Jornada Semanal
Alicia Migdal
Siempre releo los cuentos de Onetti en la primera edición popular de sus cuentos completos, una publicación de Cedal de 1967. Es tan manejable que ya está deshojada y marca un punto fundamental en su obra. En ella está el cuerpo integral de sus cuentos o nouvelles inolvidables, aquellos por los que una vida tiene sentido. Además de ser, en el ‘67, un necesario operativo editorial, esos cuentos completos incompletos (pero no a la manera lúdica de los de Augusto Monterroso) siguen siendo completos en su enfrentamiento con el tiempo, es decir, siguen probándose como únicos y clásicos, y a mí me permiten leer mis propias y sesgadas lecturas de Onetti, el decurso de mis subrayados y de mis omisiones, las preferencias momentáneas y emocionales. Hacer la lectura en la edición de Alfaguara tiene ya un carácter tan definitivo que asusta, porque ésos sí son los cuentos completísimos (los que testimonian el final en todos los sentidos, los que aseguran que ya no habrá más), los del pre y el post Onetti, algunos de los que no deberían haberse publicado nunca (los últimos apuntes inéditos) y los que Editorial Arca recogió por primera vez en 1974 en Tiempo de abrazar (que se iba a llamar Onetti antes de Onetti y que sólo quedó así como título del prólogo de Jorge Ruffinelli) y después Editorial Corregidor reunió en una edición de tapa verde y formal. Ahí está entonces, en Alfaguara desde 1998, extendida ante nosotros, la historia de una escritura y de unos cuantos pocos temas. La espléndida monotonía. La tozuda fidelidad al deseo adolescente, su esplendor y su decadencia. La historia de una escritura que incluye la historia del lector y de sus lecturas.
Lo que fue en mí costumbre hedonista sin finalidad profesional, sin saberlo preparaba una argumentación en el tiempo, con el tiempo, con cada edición completa de cada Onetti cuentista completo e imperfecto. El verdadero, el perfecto estilista, el soñador que resguarda todavía sus fantasías de la sordidez, es el de la edición de Cedal, aunque ya en la coda del cuento “Justo el treintaiuno” había, para mis veinte años, una inesperada traición. Y la coda siguió en Madrid, desde donde nos llegaban de tanto en tanto relatos que auscultábamos con temor de que Onetti estuviera cansado ya de su entresueño, de que el mundo que seguía en su cabeza no tuviera suficiente alimento en la cama de la avenida América, alejada de Montevideo. Apareció entonces la certeza de que no era verdad que a Onetti le daba lo mismo estar echado en cualquier cuarto de cualquier ciudad. No se trataba solamente de que lo que llegaba desde Madrid fueran breves esbozos, apuntes cansados; era la derrota del deseo la que atravesaba el océano antes de internet. La fatiga estilística y la sordidez del deseo se habían compenetrado, y de Cedal a Alfaguara hay una línea tendida que da cuenta de ello.
¿Éramos justos esperando siempre lo mejor, más de lo
mejor? ¿No teníamos que sentirnos satisfechos con por lo menos ocho
cuentos perfectos, que no paso a enumerar porque son apenas los míos
(hablo sólo de los cuentos y no de las novelas)? En distintas ocasiones
escribí insistentemente que en 1964, con la publicación de Juntacadáveres,
la obra de Onetti había alcanzado su culminación, y que todo lo que
siguió publicando nos proporcionó belleza fragmentaria, en un operativo
de degradación por el cual escribir era destruir el pasado y la
escritura del pasado, cediendo a la fácil sensualidad de las niñas
emputecidas. También había insistido, precisamente con la publicación
de Cuando ya no importe, en que no hay que seguir lamentando
esa pérdida del deseo hecho escritura, que el post Onetti ofrece un
interesante material de análisis, por contraste, de lo que hace con su
obra un escritor tirado en la cama cuando los sueños son el vector de
su escritura pero no alcanzan sin la realidad, sin suficiente realidad
externa. El lector que ignore las características del hombre Onetti (le
pasó a Muñoz Molina, como consta en el prólogo a los cuentos completos
de Alfaguara) podría igual, frente a las 490 páginas de esa edición,
seguir el mapa del sueño de la muchacha en el tiempo, el tranquilo
paroxismo poético y la subsiguiente declinación de la poesía de su
prosa, y comprobar que si hay hojarasca literaria a partir de lo escrito
en los años setenta, la maravilla anterior no sólo se mantiene sino
que crece intacta y preservada. Que las distintas versiones de sí mismo
expuestas desde antes del gran soñador de El pozo, como son el
posible Baldi y Raucho y el transeúnte de la Avenida de Mayo, y Risso
en “El infierno tan temido” y el hombre que amó a la muchacha de la
bicicleta en “La cara de la desgracia”, pueden ser todos versiones en
el tiempo de Jorge Malabia, que fue el gran y puro adolescente siempre
en pos de un deseo invicto, Malabia y todos ellos a su vez versiones,
quién sabe, del Onetti de los años treinta, del que creía y con esa fe
tuvo energía suficiente como para cubrir las dos décadas siguientes de
escritura, moldeando el perfil de las muchachas.
No hay por qué amar todo lo de Onetti ni sentirse
traicionados por la distorsión que introdujo en su mundo; hay que
entrar en su obra capital y hasta incluir en ella Dejemos hablar al viento y Cuando ya no importe,
que son el modelo final de su asalto y estrago de un mundo construido,
y moverse en ella con felicidad y completud; hay que incorporar los
restos de la noche de su escritura, es decir lo escrito en Madrid, pero
buscando las claves de lo deshecho en la obra capital. Es un trabajo
que hay que hacer sin renunciar a la devoción literaria pero también
sin ceder ante la prepotencia masculina de ese Onetti final.
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