Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
A Hugo Gutiérrez Vega,
que encontró Jerez
en su infancia de Lagos
que encontró Jerez
en su infancia de Lagos
No sé cuántas veces he leído la poesía de López Velarde en distintos libros, pero donde he leído más es en las ediciones de José Luis Martínez. El crítico jalisciense armó un rompecabezas perfecto para ordenar y sintetizar lo que se creía hasta 1971 que era la obra completa del jerezano; después reuniría más material y en el centenario del nacimiento de RLV, en 1988, engrosaría el tomo. Al principio de su notable ensayo introductorio, Martínez habló de una unanimidad en torno al amor a su obra, y cerró: “Pero por cualquier camino que lleguemos a ella, todos coincidimos, caso excepcional en este país de díscolos, en la preferencia, en la adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de Ramón López Velarde.” No todos. Al menos, dos grandes excepciones: una, fue Jaime Sabines, quien varias veces comentó que no le gustaba, y si nos vamos más atrás, pero por rencorosos motivos personales, rayando a veces en el insulto, Alfonso Reyes, quien jamás asimiló –digirió– una brevísima reseña de López Velarde de diciembre de 1920 sobre El plano oblicuo y durante veintisiete años, de 1926 a 1953, como documentó José Emilio Pacheco, cada cierto tiempo se le iba sañudamente a la cabeza. En 1926 Reyes le dijo pueblerino, poeta de baratijas locales y “poeta roto” que trae raído el trasero del alma; trece años más tarde lo deslíe como “estrella fugaz de nuestro cielo poético” (el subrayado es mío), y en 1953, lo compara con el aduanero Rousseau, o sea, por decir lo menos, el ingenio lego, y por decirlo de una manera más popular y pedestre, el burro que tocó la flauta.
Pero permítaseme recordar anécdotas o momentos de cuatro poetas y escritores mayores, argentinos y mexicanos, desgraciadamente ya idos, que, aunque no lo conocieron personalmente, admiraron altamente la lírica lopezvelardeana.
En noviembre de 1978, minutos antes de comenzar su diálogo para la televisión con Juan José Arreola, sentado a la mesa con Jorge Luis Borges (1899-1986) en la Capilla Alfonsina, salió el tema López Velarde. Borges recordó la decisiva influencia de Lugones sobre él, “pero López Velarde, me parece –dijo–, es un poeta superior a Lugones”. Es fama que Borges sabía de memoria “La suave Patria” y “El retorno maléfico”. Al conversar sobre el segundo poema, repitió los tres primeros versos, que están cargados de tristeza por la destrucción de Jerez a manos de las tropas villistas: “Mejor será no regresar al pueblo,/ al edén subvertido que se calla/la mutilación de la metralla.” Borges recordó que había hablado alguna vez de estos versos con Pedro Henríquez Ureña y a él le parecía que estaría mejor resuelto sin “subvertido”, porque era una palabra periodística con connotaciones políticas. Dudé. Dije unas dos o tres veces los versos en voz alta con y sin la palabra “subvertido”, y atreviéndome a disentir, le señalé que en mi modesta y muy discutible opinión era necesaria la palabra, porque sin “subvertido” cojeaba musicalmente la segunda línea y el ritmo se detenía con dureza en la te de mutilación, y en cambio, si se ponía la palabra, la te, se atenuaba y el verso fluía naturalmente. Hombre extremadamente cortés, dándole al interlocutor en este caso un lugar que no merecía, Borges dijo algo así como: “Qué bueno que no estemos de acuerdo porque, usted sabe, eso es algo muy aburrido.”
En junio de 1992, gracias a la mediación de Jorge Valdés Díaz-Vélez y Carmen Boullosa, entrevisté a Bioy Casares (1914-1999) en su departamento de la calle Posadas, en el barrio de La Recoleta. Al terminar la entrevista, generosamente me invitó a comer en el famoso café o restaurante de La Biela, en la plaza, “y allí, si me quiere seguir preguntando, continuamos la entrevista”. En cierto momento, comentó que sabía de memoria, igual que Borges, “La suave Patria”. Me preguntó si quería oírla. Mientras bajábamos por el elevador del edificio y aún en la calle, con esa voz apagada que tenía ya a sus setenta y ocho años, la dijo completa. “Quizá así le traje algo de México a Buenos Aires”, señaló sonriente.
Todo México sabe que López Velarde era el poeta favorito mexicano de Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013). Sin embargo no coincidía en nada con él en su gusto por un poema, “Hermana, hazme llorar”, que el poeta zacatecano escribió a los veintiún años. Bonifaz lo sabía de memoria. Esa pieza lírica, y una tríada más, eran por los que tenía especial dilección (“Si soltera agonizas”, “Hoy como nunca” y “Te honro en el espanto”). “Hermana, hazme llorar” se lo he de haber oído en público o en privado unas cinco o seis veces. Al oírlo de labios de Bonifaz el poema me sonaba mejor que leído. Pero ¿por qué mi distanciamiento con ese poema? Si se me permiten las observaciones críticas, porque formalmente está mal medido, el ritmo en momentos se traba, se le cuelan rimas consecutivas, hay tres estrofas con rimas en infinitivo, los adjetivos no crean la sorpresa o el asombro que crearán en poemas posteriores… Pero ¿por qué le encantaba a Bonifaz? No lo sé. Me doy por pensar que acaso, en alguna época de su juventud, que para él fueron largos años de escasa felicidad, el poema lo asociaba con alguna mujer que amó, y hacía suyas por eso estas líneas: “Yo no sé si estoy triste por el alma/ de mis fieles difuntos,/ o porque nuestros mustios corazones/ nunca estarán sobre la tierra juntos./ Hazme llorar, hermana,/ y la piedad cristiana/ de tu manto inconsútil/ enjúgueme los llantos con que llore/ el tiempo amargo de mi vida inútil.”
Juan José Arreola (1918-2001), otro de nuestros escritores entrañables, tuvo devoción por la poesía de López Velarde, y aun escribió un libro didáctico sobre él, donde se detuvo ante todo en explicar –hay espléndidos hallazgos– “La suave Patria”. Me cuentan los muy allegados que en su melancólico final, cuando sobrevivía en estado letárgico, al oír poemas de López Velarde algo dentro de él lo ponía en alerta, alzaba la cara, y prestaba atención como si se tratara de un brillo que dejaba vislumbres en lo más íntimo del corazón y el alma.
López Velarde fue un gran poeta en verso y un gran poeta en prosa. En un país donde difícilmente ocurren milagros uno fue su poesía. El primero que así lo vio fue José Juan Tablada en 1921 en su “Retablo”, dos meses después del fallecimiento del amigo joven, diciéndolo con una metáfora guadalupana: “Poeta municipal y rusticano,/ tu Poesía fue la Aparición/ milagrosa en el árido peñón,/ entre nimbos de rosas y de estrellas,/ y hoy nuestras almas van tras de tus huellas/ a la Provincia en peregrinación.”
Ramón López Velarde es para mí el poeta más querible de México, el que resiste una y otra vez las relecturas, y quizá, si se puede categorizar por los deleites continuos de la lectura, el mejor que ha nacido entre nosotros.
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