domingo, 22 de diciembre de 2013

El aro de Urano: Luis Cernuda

22/Diciembre/2013
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I
Pocas obras poéticas ofrecen una fusión tan intensa entre escritura y biografía como la de Luis Cernuda. En él se ejemplifica, por cierto, el axioma lírico que Octavio Paz menciona en alguno de sus textos tempranos: “Todo poema se cumple a expensas del poeta.” Más que cualquier otra frase, ésta definiría el ser y el quehacer poético del escritor andaluz: sus versos son líneas en jirones de piel, deseo y realidad entrelazados.
Aun siendo diferentes entre sí, en su calidad de productos de una estética y una asimilación de lecturas que fueron enriqueciéndose conforme se multiplicaron los autores que entraron en conversación con sus versos, cada nuevo poemario de Cernuda se incorporó al libro único que, desde los años treinta, el poeta había concebido como su testimonio literario: La realidad y el deseo. Como el Cántico, de Jorge Guillén, producto de un esmero similar, el múltiple y unívoco libro de Cernuda revela una contención y una unidad interna cifradas en la sólida y paciente acumulación de experiencias líricas moduladas por una voz que se autentifica en cada libro. La “verdad ignorada” de Cernuda, esto es, “la verdad de su amor verdadero”, como él mismo la formula, es la escritura en su naturaleza de acto deseante. “Conforme la experiencia del amor va siendo más claramente enunciada”, observa Philip Silver, uno de sus críticos más avezados, la visión cambia y se profundiza pero el deseo “es una constante”.
Más que una exploración del impulso erótico, se advierte en la poesía de Cernuda una devoción por su propia biografía espiritual, tan intensa y siempre la misma como diversos y hasta antagónicos son los autores y tendencias que nutrieron sus lecturas: Wordsworth, Garcilaso de la Vega, las ideas de Fichte y André Gide, las inéditas nupcias de Hölderlin y Juan de la Cruz; sus histéricos, alternativos, viscerales rechazos o adhesiones al purismo y al surrealismo, hablan de las propiedades proteicas de esta obra, sin embargo única y singular en cuanto que su narcisismo uranista, proyectado en una gran diversidad de máscaras, es la verdad que vertebra la realidad de su deseo.
II
Octavio Paz observa en Cernuda una evidente “tentativa por crear su propia imagen”. En Mallarmé, en Gide, en Garcilaso, pero sobre todo a partir de un inevitable impulso vital propio, Cernuda aprendió a reconocerse en una suerte de inmersión semejante a la que se cuenta en el mito de Narciso, manifiesta primeramente en un arraigado sentimiento de soledad, de ser incompleto y, en libros posteriores, en una insoslayable nostalgia de la juventud perdida.
“En límpido reposo/ el cuerpo se contempla”, aunque su espejo sea la inmovilidad onírica, esa agua estancada, ese “sueño encantado”, escribe en Primeras poesías. Idéntico desdoblamiento –la renuncia explícita a la primera persona– se advierte en su segundo libro, Égloga, Elegía, Oda. Y sin embargo, el amor narcisista, la imagen del agua cruel, ya serena y “gozando de sí misma en su hermosura”, ya “en revuelo/ de rota espuma”, predomina y baña las formas de “un joven dios que avanza sonriendo” y lo llena “con reflejos de plata”.
La perspectiva poética de Cernuda sigue enfatizando la naturaleza acuática del mito en el libro central de su poesía de juventud, Un río, un amor. El ahogado errante de “Cuerpo en pena” recorre la corriente para llegar a su desembocadura, meta erótica de todo el poemario, pues “sólo las olas saben”: el mar es el deseo desbordado, el amor está en el agua y, como no puede ignorarlo Narciso, hay “miradas en las olas”, agua en la escritura de un ser que se contempla y sueña y reconoce en el mar amarrado o en el río en movimiento, en el “verter de mis labios vagamente palabras”. Pero los mitos, identidades vivas, evolucionan. Así, los indicios de proyección y desdoblamiento en la poesía cernudiana atañen luego a la figura del arcángel, a quien significativamente habla en una segunda persona que no excluye sino reafirma la propia pulsión: “Tú fluyes en mis venas, respiras en mis labios,/ te siento en mi dolor;/ bien vivo estás en mí, vives en mi amor mismo.”
Pero, para decirlo con los dos siguientes títulos de esta suma biográfica, la madurez del poeta y de su obra atestiguan, entre otras cosas, que habrá que reconocer Los placeres prohibidos, precisamente, Donde habita el olvido. En algunos textos de estos poemarios, en efecto, se advierte casi un manifiesto de rencor contra las tensiones que ha tenido que librar el deseo frente al tiempo. El amor narcisista ya no puede permanecer ensimismado. La proyección de su énfasis en otra figura objetivada del sujeto amoroso –así sea sólo en la fantasía–, es una manera de invocar la presencia que está más allá o detrás de esa apariencia. Es indudable, a estas alturas, que la lectura de los metafísicos ingleses ha operado cambios no sólo en la obra del poeta, sino asimismo en su pensamiento y estética, de ahí que la afirmación de García Ponce, según la cual “el mundo de Luis Cernuda es un mundo pagano en el que sólo existe la realidad de la apariencia, apariencia que no conduce hacia ningún lado ya sea porque niega la reproducción a través de la homosexualidad, ya sea porque niega que haya cualquier otra realidad más allá de lo que podemos encontrar a través de la vista”, revele una lectura poco provechosa de una obra que apela, por cierto, a la sospecha de que, tras esas limitaciones corporales o sociales, se adivina la verdadera realidad, la divinidad enmascarada del deseo.
