Confabulario
Huberto Batis
En la Imprenta Universitaria trabajé diez años hasta que el rector Javier Barros Sierra —por recomendación de Gastón García Cantú— me nombró director de Publicaciones en lugar de Rubén Bonifaz Nuño, que pasó a dirigir la Coordinación de Humanidades.
Ahí tuve como compañeros a Marco Antonio Montes de Oca y a Eduardo Lizalde, que era el subdirector. Nunca iban a trabajar, pero sí mandaban a cobrar con “carta poder”. La oficina de Lizalde estaba enfrente de la mía, siempre cerrada. Un día retuve sus sobres y exigí que vinieran personalmente. Les pedí que me ayudaran. Como Lizalde se negó aduciendo que ellos eran poetas, lo puse “a disposición” de personal. María del Carmen Millán logró hacerlo asistir a la Universidad, pero Montes de Oca fue a llorarle al rector diciendo que yo era un enfermo del trabajo, un workaholic. El rector le pidió que hiciera un esfuerzo y encontrara tiempo en su tarea poética para asistir a su escritorio en la imprenta.
Le dije al rector Barros Sierra: tengo una serie de aviadores, entre ellos varios bailarines y pintores. A todos los corrieron. Me eché treinta enemigos dolorosamente y otra vez me llamaron workaholic porque los quería hacer trabajar. Todos a los que yo corría Bonifaz los rescataba y les daba aviadurías en la Coordinación de Humanidades. Siempre me decía que era un fascista, luego me llamó socialista. El mismo rector decía: “Batis es muy conflictivo”.
Había una viejita que en vez de trabajar regaba macetas en su cubículo. Iba provechosamente todos los días a regar sus violetas. Era hija de don Antonio Caso y nada más por eso le daban trabajo. Y no hacía nada. Tenía un libro de Amado Nervo abierto en el escritorio. Me decía el señor rector: “Es hija de don Antonio Caso, ¿qué hacemos con ella? Consérvala hasta que se muera”.
En la Imprenta había cantidad de horrores. Un día llegué y me dijeron: “Ven a ver a la imprenta”. En un tablón alto tenían dos ataúdes. Uno decía “Huberto Batis”, con velas prendidas y el otro con el nombre del jefe de la imprenta. Era un tipo que se llamaba Ramón Luna Soto. A él un día lo agarraron, lo encueraron, le pusieron tinta en las nalgas y se las imprimieron en pliegos y los pegaron en las paredes. No nos querían porque los obligábamos a trabajar.
En otra ocasión me encontré a un tipo que estaba cortando papel en una guillotina. Yo iba con unas personas que estaban de visita y me preguntaron: “¿Qué está haciendo ese señor?” Le pedí a ese empleado que nos explicara y nos dijo: “Estoy haciendo viruta”. ¿Por qué lo hacía? Porque una conquista del proletariado era que podían vender la viruta para repartirse la “lana” entre ellos. Me cayó el veinte. Los libros viejos, del año pasado, los cortaban en tiritas. Había un subdirector que tenía cuatro linotipistas a su cargo, pero ellos en lugar de usar el horno de linotipo para su trabajo lo usaban para cocinar mole de olla. Un día pasé y me invitaron: “¿No quiere un caldo?” Les dije que sí. “¿Y una cervecita?” “Pues viene”. Y ahí estaba yo echando un trago de cerveza y un caldo creyendo que era permitido hasta que vi en qué utilizaban su linotipo.
Me quejé con el rector y le dije: “¿Qué hago? Están haciendo mole de olla en el horno y tomando cervezas, haciendo viruta?” La sociedad de préstamos de los empleados vendía por su cuenta libros con el sello de la UNAM. Me enteré cuando a Octavio Paz no le gustó un libro que le publicamos. Me pidió que le cambiara el forro y entonces le pusimos una camisa roja. Días después fui al Centro y vi que el libro sin camisa estaba en todas las librerías: hacían una edición y la vendían por su cuenta. Llevaban doble contabilidad.
Al director de la imprenta también le cortaron el escroto con un cúter. Fue una herida pequeña. Le dijeron: “Si sigues con eso te cortamos más, hijo de la tal”. Él me mostró la herida cuando fuimos al departamento jurídico. ¿Qué haces contra eso? ¿Quién fue? ¡Quién sabe! ¡Fuenteovejuna, todos a una!
Cuando le dije al rector, mandó a un jefe de personal interno. Trajeron a los linotipistas a la dirección. Estaban enfrente de mí. Los encerraron para que firmaran su renuncia. Tenían más de treinta años trabajando y los querían jubilar “a huevo”. Como no querían firmar se los “surtieron”. Escuché cómo los golpeaban y cómo gritaban. “¡Están golpeando a la gente!”, reclamé a las autoridades, que me respondieron: “Usted se quejó y cuando ponemos remedio se queja. ¿Quién le da gusto?” Luego les dieron trabajo de jardineros. Cuando yo pasaba me mentaban la madre y ya sabía que eran los ex linotipistas.
El secretario general, Fernando Solana —un político horrendo—, me regañaba: “Cálmese. ¿No está viendo? No haga una tempestad en un vaso de agua. Sea político, no un dictador.” Un día llegué a la Imprenta y todo el edificio estaba vibrando. Parecía que se iba a caer porque tenían encendidas todas las máquinas. Pregunté qué estaba pasando y me respondieron: “Están trabajando”. Me fui. Si me quedaba ahí me iban a hacer pedacitos.
Hoy la Imprenta ya no existe. El rector Jorge Carpizo acabó con ella cuando supo de todas esas porquerías. Ordenó que todas las facultades hicieran sus propios libros. Desde entonces se repiten los mismos vicios en cada facultad y hacen unos libros horribles.
Cuando me nombraron director de la Imprenta, me hicieron una comida, me pusieron dos chavas guapas, una a cada lado. Ahí estaba Tito Monterroso, que me escribió un recado en una servilleta. La pasaron de mano en mano, y me la dieron esas mismas muchachas. Decía en su recado: “No vas a poder con las dos. Pásate una”. Se había dado cuenta que me habían puesto dos chavas para irse conmigo si yo deseaba. Eran empleadas de ahí o hijas de empleados. Te las sirven en bandeja de plata. Y si aceptas te fregaste, te corrompes. Así pasa en todo el país.
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