Confabulario
Martín Solares
A veces los maestros que tienen la influencia más compleja en nuestras vidas llegan de las maneras más sencillas, a veces por culpa de un libro. Ese fue para mí el caso del gran Federico Campbell. Quizás lo que creo recordar en realidad lo imagino, pues imaginación y memoria van juntas, como bien demostró cierto autor de Tijuana, pero a pesar de ello trataré de contar dos mañanas de agosto del año en que conocí a Federico Campbell. Dicen que lo que ocurre en el mundo editorial debería quedar dentro del mundo editorial, pero hoy voy a quebrar esa regla en honor de un maestro.
Yo, señoras y señores, soy uno de los miles de lectores que conocieron a Federico Campbell gracias a su columna “Máscara negra”. No me la perdía cada fin de semana en la última página de La Jornada Semanal, que para mí era la primera. Allí un señor de apellido pop se aventuraba a hacer algo que entonces me parecía inaudito y ahora sé que es urgente: crear una ruta aérea que nos permita ir de los libros a la realidad y de la realidad a los libros, a fin de acostumbrarnos a examinar el país con ojos y recursos literarios. Eso es lo que hacía el gran Federico: analizar los escabrosos sucesos políticos que se vivieron bajo el México de Carlos Salinas de Gortari y comparar las novelas más emblemáticas del género policiaco con la atroz realidad nacional de entonces, que a la fecha no ha cambiado mucho, e incluso se diría que regresa, pues abundaban crímenes sin resolver, faltaba voluntad para hacer justicia, era un escándalo cómo proliferaba la impunidad. A quien no haya leído la recopilación de esos artículos en Máscara negra no sé qué está esperando, y menos ahora que se reeditaron en el Fondo de Cultura Económica como parte de La era de la criminalidad, sin duda la obra principal del Federico ensayista. Yo reuní cada uno de esos artículos a medida que se publicaban y no cesaba de recomendarlos, porque eso tienen los ensayos de Federico: generan nuestro entusiasmo y nos obligan a prestarlos a nuestros conocidos, ya que no podemos dejar de asombrarnos o de sonreír ante las conexiones que hace, como tampoco podemos dejar de indignarnos con su denuncia de la impunidad hasta que transmitimos esa denuncia, o ese artículo divertido a otro lector. Dice Julio Cortázar que transmitir un texto literario de un lector a otro es la prueba de fuego de la calidad. En el caso de Federico sus ensayos pasan esta prueba de fuego ampliamente: nos invitan a una conversación literaria y de inmediato advertimos que ese interlocutor es de una sabiduría y una autenticidad inusual. Sus ensayos provienen de su entusiasmo, en un noventa por ciento, y cuando las cosas en nuestro país empezaron a torcerse de modo visible, a mediados de los años noventa, también de su indignación en un diez por ciento, pero la suya era una indignación meditada, sobria, que nos invitaba a pensar, a ir más allá de la irritación momentánea. Con ese equilibrio envidiable, libros como Post scriptum triste, La invención del poder o Padre y memoria encienden nuestra devoción por la mejor literatura, ese fuego que una vez encendido no se puede apagar. Para muchos lectores suyos, de Tamaulipas a Baja California, la prosa de Federico funcionó como esa mecha inicial y ese faro de cada ocho días que, en un país de telenovelas y boletines oficiales, nos invitaba a entender que la literatura no es sólo un divertimento y que la verdad no debe ser patrimonio de los políticos. Por eso, cuando el editor Andrés Ramírez me dijo que Joaquín Mortiz iba a publicar una recopilación de “Máscara negra”, le pedí que me dejara participar en el proceso editorial. Le pedí que por lo menos me dejara ser el corrector, y corrector fui. El libro venía más que limpio: impoluto. Apenas me atreví a sugerir que el autor eliminara uno de los textos, a fin de evitar un parrafito que se repetía, que desarrollara la conclusión en otro, que era delicioso, en fin: lo que habría sugerido cualquier lector de la columna, deseoso de verla cristalizar en un libro. Al día siguiente me llamó Andrés Ramírez para decirme que el maestro Campbell preguntó quién había osado hacer tales sugerencias y exigía verlo de inmediato. Así que de inmediato fui a un café de Vicente