domingo, 17 de mayo de 2015

Escribir y leer

17/Mayo/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Cada vez me convenzo más de que ser escritor no es una elección, sino un destino. No hay nadie que elija ser escritor: lo es por fatalidad o por condena. Puede uno elegir, hasta cierto punto, profesiones, pero lo cierto es que la escritura no es una profesión ni una carrera, sino algo parecido a una enfermedad o una locura.
“Lo más importante para mí es mi carrera literaria”, leemos y escuchamos decir, a cada rato, con pedante y ridícula insistencia, a más de un pegaletras. ¿Carrera literaria? La literatura no es ni siquiera una carrera contra el tiempo, porque hay escritores (Homero, Baudelaire, Laclos, Lampedusa, Rulfo, etcétera) que con un par de libros se hacen inmortales, mientras que hay autores de cincuenta, ochenta o más de cien títulos que, sensatamente, no leen siquiera sus más amorosos parientes.
¿Existe algo que se pueda llamar “carrera literaria” y, peor aún, “carrera poética”? No existe tal cosa. Se trata de una afición que puede convertirse en una afección y desembocar en una aflicción. Augusto Monterroso aseguró que un escritor, si de veras ha de escribir, lo hará contra todo obstáculo, en tanto se dedica a los más variados oficios y menesteres para conseguir su sustento diario, desde la oficina hasta la academia y la docencia, pero también a otros quehaceres menos intelectuales, desde cantinero hasta lavaplatos.
Contra todo lo que se diga, las becas y los mecenazgos no garantizan la buena literatura. Lo sabemos nosotros, lo sabe el Fonca y se ha sabido en todo tiempo. Monterroso afirmó: “Aunque usted regale fincas a diez mil poetas, es muy improbable que de ellos salga un Horacio.” Para él, un escritor debe ser siempre unamateur (es decir, un amante, un aficionado) si desea realmente escribir algo que hagan valer la pena los desvelos y la nece(si)dad de “expresarse” cuando muy bien podría dedicarse a cualquier otra práctica u ociosidad: incluso a jalársela nada más, por puro gozo y retozo de autosatisfacción. (Muchos lo hacen así: se la jalan, pero con la escritura que neciamente llaman literatura.)
¿Carrera literaria? Es lo más parecido a decir “carrera criminal” o “carrera política”. Tales cosas no existen. Existen los escritores, los criminales y los políticos. Y existen las carreras de abogado, arquitecto, ingeniero, contador, médico, etcétera. Todo aquel que piense que la literatura es una “carrera” o no ha leído bien o de nada le ha servido leer a Kafka, Montaigne, Eliot, Joyce, Pound, Cervantes, Dostoievsky, etcétera. Es obvio que los que hoy hablan de “carreras literarias” lo hacen porque están más cerca del mercado que de los lectores, es decir, más cerca del dinero (y de la obsesión por alcanzar la fama de “escritores”) que de las personas que acostumbran leer sin otro afán que perderse.
Para decirlo pronto, mucha gente se la pasa perfectamente bien sin escribir (y sin leer), en parte o en gran medida porque se trata de personas “normales”. La escritura, en cambio, como obsesión, es una anomalía y puede ser incluso (en su excelencia) una patología. Pero ya sea uno bueno, malo o regular (los excelentes son escasos y los genios lo son aún más porque constituyen milagros), lo que le da la identidad de escritor a alguien es la persistencia o la necedad en algo (la escritura) que a la gran mayoría de la humanidad no le quita el sueño en absoluto. Y tal persistencia no le garantiza a nadie la perdurabilidad.
Sabemos, por la historia, de malísimos escritores que insistieron en escribir, pese a que a nadie le importaba lo que hicieran o dejaran de hacer (y hoy están perfectamente olvidados), y sabemos también de muy buenos escritores que sin tomarse demasiado en serio lograron trascender, incluso sin buscar la trascendencia. No se trata de ningún misterio, sino de una consecuencia lógica: ningún libro ha sobrevivido por ser aburrido.
Luego de más de cuarenta años de ser un mediano “escritor”, tengo una sola certeza: escribir es una forma de neurosis, y sólo puede ser virtud si lo que se escribe resulta útil para otros neuróticos. Como ya vengo de regreso, puedo concluir lo siguiente: antes me consideraba un escritor que leía, hoy me considero un (muy buen) lector que escribe. Y nadie tiene obligación de leerme y menos aún de gustarle lo que escribo.
En realidad, esto constituye una ley general (como la de la gravitación universal) que podría enunciarse del modo siguiente: “Nadie tiene obligación de leer un carajo de lo que escriben otros: el derecho de escribir no puede derivar en la obligación de leer.” En consecuencia, te leen los que quieren (si quieren) y esto tampoco garantiza que les guste lo que leen, ni que, si les gusta, sean, por ello, muy inteligentes, y tú seas un gran escritor.

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