Laberinto
Pedro Serrano
El 19 de enero, apenas empezando 2014, Federico Campbell me escribió lo siguiente: “te mando pronto mi texto sobre la traducción”. Habíamos pasado la noche anterior hablando de ese tema en una cena deliciosa, con amigos, en la que desplegó como siempre su pausada humildad, y contó anécdotas entusiasmadas de un viaje a Xilitla del que acababan de regresar él y Carmen Gaitán. Me había ofrecido ese texto para el Periódico de Poesía, y pedido que le escribiera para que no se nos olvidara a ninguno de los dos. Se iban en unos días a Tijuana y quedamos en vernos apenas regresaran. No lo volví a ver. Pasaron varios meses y a mediados de año, hacia julio, hablé con Carmen Gaitán de aquella conversación y correspondencia con Federico. Vicente Alfonso, quien está a cargo de sus archivos, encontró, etiquetado con mi nombre, “La cuerda de la memoria”, un ensayo a partir de la traducción de una frase de Proust. La vida tiene ondulaciones, baches, subidas y bajadas.
Escritor agudo y delicado, había visto su nombre relegado más allá de las segundas planas por la inercia y el adocenamiento crítico imperantes —o inoperantes— en México, país de la discrecionalidad y la inconsistencia. En sus diccionarios o agendas, por ejemplo, Christopher Domínguez simplemente optó por no tomarlo en cuenta. Lo incluye, sí, en la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, pero eso sucedió el siglo pasado, aunque hay que decir que escribió una conmovida, en sus últimos renglones, nota recapitulatoria a raíz de su muerte. En ella, él mismo reconoce haberlo releído “con cierto remordimiento”. Me hubiera gustado que el adjetivo fuera al final más contundente, pero eso es mucho pedirle. Le sucedió a Christopher, como sucedió con Federico en muchos espacios, que se le fue borrando del mapa. Hoy, sin embargo, está llegando su momento. No creo que su repentina muerte sea la causa de su reaparición por escrito. Presiento más bien que todo en él iba hacia esa confluencia, y que los libros de los que voy a hablar y otros proyectos de escritura que Federico Campbell andaba cerrando, estaban destinados a dar el campanazo que están dando.
Quizás ese borramiento de su figura solo tenía lugar en el DF pues, como él mismo decía, lo que sucede en el país, si no aparece en la prensa del centro, no sucede. Para muchos que piensan que solo estas barriadas existen, nada de lo que pasa en otros lados es visto. Sin embargo, en la prensa del Noroeste tenía mucha más presencia que en la del Centro del país. En Tijuana, por ejemplo, unos días después de esa cena en que por última vez lo disfrutamos, había sido nombrado presidente honorario de la Feria del Libro. Por fin empezaba a prestársele una atención que merecía, y que la publicación de estos libros confirma. Estaba cargado de proyectos (siempre lo estaba) y tenía varios libros en puerta. Algunos de ellos, tal como están o modificados, son los que están ahora apareciendo. El Baby, como le decían sus amigos de niño, un nombre que le caía al saco, por su tozudo desparpajo, por su frescura tímida, siguió escribiendo, pensando, leyendo.
Regreso a casa, publicado por Conaculta, recoge novelas y textos críticos y periodísticos que miran desde o apuntan a Tijuana. Incluye su novela Todo lo de las focas, cuyo título, dice Federico Campbell en un texto posterior, no le gustaba. Confieso que a mí sí. Me parece un título casi nórdico, cargado de reverberancias e imaginación: “aquella especie de lobas marinas emitían gritos como de perros recién paridos. Se pasaban horas y horas tendidas al sol proveyéndose de un calor que solo irradiaban en ínfimo grado tal vez porque estaban revestidas de una capa lardácea entre la piel y los músculos. Tenían las orejas pequeñas o solo una protuberancia apenas tangible y triangular. Sus cabecitas sobresalían de un cuello inexistente o casi imperceptible, mientras sus patas se dividían en dedos y falanges completamente móviles y apenas unidos por membranas natatorias. La cola: atrofiada hasta ser poco más que un muñón. El pelaje de las crías era distinto al de las focas mayores, recubiertas por un manto blanco, espeso, delicado, que les permitía flotar. Sus cuerpos se desplazaban nadando, cilíndricos y adelgazados hacia atrás. Rebullían. Se movían con trabajo impulsándose con las aletas posteriores y las patas delanteras, recogidas y cortas, como a saltos y espasmos”.
Esta cita larga y descriptiva permite ver la calidad de la escritura de Federico Campbell, la fuerza de su poeticidad o sinestreza, su capacidad para unir en un compuesto oscuro distintas realidades subterráneas. En realidad no está hablando solo de focas, sino de mujeres también. En el párrafo anterior, al hablar de unas fotos, narra que además de las focas “saldrían muchos pares de piernas y faldas cortas. En el estanque de las focas otras niñas estiraban las manos, reflejándose”. Como en el mito gaélico, las niñas que se reflejan son en realidad “selkies”, mujeres a la vez que focas, focas que son mujeres. Me pregunto si este mito le habría llegado a Federico Campbell en alguna historia de infancia.
