Jornada Semanal
José María Espinasa
La publicación póstuma de La era de la criminalidad,
de Federico Campbell, muestra que la muerte del autor ocurrió en un
momento de absoluta madurez como escritor y nos replantea el sentido de
su escritura y su método. El libro recoge, revisados, los libros La invención del poder y Máscara negra, agotados hace ya varios años, al que suma La era de la criminalidad, que da título al volumen de más de ochocientas páginas.
Publicado a fines de 2014, cuando no se cumple aún
el año de su fallecimiento, el libro es fruto de un proyecto al que
Campbell le daba vueltas desde hacía ya varios años. La expresión “darle
vuelta” es una buena forma de describir cómo el trabajo de Federico se
da en el tiempo y explica en parte su método. Al empezar a leer La era de la criminalidad se constata lo que ya se había intuido en la lectura de libros suyos anteriores, en especial Post scriptum triste y Padre y memoria:
que la ausencia de método que tanta gracia y libertad les otorga es en
realidad un disfraz que camufla un trabajo constante, riguroso y
prolongado, de lecturas, notas y reflexiones. Él siempre estaba pensando
sus temas y tematizaba sus obsesiones, y el poder fue, desde su
deslumbrante Pretexta hace más de cuarenta años, hoy editado por el fce en una nueva versión, su tema central.
Su método –o ausencia de él, según decía– tenía uno de sus modelos en Elías Canetti y su Masa y poder.
El extenso volumen del gran escritor se compone de textos breves que
sumados proponen, no tanto un todo, sino una mirada abarcadora, no
ideologizada, del universo que vivimos. O casi. Y el matiz se debe
tanto a Campbell como a Canetti, pues nunca detenían su proceso
reflexivo, no querían ser conclusivos. Ese método tiene que ver, en
Campbell, con la disciplina que adquirió con el periodismo como
práctica profesional y vocación permanente. La exigencia de entrega de
sus colaboraciones y columnas semanales en Proceso, La Jornada y Milenio,
entre otras publicaciones, le daba forma a sus libros, lo obligaba y
se construían así por acumulación. Pero no creo equivocarme al decir
que él los sabía y pensaba “libros” desde el principio, y sólo había
que esperar que alcanzaran la madurez del fruto. Por eso no tienen los
defectos de la mayoría de aquellos que recogen las publicaciones
periodísticas y sí sus virtudes: son una conversación ininterrumpida,
pero con sus descansos, relajamientos, digresiones y olvidos.
Si el periodismo fue su primera vocación, se
convirtió en su escuela y disciplina. Supo intuir desde el principio las
tentaciones y peligros, desde la corrupción hasta la banalidad, del
escritor que quería ser: honesto, crítico, politizado sin ser político,
y por eso pensaba sobre el poder sin querer poder alguno, porque tal
vez como Cioran sabía que, y él lo cita, “el poder es malo”. Y en su
conversación solía tener un solo tema: el poder mismo. Era una manera
de protegerse, no tanto contra el anonimato posible y probable del
periodismo, sino contra la disolución del concepto de obra en las
páginas escritas con fechas de caducidad.
Se propuso, y La era de la criminalidad
demuestra que lo consiguió plenamente, no escribir textos que se
agotaran en su fecha de publicación. Pero no apostaba por una engolada
posteridad sino por la difícil continuidad reflexiva. Llevaba a través
de esos textos un diario público de sus lecturas, preocupaciones e
intuiciones reflexivas sobre el mundo en que vivía, mismo que lo
fascinaba como a un insecto la luz, pero que no le gustaba para nada, y
que había visto moverse desde la estrategia agónica del pri en los
años setenta y ochenta hasta la irrupción del narco, y la
violencia, la pérdida absoluta de valores y la crisis cada vez más
profunda de una sociedad marcada por la corrupción y la avaricia.
Federico Campbell pensaba todo el tiempo: se
encontraba con los amigos en cafés para pensar a dúo, leía revistas y
suplementos con voracidad, quería estar al tanto de las novedades en
otras lenguas y a la vez se sumergía en lecturas clásicas, y esas
lecturas se volvían también su equipaje, su biblioteca personal, sus
quevedianos interlocutores. Le interesaban el cine y el teatro, la
fotografía y la pintura, la música clásica y los corridos populares,
las minucias del idioma y las teorías sociales. Camuflado en la
distracción era uno de los hombres más atentos a su entorno que he
conocido.
En ese desgarramiento entre lo fechado y lo
atemporal, Campbell conseguía aumentar la intensidad interior de sus
textos. Y se volvían permanentemente actuales, como demuestra La era de la criminalidad
(desde el título mismo, escrito antes pero casi una adivinación de
Ayotzinapa). Campbell no era el personaje que muchos escritores
construyen de sí mismos; al contrario, su egotismo implicaba un
anonimato. En términos de Daniel González Dueñas, quería ser nadie, es
decir Ulises ya de regreso a su isla. Por eso La era de la criminalidad
es un intento no de diseccionar un fenómeno sociológico como el que
actualmente vivimos –un abrupto retorno a los señores feudales y las
grandes matanzas–, tratado por un científico social, sino un intento de
comprenderlo cuando está ocurriendo, ante nuestros ojos; una llamada
de atención y también, tal vez, una llamada de auxilio a los rescoldos
de lo que consideramos constitutivo del hombre, el respeto por la vida.
No podía escapársele esa condición absurda del
poder combatiendo problemas de nuestra sociedad, la salud o la
educación, por ejemplo, con grandes y costosas campañas que el libre
mercado borra de un plumazo con su comercio de comida chatarra,
bebidas adulteradas o vida insalubre, o bien el gasto en educación y
cultura combatido por la ideología en los programas televisivos que
desprecia todo sentido cultural y formativo. Se gastan grandes
cantidades de dinero que el nuevo poder, el del mercado, tira por la
cañería con un sentido a la vez muy concreto, las sociedades se
empobrecen sin remedio y sin posibilidades de reconstruir el tejido
social; y uno simbólico: la criminalidad es legítima si es redituable
económicamente.
La importancia del libro crece en la medida en que
ese diario moral –porque disfrazado de un libro de crítica literaria,
es ante todo una crítica moral– testifica un cambio de paradigma.
Campbell se da cuenta de que elevar los valores de la justicia que daban
sentido a la sociedad es ya una ingenuidad que, sin embargo, hay que
seguir reivindicando, como el condenado a muerte que dice: “Soy
inocente.” Esa inocencia, en sus varios sentidos, es lo que da sentido a
su escritura. Por eso se extraña su presencia entre nosotros.
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