Jornada Semanal
Enrique Héctor González
I
Pocas obras poéticas
ofrecen una fusión tan intensa entre escritura y biografía como la de
Luis Cernuda. En él se ejemplifica, por cierto, el axioma lírico que
Octavio Paz menciona en alguno de sus textos tempranos: “Todo poema se
cumple a expensas del poeta.” Más que cualquier otra frase, ésta
definiría el ser y el quehacer poético del escritor andaluz: sus
versos son líneas en jirones de piel, deseo y realidad entrelazados.
Aun siendo diferentes entre sí, en su calidad de
productos de una estética y una asimilación de lecturas que fueron
enriqueciéndose conforme se multiplicaron los autores que entraron en
conversación con sus versos, cada nuevo poemario de Cernuda se
incorporó al libro único que, desde los años treinta, el poeta había
concebido como su testimonio literario: La realidad y el deseo. Como el Cántico,
de Jorge Guillén, producto de un esmero similar, el múltiple y unívoco
libro de Cernuda revela una contención y una unidad interna cifradas
en la sólida y paciente acumulación de experiencias líricas moduladas
por una voz que se autentifica en cada libro. La “verdad ignorada” de
Cernuda, esto es, “la verdad de su amor verdadero”, como él mismo la
formula, es la escritura en su naturaleza de acto deseante. “Conforme
la experiencia del amor va siendo más claramente enunciada”, observa
Philip Silver, uno de sus críticos más avezados, la visión cambia y se
profundiza pero el deseo “es una constante”.
Más que una exploración del impulso erótico, se
advierte en la poesía de Cernuda una devoción por su propia biografía
espiritual, tan intensa y siempre la misma como diversos y hasta
antagónicos son los autores y tendencias que nutrieron sus lecturas:
Wordsworth, Garcilaso de la Vega, las ideas de Fichte y André Gide, las
inéditas nupcias de Hölderlin y Juan de la Cruz; sus histéricos,
alternativos, viscerales rechazos o adhesiones al purismo y al
surrealismo, hablan de las propiedades proteicas de esta obra, sin
embargo única y singular en cuanto que su narcisismo uranista,
proyectado en una gran diversidad de máscaras, es la verdad que
vertebra la realidad de su deseo.
II
Octavio Paz observa en Cernuda una evidente
“tentativa por crear su propia imagen”. En Mallarmé, en Gide, en
Garcilaso, pero sobre todo a partir de un inevitable impulso vital
propio, Cernuda aprendió a reconocerse en una suerte de inmersión
semejante a la que se cuenta en el mito de Narciso, manifiesta
primeramente en un arraigado sentimiento de soledad, de ser incompleto
y, en libros posteriores, en una insoslayable nostalgia de la juventud
perdida.
“En límpido reposo/ el cuerpo se contempla”, aunque
su espejo sea la inmovilidad onírica, esa agua estancada, ese “sueño
encantado”, escribe en Primeras poesías. Idéntico desdoblamiento –la renuncia explícita a la primera persona– se advierte en su segundo libro, Égloga, Elegía, Oda.
Y sin embargo, el amor narcisista, la imagen del agua cruel, ya serena
y “gozando de sí misma en su hermosura”, ya “en revuelo/ de rota
espuma”, predomina y baña las formas de “un joven dios que avanza
sonriendo” y lo llena “con reflejos de plata”.
La perspectiva poética de Cernuda sigue enfatizando
la naturaleza acuática del mito en el libro central de su poesía de
juventud, Un río, un amor. El ahogado errante de “Cuerpo en
pena” recorre la corriente para llegar a su desembocadura, meta
erótica de todo el poemario, pues “sólo las olas saben”: el mar es el
deseo desbordado, el amor está en el agua y, como no puede ignorarlo
Narciso, hay “miradas en las olas”, agua en la escritura de un ser que
se contempla y sueña y reconoce en el mar amarrado o en el río en
movimiento, en el “verter de mis labios vagamente palabras”. Pero los
mitos, identidades vivas, evolucionan. Así, los indicios de proyección y
desdoblamiento en la poesía cernudiana atañen luego a la figura del
arcángel, a quien significativamente habla en una segunda persona que
no excluye sino reafirma la propia pulsión: “Tú fluyes en mis venas,
respiras en mis labios,/ te siento en mi dolor;/ bien vivo estás en mí,
vives en mi amor mismo.”
Pero, para decirlo con los dos siguientes títulos
de esta suma biográfica, la madurez del poeta y de su obra atestiguan,
entre otras cosas, que habrá que reconocer Los placeres prohibidos, precisamente, Donde habita el olvido.
En algunos textos de estos poemarios, en efecto, se advierte casi un
manifiesto de rencor contra las tensiones que ha tenido que librar el
deseo frente al tiempo. El amor narcisista ya no puede permanecer
ensimismado. La proyección de su énfasis en otra figura objetivada del
sujeto amoroso –así sea sólo en la fantasía–, es una manera de invocar
la presencia que está más allá o detrás de esa apariencia. Es
indudable, a estas alturas, que la lectura de los metafísicos ingleses
ha operado cambios no sólo en la obra del poeta, sino asimismo en su
pensamiento y estética, de ahí que la afirmación de García Ponce, según
la cual “el mundo de Luis Cernuda es un mundo pagano en el que sólo
existe la realidad de la apariencia, apariencia que no conduce hacia
ningún lado ya sea porque niega la reproducción a través de la
homosexualidad, ya sea porque niega que haya cualquier otra realidad
más allá de lo que podemos encontrar a través de la vista”, revele una
lectura poco provechosa de una obra que apela, por cierto, a la
sospecha de que, tras esas limitaciones corporales o sociales, se
adivina la verdadera realidad, la divinidad enmascarada del deseo.