Uno de los textos más deliciosos del libro, y que pinta a El Baby, es “Memorias de box y lucha”, en el que cuenta una pelea de lucha libre que no puedo menos que citar: “Una de esas noches del verano sobre el Trópico de Cáncer me hice una máscara del Santo. Construimos un ring de aserrín y una lona en la casa de los Valenzuela, por detrás del callejón. Y se anunció mi lucha contra el Ito Martínez. No aparecía yo y el Ito ya estaba en su esquina. Se estaba impacientando la gente porque suponían que había yo huido del compromiso. Pero es que estaba dejando pasar unos minutos para crear expectación. De pronto me subí por una barda del callejón y me lancé enmascarado y con una capa de toalla larga grisplateada, como las que usaba el Santo. Levanté los brazos e hice mi aparición en el ring por la vía aérea. Mis hermanas no sabían si reír o llorar”. El final de la historia cuenta cómo se enreda con la máscara, casi se ahoga con la toalla, y, por supuesto, pierde la pelea.
Pensar en Federico Campbell es para mí recorrer los territorios de mi propia vida. Digo territorios y no tiempos porque creo que la literatura no produce avances sino circunvoluciones, acumulaciones, aproximaciones. Leer es estar presente. Es ver aparecer con un color quemado al sol desde que salieron, como las arenas de Playa Tijuana, los pequeños libros de La Máquina de Escribir, la editorial que fundó con su propio sueldo a fines de los setenta, y cuyo catálogo es una muestra del archipiélago de este Sudd mexicano que habitamos ahora. Ahí están los escritores contemporáneos que a Campbell le importaban y los bateadores emergentes que empezaron a aparecer en esos años: Esther Seligson con Coral Bracho, David Huerta con Carlos López Beltrán, Jorge Aguilar Mora con Juan Villoro.
Padre y memoria aparece en una nueva edición publicada esta vez por Océano (lo publicó primero Ediciones Sin Nombre, pero no tuvo repercusión). En esa última cena en casa de Mini Caire con la que empecé este escrito, mucho de la conversación giró en torno a la figura del padre. Recuerdo que le mencioné, y apuntó para seguir investigando, la estremecedora novela de John Burnside sobre su padre alcohólico, A Lie about my Father (Una mentira sobre —o un tendido alrededor de— mi padre), y los poemas del poeta británico Michael Hofmann sobre su padre, el novelista alemán Kurt Hofmann. El abanico de lecturas que Federico Campbell hace alrededor de la figura paterna en varios escritores es pasmosa por su diversidad. Nos da un mapa, un itinerario, un museo y finalmente una desgarrada nostalgia de su vida de lector, de su vida como hijo.
Ya en Todo lo de las focas, había incluido la devastadora melancolía que su padre le heredó. Allí se halla el germen de este otro libro, que se quedó haciéndose: “Una tarde que salí de la casa en la bicicleta miré que a lo lejos mi padre venía caminando en contra mía. Me detuve. Tomó los manubrios, sin hablar, y mirándome. No pude decirle nada. Volvió sobre sus pasos y no regresó a casa hasta las cuatro de la mañana. Tocó la ventana, Me despertó a gritos, la voz pastosa, alcohólica, llena de furia y llanto. “Papá…”. Abrí la puerta y lo dejé entrar. Lo vi arrancarse la corbata y arrojar el traje negro de siempre, usado, muchas veces planchado, brilloso, sobre el sofá y meterse desnudo en la cama. Roncaba, la barba prematuramente blanca dejaba el rostro fuera de la manta enrollada en su cuerpo largo, como un cadáver, allí en esa cama a mi lado. Escuchaba sus estertores que hedían a nicotina. Roncaba, y su cara dejaba escapar de vez en cuando gestos involuntarios en los pómulos, moviendo la nariz afiladísima, aguileñísima, como la de un cóndor moquiento. Impreparado, sin saber qué hacer, inventándose seguridades, sentimental y sumiso, agresivo y discreto, desconfiado, triste, tierno, suspicaz, con todo su odio y su amor reprimidos, con hambre, sin trabajo, bueno para nada. Y pienso en él una y otra vez saliendo como cuando lo vi salir de una tienda con un saco de pana desteñido, los pantalones sin raya, sin camisa, y en la mano una bolsa de red llena de naranjas y plátanos: le daba enormes mordidas a una manzana como si no hubiera comido en cinco días, como si le empezara a doler el esternón, sin ganas de saludar a nadie ni hablar con nadie”. Más amor, más complejidad, más entregada observación que en este texto es difícil encontrar.
