Jornada Semanal
Luis Guillermo Ibarra
Por una literatura con tensión social y función lúdica e imaginativa
La obra de Edmundo
Valadés (1915-1994) recorrió múltiples senderos. Su labor como
divulgador del cuento durante varias décadas fue acompañada por el
ímpetu creativo del género literario. A él le debemos el descubrimiento
de muchos escritores que nos dejaron un solo relato memorable pero sí
suficiente ante el vértigo de páginas reiterativas en nuestro tiempo.
Su revista El Cuento fue un paseo con estos héroes desconocidos de la palabra.
Al igual que ellos, el sonorense sabía que en unas
cuantas páginas podía representar un cosmos de complejidades. Con un
lenguaje de respiración sostenida, de medidas casi matemáticas,
construyó historias exactas en las cuales se reveló como un penetrante
observador de su tiempo y de su realidad. Con pocos libros de relatos,
entre ellos: La muerte tiene permiso (1955), Antípoda (1961), Las dualidades funestas (1966), Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita (1986), Edmundo Valadés siguió protegiendo el camino de Sherezade y elevando la herencia de Poe, Chéjov o Maupassant.
Valadés fue hijo de la Revolución y atinado
cronista de sus secuelas, contradicciones y desencantos. Este evento
marca su vida y la concepción de su literatura. Descubre rápidamente en
las narraciones de Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y Rafael F.
Muñoz un personaje memorable: “el paisaje”. En uno de sus libros sobre
el tema, afirma: “Nunca se ha reunido en toda nuestra literatura un
mural geográfico tan solidario del hombre en sus afanes de justicia y
libertad.” Este legado era un territorio lleno de cicatrices. Por lo
mismo, el lenguaje y la historia inmediata proclamaban la construcción
de nuevas realidades.
Para Valadés, la imaginación era un elemento de
sustancial importancia para entender todo aquello, un instrumento que
“despierta para asociar la naturaleza a las cosas vivas”. En los más
mínimos detalles ejerció con suma inteligencia y sensibilidad esta
idea. Basta realizar una relectura de su cuento “La muerte tiene
permiso” para encontrarnos con manos y rostros que surgen desde una raíz
lejana y desconocida; el lenguaje de la piel de los personajes
reclamando su derecho a la tierra; el eterno reencuentro de la
civilización y la barbarie con la violencia y la muerte.
Si hablamos de los múltiples senderos de la obra de
Edmundo Valadés es por lo mismo. Observemos solamente esa doble imagen
fusionada del lector infatigable y el creador de cuentos. Cada vez que
regreso a Valadés es para seguir uno de esos caminos de su imperio
imaginativo. Está el del roussoniano grito de la “justicia primitiva”
contra la corrompida civilización; el de los hombres ordinarios que se
obsesionan con pequeños objetos; el mundo de los sueños y las breves
historias; está también presente el del dostoievskiano mundo del juego y
el azar.
Esta última referencia al escritor ruso quizá no es
del todo casual. Uno de los temas fundamentales de Dostoievsky y de
mayor influencia en los cuentos de Edmundo Valadés es, sin lugar a
dudas, “el doble”. El escritor abre ahí las puertas a los íntimos
infiernos de la conducta humana.
En los cuentos “Los dos” y “El cuchillo”, incluidos en el libro Las dualidades funestas,
es claro el dominio del juego de espejos del personaje. En esta última
historia, un vendedor de productos para el hogar al borde de la
desesperación por la desfavorable situación de su suerte, intenta
suicidarse con el objeto de sus obsesiones: el cuchillo. Se arrepiente y
arroja el filoso objeto por la ventana. Desde ahí, en la
semioscuridad, ve “la sombra de un hombre” detenerse y recoger aquel
punzante abandono en el suelo. El desconocido hace al cuchillo
“penetrar de un golpe certero en todo lo que era su vida”. La duda se
abre ante nuestro pequeño héroe al observar aquel suceso: “Nadie, ni
yo, sabe si ese hombre era la sombra de un hombre o yo mismo.”
Los cuentos de La muerte tiene permiso es
el semillero de estas imágenes. En uno de los relatos del libro, un
personaje se presenta como “un animal que huía, un animal de lúcido y
acertado instinto” y a la vez como “un hombre del que sólo queda
conciencia en su embriagado corazón”. En el discurso de esta historia
los juegos de los pronombres “él” y “yo” sirven al narrador para
señalar los atributos de la felicidad, la conversión que sufren la
naturaleza y el hombre.
En su obra, de manera constante, surge ese “yo”
dividido en los laberintos de la conciencia humana. Las historias de un
hombre mediocre que se ve en el espejismo de la fortuna que le entrega
el azar o las de aquel héroe que reflexiona sobre el sentido del mundo
sin su presencia, son ejemplo de ello.
Para Edmundo Valadés había en la literatura cierta
obligación de representar una tensión social que no estaba de espaldas a
su función lúdica e imaginativa. Esto se manifestaba en el intenso
diálogo que mantenían los personajes con su entorno. Ahí habitaban esos
hombres que intentaron alcanzar una imagen, la de su doble, poseedora
de todos sus deseos. Hombres que sin embargo despertaron en un mundo
fraguado por el desconcierto y el fracaso.
El escritor leyó con suma atención esos mundos. Al
mencionar esto, debo hablar también de la imagen de “el doble” en
Edmundo Valadés. Ese hombre que descubrió la grandeza de historias
plasmadas en unas cuantas páginas, ese lector atento y vasto a la vez; y
ese otro, el mismo, que desplegó su genio creativo en historias ya
imborrables para la literatura hispánica.
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