inteligencia que forman parte de nuestra cultura moderna, “más múltiple que armónica”. Todo cabe en su jarrito, sabiéndolo desacomodar. La divagación, es decir, el desorden, adopta pose de método. Meneo: brinco, retroceso, giro. Sin itinerario, el ensayista sigue el capricho de sus antojos. Un centauro fue también el padre del ensayo. La inteligencia de Montaigne fluía en el trote de su caballo. Su sueño era vivir montando: “mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”. El jinete sale de su escondite en la torre para pasear: sabe bien de lo que huye pero no tiene idea de lo que busca.
En otra criatura pensaba Chesterton cuando pensaba en el ensayo. No venía de la mitología pero estaba cargada de símbolo. El ensayo, dijo, es una víbora. Su desplazamiento es líquido: ondulante, ágil, peligroso. “El ensayo es como la serpiente, sutil, graciosa y de movimiento fácil, al tiempo que ondulante y errabundo”. El enorme católico advertía, por puesto, otro elemento de la serpiente: ser el animal de la tentación. Ensayar es probar, sugerir, tentar. La serpiente atrae a su víctima. Para engullirla ha de seducirla primero. Chesterton pinta con esa imagen al ensayo como el engañoso arte de la irresponsabilidad. La víbora, desprovista de garras y de tenazas parece un hilo de aire que juega inocentemente en la arena. Es, en realidad, una bestia mortífera que puede devorarnos de cuerpo entero. El ensayo: arte de la evasión, estafa.
Sigamos con Chesterton: el ensayista se escuda en la naturaleza de su oficio para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Anuncia que no lo sabe todo y que apenas esboza conjeturas. Esto puede ser cierto y puede no serlo. Así, el ensayista necesita convertir a su lector en cómplice; imponerle su código de alusiones, eufemismos, esbozos e insinuaciones. Ahí está el peligro que advierte el ortodoxo: si el ensayista trata de asuntos sociales lo hace con el permiso de no ser sociólogo. Si menciona a Darwin, enfatizará su ignorancia de las ciencias biológicas. Soy ensayista, no presento una conclusión, tan sólo sugiero un enfoque. Que no hay que leerlos a la letra nos advierten siempre. Aficionados que denuncian el encierro de los especialistas, los divagadores se deslindan de su idea tan pronto la presentan.
El vicio del ensayo, escribe Chesterton, es el vicio de la modernidad. El hombre medieval no pensaba sino para concluir. Partía de una certeza para llegar a otra. Los doctores medievales adoptaban una tesis y se dedicaban a probarla. Sólo entonces soltaban la pluma. El hombre moderno piensa para pensar y no se siente obligado a llegar a una conclusión. Son los medievalistas contemporáneos los que concluyen, los que se comprometen a demostrar la solidez de su argumento, los que presentan sus ideas en forma de tesis. La víbora siempre se sale por la tangente.

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