domingo, 19 de abril de 2015

El doble según Edmundo Valadés

19/Abril/2015
Jornada Semanal
Luis Guillermo Ibarra

Por una literatura con tensión social y función lúdica e imaginativa 

La obra de Edmundo Valadés (1915-1994) recorrió múltiples senderos. Su labor como divulgador del cuento durante varias décadas fue acompañada por el ímpetu creativo del género literario. A él le debemos el descubrimiento de muchos escritores que nos dejaron un solo relato memorable pero sí suficiente ante el vértigo de páginas reiterativas en nuestro tiempo. Su revista El Cuento fue un paseo con estos héroes desconocidos de la palabra.
Al igual que ellos, el sonorense sabía que en unas cuantas páginas podía representar un cosmos de complejidades. Con un lenguaje de respiración sostenida, de medidas casi matemáticas, construyó historias exactas en las cuales se reveló como un penetrante observador de su tiempo y de su realidad. Con pocos libros de relatos, entre ellos: La muerte tiene permiso (1955), Antípoda (1961), Las dualidades funestas (1966), Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita (1986), Edmundo Valadés siguió protegiendo el camino de Sherezade y elevando la herencia de Poe, Chéjov o Maupassant.
Valadés fue hijo de la Revolución y atinado cronista de sus secuelas, contradicciones y desencantos. Este evento marca su vida y la concepción de su literatura. Descubre rápidamente en las narraciones de Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y Rafael F. Muñoz un personaje memorable: “el paisaje”. En uno de sus libros sobre el tema, afirma: “Nunca se ha reunido en toda nuestra literatura un mural geográfico tan solidario del hombre en sus afanes de justicia y libertad.” Este legado era un territorio lleno de cicatrices. Por lo mismo, el lenguaje y la historia inmediata proclamaban la construcción de nuevas realidades.
Para Valadés, la imaginación era un elemento de sustancial importancia para entender todo aquello, un instrumento que “despierta para asociar la naturaleza a las cosas vivas”. En los más mínimos detalles ejerció con suma inteligencia y sensibilidad esta idea. Basta realizar una relectura de su cuento “La muerte tiene permiso” para encontrarnos con manos y rostros que surgen desde una raíz lejana y desconocida; el lenguaje de la piel de los personajes reclamando su derecho a la tierra; el eterno reencuentro de la civilización y la barbarie con la violencia y la muerte.
Si hablamos de los múltiples senderos de la obra de Edmundo Valadés es por lo mismo. Observemos solamente esa doble imagen fusionada del lector infatigable y el creador de cuentos. Cada vez que regreso a Valadés es para seguir uno de esos caminos de su imperio imaginativo. Está el del roussoniano grito de la “justicia primitiva” contra la corrompida civilización; el de los hombres ordinarios que se obsesionan con pequeños objetos; el mundo de los sueños y las breves historias; está también presente el del dostoievskiano mundo del juego y el azar.
Esta última referencia al escritor ruso quizá no es del todo casual. Uno de los temas fundamentales de Dostoievsky y de mayor influencia en los cuentos de Edmundo Valadés es, sin lugar a dudas, “el doble”. El escritor abre ahí las puertas a los íntimos infiernos de la conducta humana. 
En los cuentos “Los dos” y “El cuchillo”, incluidos en el libro Las dualidades funestas, es claro el dominio del juego de espejos del personaje. En esta última historia, un vendedor de productos para el hogar al borde de la desesperación por la desfavorable situación de su suerte, intenta suicidarse con el objeto de sus obsesiones: el cuchillo. Se arrepiente y arroja el filoso objeto por la ventana. Desde ahí, en la semioscuridad, ve “la sombra de un hombre” detenerse y recoger aquel punzante abandono en el suelo. El desconocido hace al cuchillo “penetrar de un golpe certero en todo lo que era su vida”. La duda se abre ante nuestro pequeño héroe al observar aquel suceso: “Nadie, ni yo, sabe si ese hombre era la sombra de un hombre o yo mismo.”
Los cuentos de La muerte tiene permiso es el semillero de estas imágenes. En uno de los relatos del libro, un personaje se presenta como “un animal que huía, un animal de lúcido y acertado instinto” y a la vez como “un hombre del que sólo queda conciencia en su embriagado corazón”. En el discurso de esta historia los juegos de los pronombres “él” y “yo” sirven al narrador para señalar los atributos de la felicidad, la conversión que sufren la naturaleza y el hombre.
En su obra, de manera constante, surge ese “yo” dividido en los laberintos de la conciencia humana. Las historias de un hombre mediocre que se ve en el espejismo de la fortuna que le entrega el azar o las de aquel héroe que reflexiona sobre el sentido del mundo sin su presencia, son ejemplo de ello.
Para Edmundo Valadés había en la literatura cierta obligación de representar una tensión social que no estaba de espaldas a su función lúdica e imaginativa. Esto se manifestaba en el intenso diálogo que mantenían los personajes con su entorno. Ahí habitaban esos hombres que intentaron alcanzar una imagen, la de su doble, poseedora de todos sus deseos. Hombres que sin embargo despertaron en un mundo fraguado por el desconcierto y el fracaso.
El escritor leyó con suma atención esos mundos. Al mencionar esto, debo hablar también de la imagen de “el doble” en Edmundo Valadés. Ese hombre que descubrió la grandeza de historias plasmadas en unas cuantas páginas, ese lector atento y vasto a la vez; y ese otro, el mismo, que desplegó su genio creativo en historias ya imborrables para la literatura hispánica.

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