El distanciamiento a partir del recurso de la máscara no disipa el narcisismo erótico de Cernuda: más bien, le sirve para elaborarlo en más de un sentido, pues proyectar sobre una situación histórica o legendaria su propia experiencia emotiva le permite esa distancia de por medio que con tanta frecuencia nos proporcionan los viajes, los sueños, la escritura y el simple paso del tiempo: un recurso de la objetividad que viene a dimensionar y resignificar la intimidad.
III
Sin duda las lecturas de Browning, de Yeats, de Eliot, le sirvieron a Cernuda, como apunta el poeta Manuel Ulacia, para sublimar el narcisismo de su primera poesía a través de la máscara poética, menos un artificio o capricho retórico que la forma para mejor convocar y representar la otredad, para concebir lo especular del amor. Es posible que la presencia del desdoblamiento en su obra obedezca, antes que a una elección, a cierta fatalidad, ese reconocible sentirse aislado, despoblado de “El soliloquio del farero”, donde lo que el empleado náutico encarna es la idea misma del oficio creador, según el cual asume, en “La gloria del poeta”, “que mi voz es la tuya,/ que mi amor es el tuyo”.
La particular introversión cernudiana no es solamente la conciencia del yo que escribe en soledad o del hombre cuya sensación de la nada es inherente a su propia vida, sino también, y más precisamente, “la posibilidad de fusión de la obra humana con la naturaleza” tal como él mismo parece entreverla, lo que la dota de una consistencia, por así decirlo, más metafísica que melodramática. En Vivir sin estar viviendo, la figura de Felipe ii, máscara fiel del poeta, contempla El Escorial hacia el final de sus días, se mira a sí mismo y dice muy a las claras: “Mi obra no está afuera, sino adentro.” Si afirma, en otro poema del mismo libro, que “es el amor fuente de todo”, alude tanto al sentido metafórico de fuente en su significado de origen, como al trasunto simbólico que ve en ella el incesante, narcisista espejo del amor condenado a la contemplación del ser que en él se mira y admira: “Bebías de tu sed y de la fuente a un tiempo,/ sabiendo a eternidad tu sed y el agua.”
En la última etapa de su obra, la proyección en el pasado admite la posibilidad de que el poeta recobre la luz y el tiempo para regresar a fundirse con su propia adolescencia, para hallar “la imagen de aquel mozo/ a quien dijera adiós en tiempos/ idos, su juventud intacta/ de nuevo”. El otro es él mismo: el poeta viejo y el muchacho que fue, al conjuro del olvido, se besan y confunden sus sombras. Abatido y dignificado en la imagen propia, reconstruida a través de su obra por el tiempo implacable, escribe los “Poemas para un cuerpo” con textos cuyos títulos parecen más bien epitafios: “Para ti, para nadie”, “Sombra de mí”, “Despedida”, “Fin de la apariencia”.
En estos poemas postreros se advierte un tono recapitulador de la temática amorosa y, sobre todo, del deseo como manifestación real, como experiencia de vida. Un perfil sintomático de esta recuperación existencial se advierte, por un lado, en la esperanza de que el nutriente vital del poeta, el deseo “loco y tardío”, como lo llama en “El amor todavía”, lo persiga y asalte con la misma frecuencia que lo hizo en la juventud; por otro, en el reconocimiento de que ya “su vejez al espejo habla”, según lo advierte en el mismo poema. La imagen apunta hacia algo más que la mera denuncia del paso del tiempo registrado por ese inconmovible testigo de estaño: supone también un estoico, desnudo enfrentamiento con la realidad narcisista del deseo.
Con la máscara el yo se habla de tú, se despersonaliza por un instante para mejor conversar consigo mismo. El texto se reviste de la apariencia de un diálogo entre un tú interrogado y un yo demandante: “¿Tú? ¿Volver? Regresar no piensas,/ sino seguir libre adelante/ disponible por siempre, mozo o viejo,/ sin hijo que te busque, como a Ulises,/ sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.” Y de toda esa gama de “otros que le dan plena existencia”, para decirlo con Octavio Paz, el excéntrico monarca que Cernuda retrata en “Luis de Baviera escucha Lohengrin” representa, en su estrategia expresiva de reflejos múltiples, el más acabado ejemplo de este poético narcisismo enmascarado. La proyección es aquí de carácter onírico y su erotismo alienta, fundamentalmente, una experiencia ontológica. Más aún: si, en su tráfico de sombras (Cernuda se esboza en Luis de Baviera, que lo hace en la figura de Lohengrin, que se contempla en la forma de un elfo), el deseo involucra al propio sujeto deseante como objeto amoroso, ¿entonces quién ama?, ¿quién resulta ser amado? Se trata de un curioso espejo dramático donde el agua de Narciso es móvil: un personaje actuando la ópera de Wagner, obra predilecta del rey, es el dinámico reflejo que “como extraño contempla/ con emoción gemela su imagen desdoblada/ y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso”.
IV
Hace cincuenta noviembres la vida del poeta sevillano llegó a término aquí, en Ciudad de México. Su feligresía libresca es nutrida pero no vasta, lo cual es bastante para un poeta que renunció a las aclamaciones, que prefirió reflejarse en el espejo de sus poemas –donde se sigue escuchando esa música de agua–, pues el deseo narcisista es un aro que vuelve siempre al punto de partida, un anillo anhelante que se encierra en sí mismo y se reconquista y completa en esa doble certeza constituida por la realidad de su deseo y la innegable vigencia de su obra.

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