La Jornada
Vilma Fuentes
Escapar a las Elenas era más fácil prometérselo que cumplirlo. Había vivido la experiencia en la Ciudad de México a finales de los años 60 del siglo pasado, a partir de nuestro primer encuentro frente a la embajada de Bolivia, donde un puñado de personas protestábamos contra el encarcelamiento de Régis Debray. Desde ese mediodía, me convertí en una asidua visitante a su casa en Las Lomas, al lado de Juan de la Cabada, Juanito, como lo llamaba nuestra anfitriona.
Elena Garro irradiaba un encanto cautivante. Quienes cruzaban por su órbita eran atraídos y devorados, a la manera de los astros que aproximan las estrellas muertas, en cuya vida acabada se vuelven agujeros negros. Pero Elena, en esa época, no tenía nada de muerta. Al contrario, respiraba la vida por todos sus poros. Como exhalaba su imaginación, víctima ella misma de sus criaturas y delirios.
Me acerqué a ella, creía, de manera voluntaria, decidida a observar la vida de la gran escritora que representaba para mí Elena Garro. Me encontré, sin quererlo, con un ser fascinante, un personaje novelesco: la protagonista de un libro de aventuras. En realidad, creo ahora, me vi atrapada por una fuerza gravitacional que ella emanaba.
Nos veíamos a diario. Tuvieron que irse del país en un autoexilio para que dejase de verlas. Era 1968. De alguna manera, viví su huida: los muchachos que ayudaron a las Elenas a salir de México venían por las noches a nuestro departamento para relatarnos, paso a paso, la escapatoria de las Elenas. A escondidas. Nunca entendí de quién se ocultaban en ese clandestinaje organizado a petición suya por nuestros amigos para protegerlas, pues yo no lograba ver quién o quiénes las perseguían.
No pasó mucho tiempo sin encontrarnos. Ya en París, durante una exposición de José Luis Cuevas en una galería de la rue de Seine, me vi sitiada entre dos rostros que se pegaban al mío: ¿Te acuerdas de mí?, Tenemos tantas cosas que contarte… ¿Cómo reconocerlas cuando no conseguía ver más que un trozo de piel frente a mis ojos, tan cerca sus caras de la mía? Tampoco lograba comprender lo que decían: hablaban al mismo tiempo, una a gritos, la otra en un murmullo, el sonido de sus voces se encimaban en mis oídos. Sus voces, sí, yo las conocía. Eran ellas: las Elenas. De momento, brinqué de gusto, las abracé, me dejé envolver en sus brazos y volví a caer bajo el embrujo de su canto de sirenas. Nos vimos semana tras semana durante su estancia en París.
Me telefoneaban a cualquier hora, sin importarles que tuviera la cabeza cubierta de champú o fuesen las tres de la madrugada: ¿cómo decirles que estaba ocupada o que dormía cuando Elenita me decía que su madre tenía la cabeza metida en el horno e iba a abrir el gas? ¿O que Elena ya tenía la cuerda alrededor del cuello y amenazaba con ahorcarse colgada de una viga?
Una mañana rebasaron los límites: Helena Paz me avisó que su madre había logrado suicidarse. Me pidió que pasara a la embajada a ver a un primo suyo y pedirle dinero para el entierro. Cuando llegué a casa de las Elenas, encontré una Elenita eufórica. Me arrancó los billetes de la mano gritando: ¡Milagro, milagro! La Virgen del Pilar me escuchó y mamá resucitó.
Y yo que casi había jurado al primo que Elena Garro había fallecido, si acaso no juré, con toda mi buena fe en las Elenas, que había tocado el cadáver. A pesar mío, era cómplice de la… estratagema. Me juré no volver a verlas y, una semana después, cenábamos juntas en un restaurante chino.
Elena hizo señas: debíamos observar a las dos meseras asiáticas.
–Son menores de edad. Las explotan –dictaminó Elena Garro.
Me vi envuelta en su delirio: era necesario salvarlas de la trata de blancas, sacarlas de la esclavitud. Dicho y hecho, Elena armó un escándalo, exigió la liberación de las chicas. El dueño no logró entender de qué hablábamos. El escándalo aumentó.
Terminamos en el comisariado, donde se nos fue toda la noche. Juan Soriano, cuando supo la aventura, comentó riéndose: Esa es mi Elena.
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