Laberinto
Marco Lagunas
Günter Grass creció en la Alemania nazi. Vivió este periodo de la historia como un joven soldado convencido del triunfo de Adolf Hitler y el discurso de “la superioridad alemana”. Tenía 16 años cuando la guerra terminó y se dio cuenta de los horrores en los campos de concentración y las ejecuciones sumarias; de la visión racista del hombre aceptada socialmente y planeada para el resto del mundo. En la década de 1950 todavía estaba fresca en la memoria colectiva la brutalidad del nacional–socialismo: el gran tema de la primera novela de Grass. Para él, leer a los filósofos existencialistas y en especial a Kafka fue una extraña manera de volver a entender.
Observar
cierto rasgo kafkiano en la obra de Grass no resulta tan descabellado si se
consideran sus textos dedicados al autor praguense. Destacar sus vínculos
literarios y su singular manera de explorarlos significa aquí imaginar cómo
leyó Grass a Kafka. En “Mirada retrospectiva sobre El tambor de hojalata o el autor como dudoso testigo”, Grass
hace un autoanálisis de la formación de su primera novela, una de las más
polémicas de la literatura de posguerra. Ahí surge fugazmente la figura de
Kafka al lado de otros modelos literarios. Años más tarde miró de nuevo hacia
lo kafkiano en su ensayo “Kafka y sus ejecutantes”(1978). Entonces, su principal
preocupación consistió en hacer una crítica a la burocracia y al socialismo en
el bloque oriental, aunque esta vez utilizando la desproporción como un recurso
estilístico para llevar el funcionamiento del aparato burocrático al absurdo.
En
su primer libro, Las ventajas
de las gallinas de viento (1956), se encuentra el poema “K. el escarabajo”, claro homenaje
a Kafka.
La letra K. es abreviación de Kafka y del personaje de La metamorfosis en relación con su naturaleza animal: Gregor
Samsa, el escarabajo (Käfer). Durante las seis
estrofas, el insecto permanece acostado, referencia al inicio de la historia de
Gregor y a sus reflexiones cuando mira la niebla a través de la ventana. El narrador
comparte el punto de vista del insecto, mientras ocurren eventos con un cierto
distanciamiento brechtiano: un cigarro vuela hacia el cielo o pasa corriendo el
atleta finlandés Paavo Nurmi. Grass juega constantemente con el cambio de
perspectiva, con el efecto cómico del escarabajo engrandecido: está en su casa,
es decir, yace dentro de un tazón. Además, se percibe el temor del escarabajo a
un zapato, comparándolo con una aplanadora de vapor. En la última estrofa se
menciona a Käte Kruse, llamada “Mamá muñecos” por sus excelentes juguetes
fabricados a mano. ¿Se aborda con ello la perspectiva infantil? En varios
poemas del libro flota esa forma de actuar, pero inmersa en situaciones
perversas o violentas; antecedente o reelaboración de diversas escenas de El tambor de hojalata (1959).
De
manera paralela a este poemario, Grass comenzó a escribir El tambor de hojalata. En aquel entonces no se habían
publicado aún los diarios y cartas en los cuales, de acuerdo con Elias Canetti
en El otro proceso de Kafka, cartas a
Felice (1969), el autor praguense confiesa un singular deseo: “Dos
posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección
o sea inactividad; lo primero inicio, o sea acción”. Sin embargo, Grass debió
intuir este deseo a través de una lectura activa y lo trasladó al personaje
principal de El tambor de hojalata,
Oskar Matzerath, quien a la edad de tres años decide detener su crecimiento y,
en consecuencia, su transformación en un adulto.
