Laberinto
José Luis Martínez
A mediados de 1949,
alguien que conocía bien la originalidad y la extraña emoción de los relatos de
Francisco Tario y la atracción que él sentía por Acapulco, le sugirió que
escribiese un libro que diera a conocer al mundo la magia de aquel lugar
excepcional del trópico mexicano. No era por cierto una tarea fácil la de
espiar, en un libro que pudiese ser leído por todos, aquel encanto, y expresar
con un acento auténtico y una emoción noble aquella belleza demasiado evidente,
demasiado al alcance de todas las sensibilidades, aquella naturaleza pródiga y
desbordada. Pero comenzó entonces Francisco Tario a hacer tentativas en uno o
en otro sentido, siempre desechadas, hasta que al fin acertó con el tono que le
parecía más propio: un poema en prosa que recogiera, en una afluencia
invisible, la historia y la tradición, la realidad y el sueño, el deleite de
los sentidos y la experiencia trascendente: un poema que se atreviese
valientemente a rescatar la emoción original del hombre y su entrega o su
conquista ante la caricia eterna de la tierra y del mar y ante el despertar
jubiloso de sus sentidos, un poema que prescindiese del terror ante la emoción
que enferma la literatura de nuestros días y que supiese entregar su testimonio
con pureza y confianza, libre por una vez de todas las exigencias de sutilezas
y complicaciones, y dispuesto a recibir, si era necesario, toda la engreída
incomprensión de los que están dispuestos a ensañarse con todo aquello que no
sea sibilino o brutal, únicos polos de lo humano que, desde hace ya muchos
años, parece que solo pueden interesarnos.
Aquellas páginas se
escribieron de nuevo muchas veces. Luego, pasaron al juicio de muchos lectores,
desde los que pasan por más exigentes e inconformes, como Octavio Barreda,
hasta aquellos otros, mucho más exigentes e inconformes a su manera, que son
las mujeres. Y cuando el texto tuvo su primera forma, se pensó en las
fotografías que debían acompañarlo. La selección pronto recayó en Lola Álvarez
Bravo, una de las fotógrafas mexicanas de mayor calidad y sensibilidad. Para
Lola, las páginas de Francisco Tario fueron desde el primer momento una guía
por la cual conducir su disciplinada emoción plástica. Y juntos, escritor y
fotógrafa, pasaron largos meses en busca de la figura femenina, del matiz del
cielo y del mar o de la prodigiosa fauna marina que permitieran apresar en
luces y sombras el propósito buscado por Francisco Tario. Hubo necesidad de
encargar laboriosas pescas de mantarrayas, tiburones y tortugas; tuvieron que
vencerse pueblerinas y comprensibles resistencias de padres y de pretendientes
de muchachas hermosas; hubo que acechar, con paciencia infinita, el momento
justo en que un oleaje coincidiera con la luz, el momento en que una flor o un
árbol fueran captables para la lente, y hubo que afinar hasta la adivinación
los ojos para que supiesen descubrir, entre el aluvión de lo cotidiano y lo
vulgar, aquel gesto, aquella sonrisa, aquel trémulo follaje, aquella
enloquecida vegetación y aquel rincón de la tierra que pudiesen mostrar lo que
era el sueño y la realidad de Acapulco.
Y así como Francisco
Tario había desechado uno tras otro sus manuscritos y había escuchado los
juicios que pudiesen auxiliarlo en su difícil empresa, así también Lola Álvarez
Bravo, tras de una primera serie de fotografías, tuvo que emprender otra
segunda de la que volvió con un cargamento impresionante: varios miles de
fotografías a cual más admirable. Vino entonces la selección para elegir entre
ellas solo las ochenta y tantas que debía llevar el libro y, sobre todo, las
que eran más adecuadas para componer, junto con el texto, una unidad.
Conjugáronse así estos dos criterios —el de la belleza de las fotos y el de la
unidad de la obra— hasta lograr encontrar, no sin múltiples renuncias, el ritmo
y el acento buscados.
La obra realizada por
Lola Álvarez Bravo —que ha conquistado ya un lugar de primera línea en la
fotografía mexicana de arte— ha sido excepcional por todos conceptos, y sus
fotografías de Acapulco quedarán como su obra más madura y ambiciosa. Con una
maestría admirable, supo esquivar todo lo fácil y superficial para descubrir la
verdad recóndita de aquella cálida belleza. Al proponérsele los textos de
Francisco Tario, que debería acompañar con sus fotos, encontró que la
interpretación que ellos le proponían de Acapulco coincidía e iluminaba la suya
propia y eran el panorama preciso que podía orientar sus ojos. Y al fin,
escritor y fotógrafa, tuvieron el raro don de ajustar su sensibilidad y poder
entregar, a las manos del realizador, una obra emocionante y viva.
Pero, ¿cuál debería ser
la vestidura, o la “camisa” de un libro de esta naturaleza? He allí otro
problema por resolver y que, como los anteriores, pudo solucionarse con fortuna
excepcional. Se pidió al pintor Carlos Mérida que proyectara el forro del libro
y, con una elegancia y una belleza que afirman una vez más su prestigio,
realizó una de las portadas más luminosas y sugestivas que puedan recordarse en
la historia de nuestras artes del libro.
Todo este material fue
entregado al fin y tras de largos meses de labor, a una de las manos más aptas
y experimentadas de la tipografía mexicana, a Joaquín Díez–Canedo que tiene en
su haber la calidad tipográfica de los libros del Fondo de Cultura Económica y
muchos otros volúmenes, dignos herederos de la ilustre tradición de la
tipografía mexicana. Y se llegó entonces a la parte más ardua y comprometida de
esta larga empresa, aquella que consiste en convertir en un libro hermoso unas
cuartillas de texto, unas fotografías y un proyecto de portada. Se buscó entonces
el papel más adecuado, Ivory North Star Dull Coasted Book de 90 kilos; se
encargaron los grabados a uno de los talleristas más cuidadosos —Martínez y
Cruzado— y se confió la impresión, parte fundamental de la tarea, a la Editorial Nuevo
Mundo. En cuestión de grabados, como lo saben todos los que han hecho libros en
México, nuestros talleres están aún en pañales, pero, en la medida de nuestras
limitaciones, pueden emprenderse ya monografías de arte decorosas. Tal era pues
uno de los principales obstáculos. Sin embargo, gracias a la supervisión
infatigable de Díez–Canedo y al sentido de responsabilidad de la Editorial Nuevo
Mundo y del taller de grabados, pudieron imprimirse, con un mínimo de fallas
técnicas, siete mil ejemplares de Acapulco
en el sueño, con una perfección en todos los órdenes, pocas veces
alcanzada.
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