Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer
A Hugo Gutiérrez Vega, el abogado
La amplia obra de Sándor Márai tiene uno de sus mejores momentos en Divorcio en Buda
(1935), una novela útil para abogados y para quienes gustan de la
literatura introspectiva: no sólo en la búsqueda del sentido de la
propia existencia (en la postmodernidad, lo individual ha hecho a un
lado lo social como fuente motora), sino a la del individuo como parte
de una historia generacional que no puede dejar a un lado la humanidad a
su alrededor, desde el vecino, el político y hasta donde las miras del
diligente indagador permitan.
No importa que el autor naciera en Europa (Hungría,
1900), en una familia acomodada, o que parte de su instrucción fuera
en un colegio religioso; el planteamiento de la novela llama a la
reflexión porque muestra ese deseo de saberse parte de una maquinaria
mayor (social, religiosa, mística, como quiera llamarla) y de
comprender cuál es su papel, empezando por cómo se advierte y luego
cómo se lo permiten el momento y el lugar históricos que vive.
A partir del divorcio de un compañero escolar y de
una mujer que lo impresionó en su juventud, el juez Kristóf Kómives
hace un recuento de su historia familiar, del legado de su padre y de
su abuelo en lo laboral y de cómo ser juez implica una actitud ante la
vida que les ha absorbido desde que tiene memoria. La judicatura como
senda asumida. Kristóf defiende esta función social: debe haber un
orden mínimo para que la sociedad ande, pero el alcance de lo “mínimo”
puede tener alcances moleculares. Debajo de una narrativa impecable,
Márai desliza la estudiada tesis de que el derecho es el obstáculo del
cambio: “suspira porque ve como una carga inútil las obligaciones
sociales de la vida y porque sabe que no puede cambiar nada de todo
eso”. En un país como el nuestro, donde muchas leyes parecen hechas
para otro lugar y otro tiempo, donde incluso los ordenamientos bien
intencionados no se cumplen (ni hablemos de la impunidad), estos
planteamientos son primordiales, pues llaman al lector, cualquiera que
sea su profesión, a plantearse la hechura de las cosas a su alrededor y
su inserción en un “país de leyes” que en buena medida no sólo no
compaginan con las necesidades inmediatas de los ciudadanos, sino que,
además, no suelen ser obedecidas. Imposible hacer a un lado la
referencia de aquellos “gobernantes” que se ufanan de no haber sido
detenidos precisamente por falta de pruebas y no porque sean inocentes.
“Que me lo demuestren”, decía un excandidato presidencial, sabiendo
que se le acusaba de corrupto, no de tonto como para no ocultar la
pista del desfalco o no haber negociado con los nuevos políticos en
funciones la vía libre.
Su convencimiento por la función judicial no le hace
perder el piso en asuntos más terrenos. Hace malabares para que su
sueldo le alcance incluso en las frivolidades que Kristóf supone
incluidas en la función: la de parecer prospero, capaz de gastar
incluso en trivialidades. Llega al extremo de colocar en una elegante
cigarrera los cigarrillos que ofrecerá a sus visitantes y guarda en
otro lugar los que él fuma, de menor calidad. Y es que está convencido
de que el cumplimiento de las leyes hará que la sociedad continúe. Se
siente parte de esa “burguesía modesta pero elegante”, a la que
defiende en su función judicial, pero también en su vida privada.
Kristóf es un juez joven. Entre sus esfuerzos para
el estudio y la tradición familiar y judicial, donde muchos lo
consideran heredero natural del cargo, ha obtenido la plaza. Pero esa
notoria premura lo lleva a darse cuenta de que no sólo ha llegado
rápidamente a ese trabajo, sino también a envejecer y a engordar. Cada
tanto se plantea si la prisa en llegar a ciertos estados del desarrollo
personal no implicará el deseo silente de la desaparición, como si con
eso se acercara un poco más a la muerte. Y de tanto pensarlo se
confunde entre si es sólo una disquisición proveniente de tener mucho
tiempo una idea en la cabeza, o si lo piensa porque en el fondo lo
desea. Como si la claridad del objetivo en la vida restara interés a su
cumplimiento o al resto de la existencia ante la inmovilidad de los
senderos a transitar: el mayor problema del juez de 24 horas es que
termina por juzgarse a sí mismo: en algún momento se olvida de sus
casos judiciales, pero nunca de quién es. Así, se reprocha tener
ataques de nervios: parte del supuesto de que si es honrado y virtuoso
nada debería inquietarlo. Con un dejo clasista, supone que sólo en los
tiempos modernos (los que se apartan de las tradiciones) la gente usa
esos ataques nerviosos como tapadera para no aceptar su falta de
compromiso con las reglas morales, sociales y, por supuesto, legales
que debe seguir incluso en la intimidad. Los divorciados son sólo
prófugos del compromiso; desestima a quienes alegan traumas infantiles y
juveniles para justificar sus actos: para él, “la vida es un deber, un
deber ineludible”, aunque en parte piense que las leyes, al menos las
que él aplica, terminan por ser un escondite para el hombre que quiere
ocultar sus instintos contenidos y controlados. Como juez condena
incluso a aquellos por los que siente pena: su trabajo es “sofocar los
instintos que se rebelan contra la disciplina de la sociedad”.
El tema del juzgador como garante de las leyes es
primordial en estos tiempos en que se cuestiona a jueces y ministros
por asuntos privados, como si el saberlos falibles en lo personal
hiciera equivocada su actuación judicial. De poco sirve para el
ciudadano común un juez que, primero, no se asuma como tal, y segundo,
que no sea confiable. Kristóf, sin embargo, logra dejar esas leyes para
escuchar al divorciado que alega haber asesinado a su aún mujer.
Pronto descubre que ser juez cabal implica ir más allá de la letra
legal y comprender que atrás de esos trámites hay vidas que dependen de
sus resoluciones, pero, también, que las leyes son exteriores a la
esencia humana: “en la medida en que lo permiten las leyes humanas y
divinas, se puede ser feliz en este mundo”.
Un libro magnifico de un imprescindible.
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