domingo, 3 de agosto de 2014

Onetti, a veinte años

3/Agosto/2014
Jornada Semanal
Alejandro Michelena

Hace dos décadas se iba de este mundo, después de haber pasado casi todo su exilio –comenzado en 1974, cuando la dictadura uruguaya lo dejara libre luego de meses de prisión por el delito de haber sido jurado en el último concurso literario del semanario Marcha– en Madrid; ostracismo que continuó luego del retorno de la democracia. Fue rotunda su negativa al entonces presidente, Julio María Sanguinetti, ante la invitación a volver; nunca quedaron claros sus motivos, aunque –en parte– la situación de impunidad para los violadores de los derechos humanos, que ya se estaba pactando, pudo haber incidido en la decisión.
Onetti siempre reafirmó, a pesar de los años vividos fuera del país, su condición de uruguayo. Pero también es cierto que vivió muchísimos años en Buenos Aires, donde iba a escribir y a publicar tres novelas fundamentales, verdaderos mojones de su obra, como son Tierra de nadie, Para esta noche y La vida breve (que ubican su acción en esa gran cosmópolis). Además escribió y publicó en Argentina una exquisita nouvelle, Los adioses, y muchos de sus cuentos más significativos.
Onetti, escritor rioplatense
Más allá de las peripecias vitales, puede ser interesante considerar qué rasgos nos permiten calificarlo como escritor “rioplatense” y no solamente “uruguayo”. Veamos sus temas, por ejemplo: Los adioses transcurren en un lugar de serranías del interior argentino, en Córdoba. Sus notables y decisivas novelas ya nombradas: en medio del entramado urbano de Buenos Aires. Y en La vida breve el personaje, Brausen, imagina una ciudad, Santa María. Esta localidad de provincia, ribereña de un gran río, está inspirada por las que bordean efectivamente el río Paraná. Pero más todavía: el propio escritor aclaró en más de una entrevista que el modelo para Santa María se lo dio la ciudad de Paraná, en la provincia de Entre Ríos. Toda la saga de Santa María, que abarca novelas como Juntacadáveres y El astillero y unos cuantos relatos antológicos, tienen el marco –el clima, el aire, el color peculiar– de los parajes ribereños del Paraná. Por cierto: su primera novela –la mítica El Pozo– transcurre en Montevideo, y también una de las últimas: Dejemos hablar al viento. Su obra arranca, y en cierto modo se cierra, en su ciudad de origen, que sin embargo no ocupó en absoluto un rol relevante en su vasta obra narrativa.
Naturalmente: un narrador de la dimensión de Onetti no se puede calibrar desde la ubicación geográfica de sus ficciones. Por eso, y profundizando un poco más, reparemos en algunos de sus referentes y en sus inquietudes literarias. Como buen uruguayo de clase media de su tiempo comenzó a escribir teniendo un sedimento educativo universalista, pero fiel a su camino personal –no intelectualizado y lejos de lo académico– creó su propio canon de lecturas. A William Faulkner lo ubicó en el primer lugar en sus preferencias porque fue quien le inspiró, con su saga novelística de Yoknapatawpha, la creación de su propio mundo creativo en torno a Santa María. Y el estadunidense marcaría también los rasgos barrocos de su estilo. ¿Pero, qué de sus contemporáneos, los cercanos?
Al todavía joven y casi desconocido Onetti le impactó la lectura de los cuentos de Jorge Luis Borges, a quien siempre tuvo entre sus referentes literarios; tal admiración no fue empañada siquiera por el mal resultado del único encuentro personal que tuvieron, en una confitería de la calle Corrientes, presentados por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Trataba asiduamente en sus años porteños a Ernesto Sábato, y tenían buen diálogo más allá de las diferencias en sus obras, marcadas sin embargo filosóficamente por el existencialismo. Y mantenía un vivo interés en los aconteceres literarios de la gran ciudad.
El retorno del maestro
En Montevideo, cuyo ambiente cultural y literario había fustigado con lucidez desde el semanario Marcha en 1939, amparado en el seudónimo Periquito el Aguador, mantuvo en los cuarenta y comienzos de los cincuenta un magisterio lejano sobre un puñado de jóvenes –que luego conformarían, junto a otros, la Generación del ’45– alimentado por viajes fugaces. Cuando retornó a Uruguay, ya bordeando los años sesenta, era un escritor consagrado, un maestro para muchos y motivo de rechazo para otros (los más volcados hacia una literatura social o política), pero no participó en polémicas y agitaciones que entendía provincianas, y que no sentía que le incumbieran. Ahí surge justamente el mito onettiano del escritor solitario, algo misógino, escuchando tangos y bebiendo vino, entregado a su obra y al diálogo con jóvenes narradores talentosos pero alejados de las férreas capillas culturales. Con Mario Benedetti por ejemplo –el máximo exponente y paradigma de esa generación– lo único que lo unía en lo profundo era la terminación italiana de sus apellidos (más allá de la cordial relación personal que establecieron luego en Madrid).
En definitiva: sin negar su condición de uruguayo, Juan Carlos Onetti estuvo más vinculado en lo cultural a Buenos Aires, y ubicó en escenarios y climas argentinos la parte nuclear de su narrativa. Por eso es que afirmamos que fue un escritor rioplatense; porque lo sustancial de su obra interactúa con el corpus literario de las dos orillas, y no se explica en lo profundo sino vinculada a ese universo regional más que nacional.


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