Laberinto
Álvaro Uribe
Este
oficio, o acaso: esta profesión, o mejor: esta condición tiene antecedentes
ilustres. Ninguno más alto que el de sor Juana Inés de la Cruz, beneficiada por
dos virreinas. Solo que Juana la cortesana no iba a la Corte virreinal a pedir
favores, sino que la Corte iba a ella para favorecerla.
Otro
antecesor notable de los actuales becarios es Diego Rivera, pensionado en 1907
por el gobernador porfirista de Veracruz para viajar a España y luego a Francia,
donde asimiló las enseñanzas del cubismo, y en 1920 por el embajador
obregonista en París para trasladarse a Italia, donde estudió las técnicas del
muralismo que lo haría célebre.
Y
hay que incluir en la lista de protobecarios a una serie de escritores de mayor
o menor talento, que van en el último siglo desde Federico Gamboa hasta los
narradores del Crack, pasando por figuras de importancia cierta
como José Juan Tablada o José Gorostiza u Octavio Paz o Carlos Fuentes, todos ellos
agraciados en algún episodio de sus vidas por la munificencia de esa precursora
de los apoyos estatales a la creación artística: la diplomacia.
Heredero
de una larga tradición de mecenazgo oficial, el becario de hoy comienza a
pulular hace 25 años, con la instauración de un sistema nacional de creadores
durante el sexenio del presidente más repudiado, hasta ahora, de los muchos que
nos ha impuesto el PRI. No hay desde entonces artista que no haya sido becario
o querido serlo. No hay artista que no crea merecer una beca. Y si es
vitalicia, mejor.
El
becario típico se inclina a la izquierda. Es decir: propende a justificar el
usufructo de una beca con el razonamiento, que puede alcanzar la inflexibilidad
de un dogma, de que es deber del Estado corregir las injusticias del mercado. Y
si la gente no compra mis libros, peor para la gente. Yo seguiré escribiéndolos
mientras las instituciones me mantengan con el dinero de la gente.
Los
problemas de conciencia empiezan para el becario cuando la discusión deja de
ser impersonal. Cuando el óbolo de la gente, en abstracto, cobra la forma de un
apoyo del gobierno. De este gobierno, en concreto. De una serie de individuos
que pertenecen al mismo partido que el presidente.
Lo
bueno es que siempre cabe distinguir, como hace Mario el becario, entre el
Estado y el gobierno. Y alegar que las becas provienen del Estado. Y si te
atreves a decirle que los crímenes también, Mario se indigna. Se encrespa. Te
aclara rabioso que no es lo mismo. Pero enmudece si le pides de buena manera
que te explique por qué.
Y
es peor cuando Hilaria, emérita becaria, exige entre
aplausos del público que los diplomáticos renuncien a sus cargos en protesta
por las muertes y las desapariciones, pero ella no renuncia a su beca perenne.
Ni hablar. Ni cómo decir que para ti el Estado es una entelequia y solo existen los funcionarios. Y si les aceptas el dinero también estás aceptando el gobierno para el que trabajan. Y si tus ideas no coinciden con tu vida, cambia de ideas. O, cueste lo que cueste, de vida.
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