Suárez. Campbell salió de la calle Jojutla con los brazos cargados de libros, revistas y periódicos. Yo lo había visto en fotos, así que lo reconocí a una cuadra de distancia, y me llamó la atención su chamarra de piloto aviador. La figura del piloto siempre estuvo muy presente en la imaginación de Federico. En sus cuentos y ensayos nunca dejó de sobrevolar la geografía de Sonora, de Sinaloa, de su Baja California querida. Si entraba un sujeto de aspecto sospechoso al café en el que estábamos platicando, Federico decía: Mira quién llegó a las cuatro. Oye, decía yo, pero si apenas son las diez de la mañana. A las cuatro, es decir, atrás a mi derecha, como los aviadores de antes, que se orientaban con las manecillas del reloj: las doce al frente, las tres a tu derecha, las seis detrás, las nueve a tu izquierda, etcétera: es un diputado priísta a las cuatro, hablando con alguien que parece el Niño Verde, ¿en qué andarán esos tipos? Con ese sistema de orientación aérea, con esa inteligencia que le permitía explicar la realidad más oscura en el interior de sus ensayos, Federico clasificó y siguió todos sus intereses. Si examinan ese libro rico y monumental que es La ficción de la memoria, un magnífica compilación de ensayos sobre Pedro Páramo y El llano en llamas, otra gran aportación de Federico a la literatura mexicana, tan nutritiva como realizar una maestría y un doctorado en literatura sobre Juan Rulfo, verán que en su ensayo principal Federico clasificó como piloto aviador a los pueblos reales que podrían ser Comala: Apulco, Tuxcacuesco, Sayula, Tapalpa, Jiquilpan, San Pedro Toxín, Tolimán, Chachahuatlán, La Agüita, La Piña, Tonaya, Totolinizpa, Autlán. Como las manecillas del reloj organizó también el resto de sus intereses en la vida: el periodismo, el derecho, la nostalgia por el estado de derecho, su devoción por Tijuana y Sicilia ¾y en ese orden¾, la obra de Leonardo Sciascia, el cine y el teatro, su amor por su esposa Carmen Gaitán y su hijo Federico Campbell Peña, y en el centro, por supuesto, la literatura. Por eso imagínense mi sorpresa cuando Federico llegó a aquel café a las doce en punto y me regaló novelas de Rubem Fonseca, de Paul Auster, de Eric Ambler, de Raymond Chandler. Luego, como sabemos sus amigos, a todos nos siguió obsequiando otros libros, otras revistas y otros suplementos o periódicos que en su opinión deberíamos leer para avanzar en nuestros proyectos de vida. La lectura era la clave para este escritor ejemplar.
Federico jugó un papel importante en la difusión de la obra de Leonardo Sciascia, Harold Pinter y David Mamet, pero también en el descubrimiento y publicación de diversos escritores mexicanos en su propio país. Su lectura y apoyo representaron una ayuda extraordinaria para al menos tres generaciones de escritores. A Juan Villoro, Carmen Boullosa, Coral Bracho, Fabio Morábito, Bárbara Jacobs, José María Espinasa, Álvaro Uribe, Jorge Aguilar Mora, David Huerta, Carlos Chimal y buena parte de los autores que se dieron a conocer a finales de los ochenta y sin los cuales no se entendería la literatura actual, Campbell los publicó primero que nadie en su pequeña editorial, La máquina de escribir, fundada ni más ni menos que con la bonificación que le dieron luego de dirigir la revista Mundo Médico. En lugar de irse de vacaciones a su amada Barcelona o a su adorada Sicilia (a las cuatro en punto de sus aficiones), en lugar de cobrar por esas plaquettes que obsequiaba de mano en mano prefirió recordarnos que la vida no sirve y la memoria es inútil si la literatura no está en el centro de nuestras coordenadas, y así se dio a publicar y a dar a conocer a los nuevos escritores. El boom de los narradores del norte que comenzó a mediados de los años noventa tampoco se habría producido sin su entusiasmo y recomendación. Federico fue el primero en apoyar la publicación de la extraordinaria novela de Élmer Mendoza, Un asesino solitario, y fue el primero en reseñar y difundir la monumental obra de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sobra decir que siguió apoyando a jóvenes autores hasta sus últimos días, y Augusto Cruz García-Mora, Rodolfo Naró y Vicente Alfonso, entre muchos otros, no me dejarán despegar sin decir la verdad.
