Confabulario
Alberto Chimal
Hace algunas semanas –durante un acto en una feria del libro; los detalles son irrelevantes– escuché a alguien preguntar si la escritura de minificciones no era algo sintomático de nuestra época. Si no se debía (lo repito como lo recuerdo) al auge de las comunicaciones digitales y en concreto de las redes sociales, que habría dado origen a una escritura fácil, desprovista de rigor y en general de nula calidad literaria, al contrario de la de un novelista.
Le contesté que no lo creía, y también que no se debía olvidar el hecho de que una gran cantidad de novelas –en realidad la mayoría– se escribe con poco o ningún rigor y es en general de nula calidad literaria. La discusión no siguió, pero desde luego esas palabras dejan ver prejuicios que existen todavía entre muchos lectores.
Los especialistas en minificción se han visto obligados a criticar esos prejuicios desde que empezaron a reconocer la práctica de la narrativa brevísima como algo distinto de la del cuento: un género en sí mismo, con rasgos propios que permiten reconocerlo. Y, como mínimo, ese reconocimiento comenzó en 1959, con la publicación de Obras completas y otros cuentos de Augusto Monterroso, que contiene las siete palabras de “El dinosaurio”. La popularización del uso de internet comenzó hasta mediados de los noventa, casi cuarenta años después, y para entonces la minificción estaba bien asentada en la literatura en castellano. No sólo tenía precursores reconocidos previos a Monterroso –de José Antonio Ramos Sucre o Julio Torri hasta Luis Vidales, Carlos Díaz Dufoo (hijo) o Nellie Campobello– y maestros indiscutibles como Juan José Arreola, José de la Colina, Ana María Shua o Guillermo Samperio: una cantidad notable de trabajos tanto de autores profesionales como de aficionados se podía encontrar en libros, periódicos y revistas, y ya se habían publicado varios de sus libros canónicos, incluyendo las antologías Cuentos breves y extraordinarios de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y El libro de la imaginación de Edmundo Valadés.
La idea de que la minificción se deriva del uso de Internet es un error, pues, debido a la desmemoria y quizá a la frecuencia con la que actualmente podemos encontrar en línea diferentes escrituras brevísimas.
Tampoco es que el paso de la minificción al mundo digital haya dependido de las redes sociales: por el contrario, se dio casi de inmediato, cuando las páginas web aún debían codificarse a mano y sin esperar la aparición de la tecnología de los blogs y o los primeros proyectos en línea de los grandes consorcios editoriales. Por ejemplo, uno de los primeros sitios literarios importantes de la red en español fue Ficticia (www.ficticia.com), fundado en 1999 por el narrador y periodista Marcial Fernández y todavía en línea, en cuyos foros se organizaron muy pronto talleres y concursos de microrrelato. Otras revistas, páginas personales y colecciones tempranas –la mayoría, por desgracia, alojada en servidores gratuitos ya desaparecidos– incluyeron también minificción en sus contenidos de entonces.
Por supuesto, la facilidad creciente de publicación a la que ha llevado el desarrollo de las tecnologías de Internet sí ha ocasionado una especie de explosión de la escritura de narraciones brevísimas. Pero este crecimiento, al menos en el caso de la minificción, fue en principio un traslado desde el mundo impreso al digital y no una reinvención. Las características esenciales de la narrativa brevísima siguieron siendo las enunciadas desde el siglo pasado, que el narrador y académico mexicano Rogelio Guedea –apoyado en estudios de Lauro Zavala y Javier Perucho, entre otros– resume así en el prólogo a su antología El canto de la salamandra (2013): textos anfibios —como las salamandras—, que pueden verse contaminados por otras especies —aforismo, viñeta, poema en prosa, cuento— y breves —de no más de 200 palabras—, que apelan tanto a la pulsión epifánica, a los contrapuntos inter y metatextuales, así como también al recuerdo, la ironía o la metáfora.
Se debe recordar que las transformaciones de la escritura, la lectura y en general la relación de las culturas con el lenguaje, si se deben a cambios tecnológicos, son precisamente como esos cambios: siempre más lentas y complejas de lo que quisiéramos creer cuando las miramos en retrospectiva. En los años ochenta, cuando Gabriel García Márquez reveló que había comenzado a usar una computadora para escribir, muchos autores de aquel momento declararon con indignación que jamás abandonarían sus cuadernos argollados y sus Olivetti Lettera para utilizar aquellos aparatos absurdos. Su actitud parece risible ahora, pero el proceso de aclimatación a la nueva tecnología no podía ser de otra manera. De hecho, el principio del siglo XXI estuvo todavía marcado por un deseo de “normalizar” el uso de internet: volverlo menos extraño y menos inquietante para las grandes poblaciones formadas lejos de la informática. Era inevitable que las primeras tentativas de nuevos usos de la tecnología fueran adaptaciones del nuevo medio a las prácticas antiguas (o intentos de adaptación) y no al revés.
Por ejemplo, aquel fue el tiempo de la primera proliferación de la “novela por internet”, que se entendía como prolongación del género literario más convencional y que no pudo, en realidad, hacer que los nuevos medios de entonces se ajustaran a su forma, su extensión y su necesidad implícita de una lectura sostenida y constante. En cambio, la importancia que se daba entonces a la necesidad de crear contenidoque pudiera verse de un solo vistazo en una pantalla parecía ideal para la minificción existente entonces, y ésta pasó a la red con pocos sobresaltos.
Lo que deploraba la persona que mencioné al comienzo de esta nota eran las adaptaciones actuales de la escritura brevísima, que van en dirección opuesta a las de hace veinte años: procesos todavía en marcha de mutación, diversificación, difuminación y trivialización. Todos estos fenómenos han llegado después de los primeros años de popularidad de los navegadores de internet, a causa de cómo ha cambiado nuestra forma de relacionarnos con los medios digitales.