Recientemente releí citado un famoso verso de Philip Larkin que dice, para quienes no lo conozcan, “They fuck you up, your mom and dad” que traducido al mexicano norteño se escucha de esta forma: “Te rechingaron, tu ’apá y tu ’amá”. La compleja tragedia de muchos escritores, decía el ensayo donde reencontré la cita, viene de que sus padres no fueron suficientemente malignos; si lo hubieran sido los habrían destruido completamente y nunca habrían podido escribir. “Fuck you up” significa en realidad que los padres de los escritores los lanzaron hacia arriba, al barco ebrio de la escritura. ¿Quién en México ha leído, por ejemplo, a Richard Rodríguez, un escritor que debería estar en el centro de muchas de las discusiones que se tienen aquí? Solo Federico Campbell. Pero como a Federico Campbell no se lo leía, entonces lo que él sabía se quedaba en el hilo de sus conversaciones. O quizás, espero, tenía un cuenco de repercusión en el Norte que simplemente pasa de estas regiones mexicas inconclusas e incultas. Una de las virtudes de esta edición de Océano es su índice onomástico, cuyo solo recorrido produce vértigo.
“La memoria del cuerpo”, por ejemplo, uno de los textos recogidos en Padre y memoria, es uno de los mejores ensayos epigenéticos que he leído (la epigenética es el estudio de aquellos rasgos genéticos que nos vienen, entre otras cosas, del medio ambiente, por ejemplo, pero que también condicionan y explican nuestra herencia biológica, como por ejemplo la relación entre la supervivencia, el asco y el rechazo al otro). Ahí, Campbell apunta lo siguiente: “Ni la genética ni la biología molecular nos han confirmado todavía si todo el organismo, con sus ramificaciones nerviosas, su epidermis, sus órganos, sus tejidos linfático y adiposo, son asientos de la memoria, pero están a punto de hacerlo. Solo la observación nos concede sospechar que en los músculos y en sus microscópicas grietas rebotan o se dejan adormecidas las emociones. En el cuello, en el bajo vientre, la espalda, la ingle, el estómago, parecen repercutir los sustos, el pánico, la tristeza, la alegría”.
El tercer libro de Federico Campbell salido recientemente es estremecedor por su intransigencia, e importantísimo por su definición intachable e indeleble de las cosas. La era de la criminalidad (FCE) recoge tres libros: La invención del poder, publicado por primera vez en 1994 por Aguilar; Máscara negra, publicado en 1995 por Joaquín Mortiz; el último lleva el título del libro. El primer libro es un ensayo a paso lento pero firme sobre el poder. En su recorrido, Campbell se hace preguntas y pone afirmaciones contundentes e inobjetables sobre el racismo en México, sobre el fraude, sobre el crimen de Estado. Comienza, como todo comienza para nosotros, con el 68 y Luis Echeverría. El segundo libro tuvo sus inicios en una columna sobre novela negra que le propuso a Roger Bartra para La Jornada Semanal, pero la deriva más negra de la realidad mexicana lo fue orillando. El tercer libro del volumen recorre el tramo que va de los gobiernos panistas al regreso del PRI. En uno de sus primeros textos, que narra la llegada de Fox al poder, aventura la posibilidad de que el PRI, esa amalgama de liberales y corruptos, por fin se convirtiera en un verdadero partido político, cosa que no sucedió. Gracias a la ayuda de los dos sexenios panistas, mantuvo sus estructuras y regresó, tan orondo, al poder. Se fue quedando sin liberales, eso sí, y el componente corrupto se apoderó de todas sus estructuras, extendiendo su sistema clientelar a todos los demás partidos. En eso estamos.
Me pregunto, y esto es central en esta reflexión sobre el escritor y su presencia en México, si no sería esa intransigencia suya, esa incorruptibilidad, lo que lo fue dejando no tanto fuera de la discusión sino sin eco. En todo caso, es un acierto que se haya reunido en este volumen su producción más radical. Su resultado es que se vuelve un libro indispensable para entender no lo que pasó, sino lo que ahora está sucediendo. Nunca más actual que en esta hora del lobo su grito ahogado. Si sus reflexiones son estremecedoras por su recorrido, se vuelven escalofriantes por su actualidad y vigencia Uno de sus últimos textos, por ejemplo, se titula “En México el Estado ya no existe”. Desde su lectura, debemos preguntarnos en qué país vivimos, por quiénes nos dejamos gobernar, y más urgente todavía, cómo hacer, qué hacer para echarlos, a todos.
En ese viaje de regreso que mencioné al principio, Federico Campbell se contagió de influenza y unas pocas semanas después había muerto. Es una ironía amarga y es también una dura casualidad. Hay que leer su muerte de ambas maneras, para serle fiel. Su obra está cargada de una persistente persecución de la verdad, y también de un vuelo imaginario que le sale de las tripas, como a Prometeo. Nos hacen falta en estos días ominosos su voluntad de observación, su cálida ironía, su crónica meticulosa, su bonhomía. Me gustaría imaginar que con estas nuevas ediciones publicadas en el año aciago de 2014, Federico Campbell empieza a recibir las lecturas que merece y que a partir de ahí su peso activo va siendo cada vez más necesario e indiscutible para bien de la literatura mexicana, de la cultura en México, de la política en este país. Sería un buen principio para que la indispensable reconfiguración de esta literatura y este país por fin comiencen.
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