Laberinto
Entre 1985 y 2000, Huberto Batis dirigió sábado,
el suplemento cultural del diario unomásuno. De él y de aquella
aventura rijosa y antisolemne tratan las páginas siguientes, que reúnen, como
en aquellos años, a colaboradores, amigos y discípulos, entusiastas de su
temperamento y sus dones para la edición
Por: Enrique Serna
Conocí a Huberto Batis en 1985, cuando le llevé a sábado dos poemas desconocidos de Luis de
Sandoval y Zapata. El hispanista Gerardo Torres me acusó en Vuelta de haberle robado el hallazgo y yo lo
refuté en sábado con argumentos que zanjaron la
discusión. Complacido por mi desempeño en esa escaramuza, Huberto me invitó a
enviarle más colaboraciones. El carácter iconoclasta del suplemento influyó sin
duda en la tónica de mis artículos, pero yo compartía plenamente ese enfoque de
la vida cultural.
Energúmeno y erotómano, Huberto era por encima de todo un
francotirador y lo sigue siendo desde las redes sociales. Hasta yo he sido
víctima de su lengua pero se lo perdono todo porque lo veo como una figura
paterna. Estoy muy agradecido por el espacio y la libertad que me dio en un
momento decisivo de mi formación literaria. Gracias a la vitrina del suplemento
logré sacar del cajón mis dos primeras novelas, que encontraron un pequeño
público lector entre la familia sabatina.
Pura López Colomé
Huberto Batis no
fue, sino que sigue siendo, mi maestro con M mayúscula. Le debo (y le agradezco
profundamente) una formación bastante atípica, que fue mucho más allá de los
salones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Huberto me “salvó” de
una carrera convencional en una
universidad privada, de la que él, por cierto, iba de salida. Un buen día,
después de una de muchas horas dedicadas a la obra de Robert Graves, páginas y
páginas de la cual él leía en voz alta, haciendo pausas para ponernos a prueba
o celebrar algo que, de pura casualidad, sabíamos, me dijo, cuando íbamos rumbo
al estacionamiento: “Bueno, y tú, ¿qué haces aquí?”. Todo lo que no había yo
tartamudeado en clase (porque sí había leído, al menos, La diosa blanca),
afloró en ese momento. “Pues... e–e–entre o–o–otras co–co–sas, Maestro, vengo a
tomar s–s–su clase”. “Para eso no necesitas venir aquí. Búscame en la UNAM”. Y lo hice. Logré que me
revalidaran las materias que había llevado, y me inscribí en su curso, antes
que nada. A diferencia de otros casos, yo no tomé sus clases de periodismo
cultural o revistas, sino las de investigaciones literarias. Con todo y que me
precio de leer sin parar, creo que nunca en mi vida he vuelto a hacerlo con la
avidez que lo hice entonces, en serio, viajando de Lautréamont a García Ponce,
de Keats a Paz, de Montale a Yeats, de Sor Juana a Grace Paley, etcétera y sin
fin. Muy poco tiempo después, Huberto me invitó a visitarlo (ojo,
no a colaborar con él) en sus oficinas de sábado, el suplemento
del flamante y por demás enorgullecedor unomásuno. Nunca me
atreví a pedirle trabajo. A lo más que llegué fue, de ahí en adelante, a
presentarme a ayudarlo en lo que necesitara. Tardes y noches sin ver el reloj. Sobre
la marcha, me iba enseñando los gajes del oficio con enorme generosidad, al
tiempo que moldeaba mi gusto, aderezando lo que corregía o editaba con picantes
observaciones, crítica demoledora, uno que otro elogio (pocos). Paulatinamente,
me fui animando a darle poemas y traducciones, que me iba publicando a cuentagotas.
Años después, comencé a escribir reseñas de libros, hasta que me ofreció la
secretaría de redacción del suplemento (porque quien se había ocupado del
asunto abandonó el barco). Aprendí a leer entre líneas a su lado, a tomar en
serio y conmoverme a fondo con lo que valía la pena y a no dejarme impresionar
por la pirotecnia.