Oskar “permanece pequeño” gracias a los sonidos del tambor. Como
el devenir animal de Gregor, su deseo evoca al síndrome de Peter Pan: evitar el
crecimiento para escapar de las responsabilidades de “lo adulto”; una manera de
rechazar un sistema (el nazismo) que lleva este concepto al asesinato. Oskar no
va del adulto al niño o al animal como los personajes de Kafka; su decisión de
no crecer a partir de los tres años lo mantiene “pequeño”, con las ventajas y
desventajas que esto supone. Permanecer con su misma talla significa una
rebelión frente a los deseos del padre. Como Gregor, Oskar tampoco está a la
altura de las enormes expectativas evolucionistas de su familia: crecer para
heredar la tienda de abarrotes o para marchar entonando cantos en honor al Führer. Aquí hay un cambio de
función con respecto a una serie de personajes “pequeños” (Pulgarcito, de los
hermanos Grimm, o la pequeña Alicia de Lewis Carroll), un giro proveniente de
una decisión única en la historia de la literatura, pues la postura de Oskar se
manifiesta con plena conciencia de lo que esto significa para él y para los
otros. Por medio de esta idea, el punto de vista desde abajo se apodera de la
perspectiva elevada. Ahora el pequeño mira burlón a los adultos y a través de
los sonidos del tambor los regresa a la niñez.
Grass nutre su novela con innumerables referencias provenientes de
los cuentos de hadas, canciones populares, juegos infantiles y las explora a
través del sentido religioso, erótico e inmoral del niño o del “enano deforme”.
Por medio
de “la perspectiva desde abajo”, se pueden distinguir los temas comunes a ambos
autores: la figura del padre (o los padres) y la culpa ante él (o ellos) son
tratados con un humor amargo, patético; el interés por lo anormal, por el
espectáculo de circo, la exhibición pública. Oskar, así como sus compañeros
liliputienses, tienen algo del artista del hambre, del
artista del trapecio y de Josefina la cantora. En ambas obras, los sonidos representan
la “desterritorialización del lenguaje”, un instrumento hipnótico con poder sobre
los otros: en Kafka, con el canto de Josefina al pueblo de los ratones o el
trastorno de Gregor al escuchar a su hermana tocar el violín; mientras que en
Grass, con el canto vitricida de Oskar y sus estilizados redobles sobre la
hojalata. Otro aspecto común (¿o asimilado?) proviene del placer por construir
máquinas. En la novela de Grass, el verdulero Scheffler construye “La máquina
tambor” para suicidarse y Kafka inventa una máquina de castigo en el relato “En
la colonia penitenciaria”. Tal vez, incluso las perversas niñas de la novela El proceso de Kafka podrían tener
algún parentesco con la fría muchacha de rostro triangular Luzie Rennwand, que
fascina a la banda de jóvenes saqueadores (“Los curtidores”), en El tambor de hojalata. Finalmente
está la perspectiva del animal en ambas obras, en la mayoría de los cuentos de
Kafka y en libros de Grass como El
rodaballo, La ratesa, Años de perro, El gato y el ratón, A paso de cangrejo, Del diario de un caracol. Interés
que se refleja en el extraordinario trabajo de Grass como artista plástico: sus
esculturas y grabados.
Al escribir El tambor de
hojalata, Grass tenía una clara idea de lo que representaba “la
estética de lo pequeño” en Kafka; una estética que si bien apunta hacia la
idealización de la “perspectiva desde abajo”, puede llegar a ser tan absurda y
cruel como la de “lo grande” en lo adulto. En Oskar, el crecimiento desigual y
la pérdida de la voz vitricida son las respuestas inconscientes de su cuerpo a
ese “devenir adulto” que se da al renunciar a los sonidos del tambor. La idea
de “lo pequeño” hace a Oskar resistirse al crecimiento, y la deformación de su
espalda, en la cual aparece una horrible joroba, queda como un signo de su
pérdida de simetría, de su traición moral a este principio “estético”. Aceptar
el mundo de los adultos tiene sus consecuencias, pues pronto viene el hastío y
al personaje solo le resta añorar sus 94 centímetros de
altura en esa Alemania de la posguerra que parece levantarse de los escombros,
aunque también un tanto contrahecha.
En su libro Conversaciones, Nicole Casanova pide recorrer la obra de Grass “de un extremo a otro, si se quiere comprender la actividad de esta mina de donde se extraen las metamorfosis”, donde la decisión de mantenerse pequeño implica volver la vista a los motivos estéticos de un hombre que miró al mundo con los ojos del escarabajo.
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