Laberinto
Héctor Orestes Aguilar
Para Tona Pi-Suñer i Llorens y Ana Gerhard Pi-Suñer
Anécdota
previsible: un joven poeta de
semblante hosco, poco aliñado y de dicción áspera —autor de un volumen de
cuarenta poemas a duras penas localizable en librerías que no venderá más de
setecientos ejemplares, y de breves piezas de teatro insertas en la tradición
surrealista nunca representadas de manera profesional—, toma su turno para leer
en voz alta un pasaje de la obra que trae entre manos, las primeras cuartillas
de lo que describe como una novela. Ich
schreibe an diesem Roman, explica antes de ponerse en trance. Es el
otoño de 1958, en una casa del barrio rural de Allgäu, diminuta ciudad termal
del condado de Ravensburg; una reunión casi sectaria del Grupo 47, el cónclave
literario alemán organizado bajo el modelo de la hispánica Generación del 98, grupo
sin grupo que convoca periódicamente a tertulias donde participan autores, críticos
e incluso editores.
Hans
Werner Richter, organizador principal de aquellas sesiones, registra así
aquella lectura: “Me sorprende que esté escribiendo una novela, para mí es un
poeta, también un dramaturgo. Pero ya desde las primeras frases, la sala está
como electrizada. Es el primer capítulo del futuro Tambor de hojalata […]. Y sé que es el comienzo de un gran
éxito en el Grupo 47.
Ralf
Schnell, germanista e historiador de la literatura, señala con razón que la
primera novela de Günter Grass fue muchísimo más: se trataba del comienzo de un
éxito literario como nunca antes lo había tenido autor de lengua alemana
alguno, con excepción, antes de la Segunda Guerra Mundial, de Stefan Zweig. A lo
largo de veinticinco años, aquella obra publicada en 1959, pocos meses después
de la lectura referida, alcanzó a facturar más de tres millones de ejemplares y
se tradujo al menos a veinte lenguas; por todas las transformaciones que trajo
consigo, en virtud de su enorme poder épico y su inusual despliegue de
imaginación, se convirtió en el símbolo de una cultura literaria, y, visto en
retrospectiva, en el emblema de toda una época. Por sí sola, El tambor de hojalata tuvo la
misma repercusión y se convirtió en un fenómeno extraordinario semejante al boom narrativo latinoamericano.
Entre
la cauda de sensaciones que trae consigo la desaparición física de Günter
Grass, a los 87 años, el pasado 13 de abril, la más estremecedora es percibir,
de nueva cuenta, con mayor claridad, cuánto ha cambiado la sociedad y la
cultura alemanas durante los últimos cinco decenios y medio. En el lapso
equivalente a una vida adulta promedio, en el mismo periodo en el que apenas se
arriba a una visión equilibrada de la condición humana, la República Federal
ha experimentado procesos de transición asombrosamente intensos y veloces, en
cierta medida inaprehensibles o laboriosos de entender. Por otra parte, es
alucinante corroborar que todavía está fresco en la memoria el momento en que la
editorial Joaquín Mortiz inaugura en México su serie Novelistas contemporáneos
en 1963, con la histórica versión española de El tambor de hojalata debida al transterrado Carles Gerhard
Ottenwälder (1899-1976), catalán de madre alsaciana y padre suizo, un político
dedicado a la traducción con un perfil fuera de serie, quien realizó la tercera
traducción —y no la primera, como afirmé erróneamente durante días recientes en
varias entrevistas— de la ópera prima
narrativa de Grass, luego de que aparecieran las ediciones francesa e inglesa
en 1961 y 1962, respectivamente. Una traducción que, como reconoció hace pocos
años Miguel Sáenz, es superior a las dos anteriores y fue aportación decisiva
para la recepción internacional de la obra de Grass; una acogida que lo llevó primero
a ser una celebridad mundial y a la larga a obtener el Premio Nobel, toda vez
que le abrió un espectro de lectores de gran magnitud y significó el inicio de la
publicación de la “Trilogía de Danzig”, pues Gerhard Ottenwälder también
traduciría El gato y el ratón
y Años de perro, editadas
asimismo bajo el sello de Joaquín Mortiz en 1961 y 1963.
Actitud crítica y disidencia
Una
novela excepcional y fundadora, un momento irrepetible en la historia editorial
de México, un traductor dotado con notable oficio y una cultura refinada: estas
coordenadas no han vuelto a confluir en torno a la edición de ninguna obra
literaria alemana reciente en nuestro país y se antoja complicado que vuelva a
pasar, pues han cambiado mucho las reglas y condiciones para publicar en
nuestro mercado editorial y la adquisición de derechos de traducción de grandes
autores en otras lenguas no es común. Aún menos probable es que los escritores
contemporáneos de lengua alemana vuelvan a emprender, en este siglo, una
iniciativa como la que cobijó e impulsó a Günter Grass. Si bien persiste un
espíritu gremial en la sociedad literaria de la República de Berlín, un
proyecto colectivo como el Grupo 47 es impensable en nuestros días, como
inimaginable resulta que los autores emergentes de la Alemania
reunificada pretendan cumplir las funciones de un intelectual de la estatura de
Grass, quien hizo de su actitud crítica, su disidencia permanente y su apoyo a
grupos sociales excluidos una causa pública.
La
muerte del autor de El tambor de
hojalata ha reavivado las polémicas en torno a esa parte de su
trayectoria, la faceta que Grass ejerció más como un intelectual (en el sentido
que se le da en Francia a esa palabra, un letrado que contradice y pone en tela
de juicio al poder), comentócrata, consejero aúlico de la socialdemocracia,
patrono y mecenas de premios literarios regionales o de comunidades étnicas
excluidas en Europa —como el pueblo de los roma— quien, al revitalizar el
alemán y renovar la novela como género, contribuyó sin duda a legitimar la civilización
germana de la posguerra. El papel que desempeñó Grass como puntal de la Imagen-País de la República Federal
durante al menos tres decenios no fue menor.
De allí que el expediente iniciado en agosto de 2006, cuando se desplegó la campaña de lanzamiento de Pelando la cebolla, libro donde Grass reconoce haber sido reclutado por las Waffen-SS, elitista sección de combate de los escuadrones paramilitares de protección en el ejército hitleriano, vuelva a abrirse, dé pie a nuevas y viejas preguntas y nos confronte a la realidad incontestable de que incluso Günter Grass, quien encarnó tal vez sin desearlo la conciencia moral de Alemania durante los últimos cuarenta años del siglo XX, no logró hacer un ajuste de cuentas con su propio pasado nacionalsocialista de forma cabal, pero sí nos dejó muchas buenas enseñanzas sobre lo que puede hacer un ciudadano de la literatura con una conciencia crítica. Con el regreso intermitente de la xenofobia radical, el antisemitismo y el miedo ante la diferencia que caracterizan a movimientos sociales como PEGIDA (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente), surgido en noviembre pasado en Dresde, estoy cierto que extrañaremos —no solo los alemanes— la mirada penetrante, provocadora e incómoda del poeta Günter Grass, siempre una fuente de luz entre la tiniebla de la irracionalidad.
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