Batis posee uno de
esos rarísimos espíritus creadores que no se encierran en sí mismos, que huyen
de la autocomplacencia. Sabe investigar exactamente de la misma manera
entre palabras que entre acontecimientos o epifanías, con la pluma o con la
cámara en ristre. Ya quisiera yo, para un día de fiesta, su disposición a
abandonarse a lo nuevo, a lo loco, a lo inusitado, a la verdad escondida en la
belleza y viceversa. A Huberto le debo no nada más el reconocimiento puntual de
la actividad para la que había nacido, sino la devoción con que hay que
dedicarse a ella. Cada vez que me siento a escribir, como mi Maestro al pasar
las hojas de un libro, intento revestir mi atención del cuidado y la delicadeza
con que se enfrenta lo sagrado de la palabra, que es tal por el simple hecho de
salir del corazón.
Andrés de
Luna
Huberto
Batis es un hombre que sabe contar historias. Si como escritor siguió el mal
consejo de Antonio Alatorre de “no publicar sus cuentos”, sabe trasladar las
anécdotas propias o ajenas a un plano verbal increíble por lo que se extrañan
sus relatos. Comer con Huberto es una experiencia soberbia: sabe probar unos
caracoles o un asado, un faisán o lo que sea sabroso. Beber con él es otra de
las experiencias de la vida, es un hombre que conoce los dones del vino y los
lleva por donde quiere y prefiere. Luego de las insistencias de la gastronomía,
Huberto comienza sus relatos. Se acuerda de muchas cosas y las describe con
multitud de detalles y con espacios que permiten el comentario. Recuerda
escenas del pasado y momentos cercanos en el tiempo, todo lo anuda y lo
convierte en verdaderos cuentos. Describe situaciones grotescas que le
proporcionaron los amigos de Juan José Gurrola, o momentos de intensidad
erótica con Betty Sheridan, una actriz argentina de belleza magnífica, o los comentarios
sobre el diván de sábado, o los pleitos entre ahora dos
fallecidos: Héctor García y Roberto Vallarino. Todo esto entre la comida y el
postre, la sobremesa y el encuentro con los alimentos que presagian el
desayuno. Batis será siempre un personaje legendario, uno de los mejores
críticos y un hombre que sabe escribir la mejor prosa para comentar tal o cual
libro. Sus historias forman parte de la pesquisa culinaria, de los atroces
banquetes compartidos con él y con Patricia González, su compañera actual. De
esta forma, entrar en contacto con los alimentos y con Batis es un sinónimo de
placer. Alguna vez lo vimos, mi esposa la fotógrafa Norma Patiño y yo, en la
Biblioteca México, lo saludamos y nos dio mucho gusto verlo luego de escuchar a
Mario Vargas Llosa. Nos despedimos con la idea de tener otra de esas sesiones
alimenticias. Ha quedado pendiente pero deberá cumplirse en estos días.
Guillermo Fadanelli
El que haya dedicado mi vida a escribir ficciones se debe, en
buena medida, al aliento que me dio Huberto Batis. El director del suplemento
sábado tenía el talento y la cultura necesarias para tolerar, animar
y comprender a los escritores jóvenes y ofrecerles un lugar en las páginas que
él confeccionaba desde su escritorio atiborrado de cuartillas, libros y objetos
de toda clase (había allí hasta un machete que le había regalado su secretaria
Aída). En las mismas páginas, como sabemos, escribían también los
historiadores, filósofos y eruditos más importantes de México. En su oficina
conocí a Roberto Moreno de los Arcos, a Evodio Escalante, Beatriz Espejo,
Margarita Peña y a tantos otros intelectuales de valor. Huberto Batis es,
probablemente, el hombre vivo más culto de México. Su curiosidad es la propia
de un intelectual y un polígrafo genuino. Su carácter, genio y malicia no
sentaban bien en el zalamero y reprimido medio de la cultura mexicana. Huberto
se divertía y jugaba con la imagen que él mismo se había creado. Yo he sido un
hombre afortunado, no solo por haber recibido su guía, sino porque me ofreció
su amistad. Que se le haya negado durante tantos años el ingreso a la Academia
Mexicana de la Lengua es una afrenta para la inteligencia y un desacato ordinario.
Casi todos los escritores de ficción y ensayistas que poseen cierto valor le
deben algo a Huberto Batis, profesor, formador, ensayista prolífico y audaz,
animador de la creación y de la crítica literaria. Hace años que no me
encuentro con él, pero creo que me comprende, y es a la única persona que puedo
llamar “mi maestro” con absoluta humildad y honradez. En ocasiones llego a
pensar que mi irracional lejanía puede ser motivo para que se decepcione de mí.
