Jornada Semanal
Verónica Murguía
Una de las cosas que más
me gusta leer los fines de año son las listas de lo mejor y lo peor.
Los mejores libros, los peores vestidos en las alfombras rojas, los
políticos más hipócritas, las cirugías plásticas más evidentes, las
metidas de pata más ridículas, las fotos más impresionantes del National Geographic, etcétera.
Creo que estas listas son muy reveladoras y
que resumen las cosas de forma eficaz, aunque es rarísimo que me tome
alguna en serio. ¿Por qué? Porque como sabe cualquiera que haya tratado
de hacer una lista, nunca están todos los que son, ni son todos los que están.
Yo misma he intentado hacer alguna y las únicas que me salen más o
menos bien son las que enumeran lo que aún no he hecho. Esas son largas,
precisas y urgentes. Son listas de deberes, de aquello en lo que he
fallado. Sospecho que esto que acabo de escribir le resultaría muy
revelador a un psicoanalista: a mí me angustia.
Así, en tres segundos se me ocurre que: 1.
Debo ir al dentista y, esta vez, terminar el tratamiento. 2. Buscar
unas clases de francés. 3. Lavar las vestiduras del coche porque
huelen como a gasolina. 4. Arreglar el clóset y donar la ropa que no
uso (el suéter lila, del que llevo hablando tres años, todavía no
aparece). 5. Debo cambiar la graduación de mis lentes porque ando como
míster Magoo y no saludo ni a mi madre si está a más de diez metros de
distancia .6. Bajar cuatro kilos. 7. Llamar al tapicero porque el gato
ha destruido totalmente los sillones. 8. Dejar de ver series de
televisión porque pierdo el tiempo como si mi expectativa de vida fuera
de doscientos años. 9. Debo parar de hacerle cosas a mi ropa –como
ponerle mangas de telas diferentes para “desconstruirla”, porque luego
ando vestida como una tía de los locos Addams y 10. Organizar mi
existencia.
¿Qué tal? Es una buena lista: válida, precisa y me
salió del magín en lo que canta un gallo. En cambio, las listas de lo
que me ha hecho feliz me confunden.
Recuerdo hace tiempo, sentada alrededor de la
mesa con unas colegas, Mónica Lavín preguntó: “¿Qué es lo mejor que
leyeron este año?” Ella misma nos dijo “Yo, Pregúntale al polvo,
de John Fante.” Las otras se quedaron pensando un momento y dijeron
los títulos que a ellas les habían parecido los mejores. Yo, hasta la
fecha no sé si dije algo, porque procedí a hacerme unas bolas que más
bien parecía que me habían preguntado cómo solucionar la situación
nacional.
Esa misma noche llegué a casa y traté de, por lo menos, hacer una lista con los diez mejores libros del año para mí.
Sin pretensiones críticas o imposiciones de ningún tipo. Y, chin, me
seguí haciendo bolas: ¿poesía y prosa en la misma lista?, ¿cuenta lo
mismo una relectura que una lectura nueva? ¿No amerita una lista aparte
la literatura juvenil? No, odio el término. Pero bueno, tanta trilogía
que uno lee para ver en qué andan los chicos… ¿Cuentan los libros que
se leen para investigar? ¿Valdrá la pena hacer una lista para los
amigos y otra para los desconocidos, extranjeros y muertos ilustres?
Este año, ni lo intento. Tengo un Kindle, por
lo que puedo contar qué he leído, aparte de los libros de papel, que por
alguna razón me tomo más en serio. Y esto, por extraño que parezca,
lo comparto con muchos otros lectores. El otro día en una preparatoria,
es decir, en un lugar donde la mayoría de las personas sabe mucho más
de tabletas, iPhones, apps y esas cosas que yo, unos chicos me dijeron
que cuando les gusta mucho un libro electrónico ahorran para comprar el
de papel, porque lo quieren tocar. Yo he alucinado, porque esa es la
palabra, que he tenido en papel el libro de Cortázar Clases de literatura, que compré en Kindle. Creí recordar y es un recuerdo falso, la portada y el tacto del papel.
En 2014 leí treinta y cuatro libros
digitales. Medio leí otra docena que dejé porque no lograron
interesarme (que suele no ser culpa del libro, sino mía) o porque
comencé otros. Abandoné dos por miedo: uno sobre el cáncer y otro sobre
lesiones y plasticidad cerebral. Digo miedo y no exagero: se me salía
el corazón. Son libros de divulgación científica que me dejaron
temblando. En cambio, ni chisté con dieciséis libros policíacos que
devoré como si fueran pasteles.
¿Cuál fue el mejor libro que leí? Como dije,
no puedo decidirme. Pero sé cuál quería leer y todavía no le hinco el
diente, razón por la que me siento vagamente culpable: El ruiseñor, de Donna Tartt. Lo tengo en papel.
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