A lo largo de sus ensayos y artículos Campbell nos recuerda que el mejor tema de la literatura somos nosotros mismos: la búsqueda sincera de nuestros orígenes, la pregunta por el padre y la madre, por el lugar en que nacimos, por nuestro estado de ánimo, por las relaciones demasiado estrechas entre los crímenes que ocurren en la realidad más próxima y los que encontramos en remotas novelas policíacas o de espionaje. Tenía la convicción de que la literatura no es una forma de diversión que se aleja de la realidad, sino una especie de encantamiento hecha con personajes e historias, y aunque no contiene tesis, antítesis o síntesis, algo esencial nos dice sobre cómo está hecho este mundo. Hay una palabra central en sus libros: la palabra memoria, que intentó comprender como pocos, y llegó a la conclusión de que esta no funciona como un caset o un CD que registra algo y lo deja listo para reproducirse de manera idéntica en cada ocasión en que alguien recuerda, sino que se parece a una receta que invoca los ingredientes que usamos para cocinar: hasta cierto punto el resultado es el mismo cada vez que recordamos el pasado y repetimos la receta, pero siempre hay variaciones que dependen de la cocción del momento presente. Cada vez que alguien recuerda, como bien concluyó Federico, se convierte en un escritor de ficción. Esto que descubrió con sus últimos ensayos, Federico lo investigó a lo largo de sus cuentos y novelas, pues la memoria es el punto de partida de Tijuanenses, La clave morse y Transpeninsular, ese admirable viaje de norte a sur y de sur a norte por Baja California, a la manera del periodista Fernando Jordán.
La segunda vez que fui a verlo desayunamos con Carmen y me mostraron zonas enteras de su casa ocupadas por carpetas en las que Federico reunía el material para sus numerosos proyectos en proceso. Desde entonces se gestaban los libros que Federico terminó durante los últimos años de su vida y que ahora se reeditan por primera vez o en segundas ediciones revisadas: La era de la criminalidad, Regreso a casa y nuevas ediciones de Pretexta o el cronista enmascarado, Padre y memoria y La memoria de Sciascia. A fin de profundizar mejor en el significado del arte también trabajaba en tres novelas: una sobre un escultor inspirado en Gabriel Orozco, otra sobre un actor que podría ser una mezcla de Robert de Niro y Marlon Brando y una sobre un escritor, que podría ser él mismo y se iba a Sonora a dar una conferencia sobre Sicilia. En algún punto de nuestra segunda conversación Federico abrió el catálogo de la editorial italiana que publicaba a Leonardo Sciascia. Me mostró una lista de más de 300 títulos, en la cual había un renglón en blanco y no numerado entre el número 99 y el 101: Toda la gente creerá que esto fue un error, dijo Federico, pero ¿sabes por qué dejaron este espacio en blanco? Porque Sciascia iba a publicar con ellos un libro que no terminó, que fue interrumpido por su muerte, y el editor en lugar de sustituirlo por otro, porque Sciascia era insustituible, dejó ese espacio en blanco, como los aviadores que dejan en blanco en la formación el espacio que corresponde a los colegas caídos en combate.
A un año de su muerte se hace evidente ese enorme espacio en blanco que su partida dejó en la literatura mexicana. Se vuelve evidente, también, que las obras de Federico Campbell nos invitan a poner la literatura en el centro, y estarán de acuerdo conmigo Daniel Sada a las tres, Juan Villoro a las seis, Carmen Boullosa y Élmer Mendoza a las nueve y tantos lectores a las doce de ustedes: por ello Federico tiene toda nuestra admiración, toda nuestra gratitud.
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