No le importa: su mundo literario es vasto, complejo, y su imaginación nos
trasciende.
Héctor Ramírez (corrector de estilo en sábado).
Cuando Huberto fue
mi maestro en la Facultad de Filosofía y Letras, me pareció una especie de
versión masculina de Scheherazade. Su memoria prodigiosa le permite entrelazar
historias y personajes de manera casi interminable y habíamos quienes, no
conformes con las horas de clase, formábamos una especie de entourage
que lo seguía hasta algún café para no perder el hilo de sus relatos. Eran
horas y horas hasta que anunciaba que tenía que irse al unomásuno.
A pesar de que sabía
por experiencia en las aulas que su umbral de ira es bastante reducido, un día
reuní el valor suficiente y le llevé mi primera colaboración. La leyó en voz
alta, con el lápiz que tenía en la mano hizo algunas correcciones y ordenó que
se publicara. Ahí no paró mi osadía. Un día me ofreció la oportunidad de
corregir sábado y lo hice al lado de personajes como Pura López
Colomé, Vicente Anaya y Pablo Soler Frost. La experiencia de Batis en esos
menesteres es impresionante. Sin importar la cantidad de revisiones realizadas
a las planas, les echaba un vistazo y señalando un párrafo decía triunfante:
“donde pongo el ojo, pongo la errata”.
Alberto
Ruy Sánchez
Recuerdo
con precisión obsesiva la luz de invierno que entraba por la ventana de aquella
sala sombría en la fabulosa casa–biblioteca de Huberto Batis. Los sábados,
durante casi todo el día, en la calle Mariano Matamoros del antiguo pueblo de
Tlalpan, cerca de la clínica psiquiátrica Floresta, una docena de aprendices,
además de leer y comentar muy ácidamente lo que cada uno de nosotros había
escrito esa semana, leíamos los textos que nos proponía Huberto. Siempre poco
comunes, intensos, asombrosos. Tesoros raros de sus libreros que, según él, le
evocaban espontáneamente nuestros balbuceos, como mostrándonos en la
comparación abrupta indicios del camino que nos faltaba por recorrer para ser
mejores y verdaderos escritores. Los libros de Huysmans, Iwaskiewickz, Raymond
Roussell, Cioran o Hermann Broch, de Coleridge, John Donne o Zadeg Hedayat,
comentados por Huberto se convertían en cajas de Pandora de poderes ilimitados
y efectos concretos en nuestros anhelos de escritura y en nuestras vidas. Y, de
pronto, como un preciso reloj de sol que se encendía cuando llevábamos un par
de horas juntos, un rayo vertical se deslizaba entre las cortinas, rasgaba la
penumbra e iluminaba la pecera al fondo de la sala donde un axólotl erizaba de
golpe su cresta hacia la luz. El axólotl de Huberto, evidentemente, había sido
revisado ahí exhaustivamente con todas sus maravillosas referencias literarias
y científicas. Era parte de nuestro círculo encantado desde hacía tiempo. Pero
todo era tan intenso en aquellas reuniones en que nadie parecía notar su
encuentro sistemático con la luz. Entre absorto y distraído, yo esperaba
siempre con cierta impaciencia y lleno de mi desasosiego de principiante de
escritor ese momento en el que la pecera iluminada y el anfibio cumplían su
cita con el dedo del sol. Esa confluencia extraña se volvió emblema del efecto
que aquellas reuniones tenían sobre mí. Y solo a partir de ese momento
encendido mi desasosiego se iba transformando en palabras fluidas, imágenes,
escenas. Algunas veces las pronunciaba, muchas otras las atesoraba en silencio
y yo mismo me asombro de comprobar cómo, tantos años después, las mismas siguen
brotando de vez en cuando en lo que escribo. El ámbito creado generosamente por
Huberto Batis era propiciatorio. Y fue natural que en cada quien tuviera
efectos abruptamente distintos. Yo sigo agradeciendo a Huberto que nunca haya tratado
mínimamente de dirigirlos y que en su espléndida y desinteresada extravagancia
la vivacidad de la literatura fuera siempre esa semilla múltiple e
incontrolable que puso a montones en nuestras manos.
Eko
Huberto Batis tiene el cinismo de Aretino, la osadía de un condenado a muerte y la disciplina de un sádico. Por eso me permitió pervertir las páginas de sábado. Desde entonces es parte de mis pesadillas y de las de Denisse.
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