El distanciamiento a partir del recurso de la
máscara no disipa el narcisismo erótico de Cernuda: más bien, le sirve
para elaborarlo en más de un sentido, pues proyectar sobre una
situación histórica o legendaria su propia experiencia emotiva le
permite esa distancia de por medio que con tanta frecuencia nos
proporcionan los viajes, los sueños, la escritura y el simple paso del
tiempo: un recurso de la objetividad que viene a dimensionar y
resignificar la intimidad.
III
Sin duda las lecturas de Browning, de Yeats, de
Eliot, le sirvieron a Cernuda, como apunta el poeta Manuel Ulacia, para
sublimar el narcisismo de su primera poesía a través de la máscara
poética, menos un artificio o capricho retórico que la forma para mejor
convocar y representar la otredad, para concebir lo especular del
amor. Es posible que la presencia del desdoblamiento en su obra
obedezca, antes que a una elección, a cierta fatalidad, ese
reconocible sentirse aislado, despoblado de “El soliloquio del farero”,
donde lo que el empleado náutico encarna es la idea misma del oficio
creador, según el cual asume, en “La gloria del poeta”, “que mi voz es
la tuya,/ que mi amor es el tuyo”.
La particular introversión cernudiana no es
solamente la conciencia del yo que escribe en soledad o del hombre cuya
sensación de la nada es inherente a su propia vida, sino también, y
más precisamente, “la posibilidad de fusión de la obra humana con la
naturaleza” tal como él mismo parece entreverla, lo que la dota de una
consistencia, por así decirlo, más metafísica que melodramática. En Vivir sin estar viviendo,
la figura de Felipe ii, máscara fiel del poeta, contempla El Escorial
hacia el final de sus días, se mira a sí mismo y dice muy a las claras:
“Mi obra no está afuera, sino adentro.” Si afirma, en otro poema del
mismo libro, que “es el amor fuente de todo”, alude tanto al sentido
metafórico de fuente en su significado de origen,
como al trasunto simbólico que ve en ella el incesante, narcisista
espejo del amor condenado a la contemplación del ser que en él se mira y
admira: “Bebías de tu sed y de la fuente a un tiempo,/ sabiendo a
eternidad tu sed y el agua.”
En la última etapa de su obra, la proyección en el
pasado admite la posibilidad de que el poeta recobre la luz y el tiempo
para regresar a fundirse con su propia adolescencia, para hallar “la
imagen de aquel mozo/ a quien dijera adiós en tiempos/ idos, su
juventud intacta/ de nuevo”. El otro es él mismo: el poeta viejo y el
muchacho que fue, al conjuro del olvido, se besan y confunden sus
sombras. Abatido y dignificado en la imagen propia, reconstruida a
través de su obra por el tiempo implacable, escribe los “Poemas para un
cuerpo” con textos cuyos títulos parecen más bien epitafios: “Para ti,
para nadie”, “Sombra de mí”, “Despedida”, “Fin de la apariencia”.
En estos poemas postreros se advierte un tono
recapitulador de la temática amorosa y, sobre todo, del deseo como
manifestación real, como experiencia de vida. Un perfil sintomático de
esta recuperación existencial se advierte, por un lado, en la esperanza
de que el nutriente vital del poeta, el deseo “loco y tardío”, como lo
llama en “El amor todavía”, lo persiga y asalte con la misma
frecuencia que lo hizo en la juventud; por otro, en el reconocimiento
de que ya “su vejez al espejo habla”, según lo advierte en el mismo
poema. La imagen apunta hacia algo más que la mera denuncia del paso
del tiempo registrado por ese inconmovible testigo de estaño: supone
también un estoico, desnudo enfrentamiento con la realidad narcisista
del deseo.
Con la máscara el yo se habla de tú, se
despersonaliza por un instante para mejor conversar consigo mismo. El
texto se reviste de la apariencia de un diálogo entre un tú interrogado
y un yo demandante: “¿Tú? ¿Volver? Regresar no piensas,/ sino seguir
libre adelante/ disponible por siempre, mozo o viejo,/ sin hijo que te
busque, como a Ulises,/ sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.” Y de
toda esa gama de “otros que le dan plena existencia”, para decirlo con
Octavio Paz, el excéntrico monarca que Cernuda retrata en “Luis de
Baviera escucha Lohengrin” representa, en su estrategia
expresiva de reflejos múltiples, el más acabado ejemplo de este poético
narcisismo enmascarado. La proyección es aquí de carácter onírico y
su erotismo alienta, fundamentalmente, una experiencia ontológica. Más
aún: si, en su tráfico de sombras (Cernuda se esboza en Luis de
Baviera, que lo hace en la figura de Lohengrin, que se contempla en la
forma de un elfo), el deseo involucra al propio sujeto deseante como
objeto amoroso, ¿entonces quién ama?, ¿quién resulta ser amado? Se
trata de un curioso espejo dramático donde el agua de Narciso es móvil:
un personaje actuando la ópera de Wagner, obra predilecta del rey, es
el dinámico reflejo que “como extraño contempla/ con emoción gemela su
imagen desdoblada/ y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso”.
IV
Hace cincuenta noviembres la vida del poeta
sevillano llegó a término aquí, en Ciudad de México. Su feligresía
libresca es nutrida pero no vasta, lo cual es bastante para un poeta
que renunció a las aclamaciones, que prefirió reflejarse en el espejo
de sus poemas –donde se sigue escuchando esa música de agua–, pues el
deseo narcisista es un aro que vuelve siempre al punto de partida, un
anillo anhelante que se encierra en sí mismo y se reconquista y
completa en esa doble certeza constituida por la realidad de su deseo y
la innegable vigencia de su obra.
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