La mutación más notable de la minificción actual tiene que ver con su tamaño: la mayor parte de los microrrelatos nativos de internet son hoy mucho más breves que sus antecesores impresos. Las 200 palabras propuestas por varios autores como límite más o menos arbitrario de una minificción caben perfectamente en la mayoría de las plataformas digitales, pero lo común es encontrar, más bien, párrafos mínimos, renglones solitarios, o sólo unas pocas palabras, adosadas a veces a una imagen o una etiqueta (hashtag). Hay quienes encuentran estímulo, en lugar de constricción, en el límite de 140 caracteres que es el rasgo más distintivo de la red Twitter; otros recuerdan el cuento de seis palabras atribuido (al parecer erróneamente) a Ernest Hemingway y crean variaciones numerosas de exactamente la misma longitud.
Y hay un fenómeno paralelo aún más interesante: quienes escriben minificción en línea no son solamente autores ya consagrados que migran del papel a las pantallas, ni tampoco nativos digitales que avanzan en sentido opuesto, es decir, de darse a conocer en línea a buscar validación o (beneficio económico) publicando libros. Entre unos y otros hay muchos autores aficionados, que no provienen de los medios tradicionales, no quieren llegar a ellos y de hecho rara vez tienen interés en convertirse en escritores profesionales. Esto es una diversificación de la escritura mínima, que se abre ahora a personas ajenas a los especialistas pero con prácticamente las mismas facultades que ellos para publicar en línea. Y es un fenómeno que sólo ocurre en los primeros tiempos de las tecnologías de medios, antes de que éstas sean cooptadas por gremios o sectores empresariales que las cierren y las vuelvan excluyentes. Podemos ver a este nuevo tipo de autores en comunidades digitales –unas veces espontáneas y otras organizadas, unas veces estables y otras no– cuyos miembros escriben entre todos sobre temas de su preferencia y en general mantienen sus publicaciones en internet: aunque algunas puedan pasar después a libros digitales o hasta impresos, la intención no es siquiera colocar los textos creados en un depósito digital “permanente”, para que no se pierdan en las constantes actualizaciones de las redes sociales. Este desinterés pone en entredicho las ideas convencionales sobre la permanencia de la escritura; las fuentes de muchos de esos textos brevísimos, al ser referencias de la cultura pop o rehechuras de ideas de moda, fuerzan a reconsiderar nuestras nociones de autoría y apropiación.
Al mismo tiempo, las fronteras entre la minificción y otras formas de escritura brevísima, de por sí difíciles de precisar, se vuelven aún más imprecisas cuando se observa que las comunidades en línea más grandes llegan a escribir textos legibles como minificción, acaso, sin proponérselo: sin otra aspiración que distraerse o jugar como parte de sus interacciones diarias en las redes. Se puede ver esta difuminación en juegos de ingenio, creación de memes, simples conversaciones y conflictos entre individuos; todas las herramientas de la minificción citadas en la definición de Guedea –referencias inter y metatextuales, memoria, metáfora, epifanía y, por encima de todas las demás, ironía– han sido adoptadas por personas que no conocen la minificción ni intentan practicarla. La narrativa brevísima, que en ciertas partes de la red se desarrolla, se trivializa en otras: se desliza a la expresión velada (pasivo/agresiva) del desencanto, la frustración o los enojos cotidianos, tan frecuente en interacciones en línea. Su carácter anfibio lo vuelve fácil.
Esto no significa que el anterior sea el aspecto más importante de las transformaciones actuales de la minificción. Lo es, en cambio, el resto de sus mutaciones, que son numerosas y abundantes por la facilidad que ofrece la red para la publicación, la revisión y hasta la eliminación de lo escrito. Por ejemplo, están los textos que, al llegar al límite del aforismo, se concentran en la textura misma del sustrato digital, y se convierten en un comentario de su propio contexto, del propio presente de la enunciación, como ocurre con los textos en Twitter de Cristina Rivera Garza y de una estela de autores más jóvenes, en especial ensayistas y poetas, que la siguen.
Esos textos limítrofes coexisten con otros que siguen atribuyéndose el deseo de ficcionar. Siguiendo la estela de las escuelas hispanoamericanas del microrrelato –muy diferentes de las de otros idiomas, y también a las de la narrativa impresa de la actualidad–, la minificción en sentido estricto de la red suele dividirse entre a) experimentos literarios donde destacan la intertextualidad y la imaginación fantástica, y b) estampas realistas con una mezcla de observaciones puntuales y conclusiones sentenciosas. Entre los creadores de estas variedades de historias se ha vuelto un modelo el trabajo de un narrador del primer grupo: José Luis Zárate, escritor que está llegando al canon desde los márgenes y justamente a causa del reconocimiento que reciben sus minificciones, creadas en series abundantes e ingeniosas, lo mismo alrededor de William Shakespeare que de Godzilla o de metáforas tomadas de la ciencia. Muchos de los que estamos en sus alrededores hemos seguido rutas diferentes, pero en cualquier caso nos anima el mismo impulso: aplicar el rigor particular de lo muy pequeño, por invisible que pueda resultar a algunos, en la creación de los pequeños reflejos de realidad que llegan a ser las minificciones plenamente logradas. Condensar el sentido de una realidad exterior (o interior) en lecturas que siempre se completan en los instantes posteriores a terminarlas, cuando la conciencia de quien lee alcanza al último eco de las palabras escritas y termina por ensamblarlas en una revelación o un sentido que parecía invisible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario