Jornada Semanal
Bernardo Ruiz
Llegué en 1971 a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Para Metodología de la Literatura en el segundo semestre se había
asignado a Huberto Batis, quien entre sus medallas contaba con su
prestigio de hacedor de revistas e investigador del reconocido Centro
de Estudios Literarios. Batis había trabajado los índices de la revista
El Renacimiento, imagen que difería de su cátedra.
Como el señor Teste de Paul Valéry, Batis
demostraba que la estupidez no era su fuerte; en particular cuando
alguna pregunta era mal respondida por los educandos. Toda muestra de
cantinflismo le provocaba un rechazo inmediato, ¡y ay de quien mostrara
alguna compasión ante la debilidad mental o la ausencia de neuronas!
Batis gustaba de evocar la actitud de Júpiter
olímpico de Luis Cernuda cuando el poeta español daba sus cursos en la
facultad, vuelto hacia la ventana del salón, en tanto contemplaba la
explanada frente a Rectoría y las Islas, explayándose respecto a sus
razonamientos, ignorante de la masa amorfa que para él constituían
nuestros predecesores en aquellas bancas, a fin de que sus argumentos o
sus pausas no fueran abruptamente interrumpidos por alguna pregunta
surgida entre los mortales. Los tiempos magníficos del magister dixit.
Cabe señalar, no obstante, que el curso de Huberto
Batis era excepcional, ya que era una visión viva y fresca de la
literatura, donde se subrayaban sus relaciones con otras disciplinas
como una puerta al conocimiento o al saber. Ya entonces Batis tenía una
erudición ejemplar, muy lejos de esos monólogos o malas reseñas en que
se convierten muchas horas de clase mediante la repetición mecánica de
conceptos –cuando por milagro llega a haberlos.
Para sobrevivir con Huberto Batis, había que
esforzarse: romper inercias, aprender a investigar, aprender a hacer
relaciones entre ideas por encima de corrientes históricas o
geográficas. “Inter et ligare no están lejos de ‘inteligir’”, explicó alguna vez al referirse a la Enciclopedia definida por Diderot en contubernio con Huberto “como una manera de ir cerrando ciclos de conocimiento”.
E igual nos recomendaba leer el Laocoonte, de Lessing, o Arte y poesía,
de Heidegger, intentar la escritura de la propia biografía, o
construir nuestra base de datos (“montaña de hielo” la llama Antonio
Alatorre, nos aclaraba); y se extendía respecto alguna anécdota sobre
el maestro Alatorre para pedirnos fichar la palabra imagen
conforme avanzáramos en diversas lecturas. Él insistió, e insiste, en la
conveniencia de no ser un lector de una sola materia o de un mismo
tema; sino abordar el mundo en su pluralidad, formarnos en la lectura o
aprendizaje de toda especialidad o lenguaje, especialmente con las
armas de la filosofía y la historia.
Sabíamos de sus trabajos como editor, como
corrector de pruebas en la Imprenta Universitaria, de su placer por
hacer libros o coordinar revistas, de su gusto magnífico por las
mujeres, de su amplia erudición acerca del erotismo y de su visión
respecto a lo obsceno. Para Huberto, ciertamente, vida y literatura
nunca han estado divorciadas.
Su trato con los escritores no es ajeno a su
análisis de la literatura: en alguna aparente digresión, hablaba de su
visión de Alfonso Reyes, lejos de toda solemnidad y, sin más trámite,
se refería a la vida del doctor Johnson y la entrega de James Boswell
para consignar cada detalle de la existencia del enciclopedista, para
sugerir la importancia que la crónica y la biografía pueden ofrecer al
estudioso de toda época; o bien, cómo Tomás Segovia y él se formaron
para leer todo tipo de obras y hacer correcciones de estilo para
Orfila, acerca de los temas más diversos del saber que preocuparon al
fundador de Siglo XXI.
Un semestre con Batis podía ser por momentos cuesta
arriba: implicaba una mayor cantidad de horas alcanzar la b o el
penoso andar a tientas por el lodo como personaje de Beckett para
acariciar el mb. Sin embargo, no sólo los estudiantes de la unam,
también los de la Ibero se convertían en sus grupis.
Varios de mi generación, no satisfechos con los
primeros repasones o en un experimento ultrasadomasoquista de altura,
nos reinscribimos con él para otras materias. Adolfo Castañón, Luis
Chumacero, Marcelo Uribe, Coral Bracho y otros que en el mundo han
sido, nos volvimos clientes frecuentes de Huberto.
Al salir de clase íbamos a desayunar con él, y –al
paso del tiempo– nos convertimos los sábados en semanales de su
biblioteca-hemeroteca, en su casa de Matamoros en Tlalpan. Una torre de
papel, un laberinto de papel.
Batis sabía contagiar la pasión respecto al valor
de una hemeroteca propia y, al modo de Juan García Ponce, o de muchos
otros de su generación (y las previas) da testimonio de la importancia
de una biblioteca como un cuarto propio.
Todavía, al presentar el examen de la licenciatura,
me tocó una buena rociada de Huberto por no citar con precisión una
idea de Plutarco al referirse al velo de Isis. “Con Batis siempre se
aprende”, me quise confortar después.
Sí y no. Había más que aprender con él. Huberto emprendió su aventura en Sábado de unomásuno,
lo cual era razón para visitarlo o leerlo, pues –sabemos– los cambios
de actividad en esta ciudad atentan siempre contra la frecuencia del
trato entre los amigos.
Durante veinte años, Huberto Batis mostró su
capacidad para transformar la crónica, el ensayo, la reseña y la
actualización bibliográfica como un todo unitario y magnífico, donde
sobresale su creatividad y los dones que lo distinguen. Todavía no ha
llegado quien integre esa amplia visión de la cultura del siglo XX que Sábado marcó con la originalidad y puntualidad que consigna la gran mayoría de los textos de Huberto.
Hay más que agradecer, mas no olvidemos que, en
suma, para Huberto la pluma ha sido un arma, y los libros el fundamento
y punto de partida de su búsqueda y de sus hallazgos.
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