Confabulario
Vicente Alfonso
Autor de cuatro novelas, decenas de cuentos, cinco volúmenes de ensayo, dos libros de entrevistas, un diario literario y un manual de periodismo, Federico Campbell pasó la mayor parte de su vida inmerso en lo que llamaba el submarino de la información. Con esa frase aludía al ritmo mental que lleva a los reporteros a vivir formulando preguntas, buscando datos y estableciendo conexiones. Se confesaba adicto a los periódicos y lamentaba no dedicar más tiempo a sus novelas, a la ficción pura. “El periodismo me ha servido como anticonceptivo literario”, dice en una conversación recogida en La máquina de escribir. Paradójicamente, el periodismo le dio las herramientas para escribir, en un lapso de veinte años, La era de la criminalidad, libro de ensayos que reflexiona en torno a las causas que han desatado una etapa de violencia en México y el mundo.
No era fácil para él escapar del submarino informativo. No podía serlo para alguien que parecía predestinado a trabajar con la palabra. De su padre, telegrafista sonorense avecindado en Tijuana, había heredado la precisión y la velocidad en el uso del lenguaje: cuando cada palabra cuesta, es importante decir más con menos. “Desde que tengo memoria, entre los cuatro y los diez años, me moví como en mi casa en una oficina de telégrafos (…) Oía la chicharra del aparatito Morse y el teclear de las máquinas. Olía a cigarro y había un reguero de papeles por todos lados, como en las oficinas de redacción de los periódicos”, escribió. De su madre, maestra de escuela, había aprendido la paciencia y el rigor frente al idioma. Quizá por esas influencias se movía como pocos en los terrenos que median entre periodismo y literatura. Personaje fronterizo a fin de cuentas.
Entre los protagonistas de sus ficciones, no pocos son periodistas. Transpeninsular, novela que le valió el premio Bellas Artes de narrativa, contiene dos reporteros: Fernando Jordán, quien emprende un viaje de norte a sur por la península de Baja California para iniciarse en el periodismo, y Esteban, quien décadas después la recorre en sentido inverso para “dejar atrás mis archivos, mis libretas de apuntes, y las pilas de periódicos y libros empolvados que amagaban con expulsarme de mi habitación”. También Sebastián, el protagonista de La Clave Morse, es un reportero que usa sus habilidades como entrevistador para reconstruir el pasado de su familia.
En Pretexta, su novela más emblemática, retrató a fondo su obsesión por los diarios. Dice en el capítulo nueve: “El mayor placer de Bruno consistía en recorrer los estantes de quioscos y librerías revisando las novedades periodísticas que llegaban. En casa recortaba columnas, recuadros y notas de su interés y hacía pequeños rimeros sobre su escritorio; abría con emoción los paquetes de revistas extranjeras que el correo traía. La portada, la primera plana, las ilustraciones, los encabezados de los grandes titulares, las fotografías y los pies de grabado eran su mejor compañía a la hora del desayuno”. Esa afición, nos dirá el narrador en la página siguiente, “pervivía en él como un vicio preservado desde la adolescencia”.
A la inversa de Borges, quien decía que los periódicos se escriben para el olvido, el autor tijuanense sostenía que los diarios están llenos de historias memorables para quien sepa leerlos. Por ello, igual que el protagonista de Pretexta, Campbell hojeaba los periódicos tijera en mano recortando las notas, entrevistas, crónicas y columnas que juzgaba interesantes. Así formó nutridos expedientes con temas de su atención. “Si todo oficio tiene sus pequeños secretos, el del columnista no es la excepción. El más interesante de esos secretos se llama archivo. Para todo reportero es importante poseerlo, pero un columnista simplemente estaría perdido sin su archivo”, dice en Periodismo escrito, antes de revelar cuál es la mejor forma de construir ese expediente: “Como un periodista es ante todo un organizador de la información, resulta que su archivo personal no comporta ningún misterio ni se abulta con documentos de extraordinaria confidencialidad: se compone sobre todo de recortes de periódicos (…) Muchas personas se asombran ante las revelaciones de un periodista y se preguntan cómo y dónde consigue su información. Pero, como alguien decía, todo está en los periódicos: basta saberlos leer”.
Fue así, condensando y conectando las ideas contenidas en dos décadas de periódicos en distintos idiomas, como se conformó el volumen de ochocientas páginas titulado La era de la criminalidad. Recién publicado por el Fondo de Cultura Económica, el libro profundiza en los alcances del poder corruptor que deriva del crimen organizado. Un poder que, sabemos, es capaz de invertir los papeles: militares y policías que fabrican culpables, que venden impunidad, que se vuelven traficantes, que persiguen a un capo para proteger a otro. Un poder de sicarios que se disfrazan de agentes. En México esto sucede con frecuencia: todos los días atestiguamos crímenes que quedarán impunes. Los noticieros están llenos de sangrientos enigmas que nadie soluciona, porque los encargados de realizar las investigaciones y de hacer respetar la ley son a menudo quienes primero la infringen.
Si Hemingway decía que el trabajo periodístico es benéfico para los jóvenes aspirantes a escritor, siempre y cuando se retiren a tiempo, Federico Campbell levanta la mano como una excepción a la regla (otra excepción, enorme, responde al nombre de Gabriel García Márquez): sin retirarse jamás del ambiente periodístico, encontró aliento para sacarle a su máquina de escribir un conjunto de novelas, cuentos y ensayos al mismo tiempo que, tijeras en mano, construía una memoria de notas que después estudiaba para entrar en el ritmo mental del otro, debatir con él, calzarse los zapatos ajenos para hacer más amplio el lugar donde vivía.
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