jueves, 24 de octubre de 2013

Antonio Cisneros cronista

24/Octubre/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Hace un año murió y sus amigos no dejamos de lamentarlo. Cuando se piensa en Antonio Cisneros (27 de noviembre de 1942-6 de octubre de 2012) se asocia de inmediato con el gran poeta que fue, el poeta que no conoció declive, al admirable autor de Comentarios reales (1964), Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), Como higuera en un campo de golf (1972), El libro de Dios y de los húngaros (1978), Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981), Un crucero a las Islas Galápagos (2005). Pero Cisneros fue asimismo un prosista amenísimo, un autor de crónicas y de artículos de recuerdos, que reunió en su libro Ciudades en el tiempo, donde son admirables su velocidad y precisión verbales y en las que la utilización infatigable del yo no molesta porque suele ver a los otros y verse a sí mismo con una mirada irrespetuosa e irónica. Cisneros es a la vez la persona y el personaje principales y en torno de él giran los demás. En este libro, como en sus poemas, hay una amplia porción de sus experiencias de viaje, momentos únicos que no se borraron del país de la memoria. Cerca ante todo de Londres y Niza, las ciudades, pueblos y puertos que le sirven de fondo son europeas y americanas, con excepción de Tokio y Nagoya: París y Calais, Berlín y Hamburgo, Budapest y Rotterdam,  Nueva York y Berkeley, Santiago y Buenos Aires, ciudades peruanas y bolivianas con vestigios prehispánicos.
Pero sin duda la urbe que lo selló para siempre fue el Londres de fines de los años sesenta con su “jolgorio y liberación sexual”, la ciudad emblemática del hippismo, de la beatlemanía, de las espléndidas minifaldas que robaban la respiración, de las comunas promiscuas... No está de más decir que él sintió la década  de los sesenta como la más intensamente suya y Londres representó la ruptura en esa década como ninguna otra ciudad en el mundo. 
En el libro Cisneros nos hace familiares lo mismo a poetas y escritores con quienes trató o conversó: Allan Ginsberg –en su primera época rebelde y en la triste y patética declinación final–, el poeta inglés Stephen Spender –de una rebeldía honestísima, “enemigo implacable de las turbas protonazis de Mosley, combatiente de la Brigada Internacional” en la Guerra civil española–, el ácido y amargo Guillermo Cabrera Infante –que conocía de memoria el Ulysses, de Joyce y estaba enterado de todos los chismes del barrio londinense de Fulham–, la curiosa bestseller japonesa Maicha Tawara –que revolucionó la tanka japonesa introduciendo elementos tan modernos y atractivos como las hamburguesas del Mc Donalds y los partidos de beisbol–, y opuestamente, vivales y vividores latinoamericanos en Europa.
Como Arreola o Monterroso, aun quizás a pesar de sí mismos, o porque esa fue su naturaleza, Cisneros veía simultáneamente de las personas y de las situaciones la doble cara: la real y la cómica. Lo nimio, lo absurdo o lo desatinado lo volvía en ocasiones destellante literatura. Pero sus páginas más divertidas, incluso caricaturescas, suelen ser cuando aparecen los peruanos, en el extranjero o en el propio país, como en “Un tazón de verde”, donde trata a unos compatriotas que trabajan en Nagoya, Japón, pero viven en “tierra de nadie”; o en “Sandokán o las memorias de un tour conductor”, en la cual narra sus tareas, no siempre prósperas y dichosas, como guía turístico en Perú y Bolivia; o en aquella otra, en que retrata a una pareja de timadores, que ejercen de cantantes y oradores callejeros (Made in Peru), “Macchu Picchu”, un “cholo descomunal”, y el diminuto “Souvenir”, quienes, disfrazados de incas, le toman el pelo a unos alemanes luteranamente dispuestos a creer todo lo latinoamericano que parezca exótico o guerrillero. No menos hilarante es la crónica “Mis hospitales favoritos”, que tiene un claro parentesco con su poema “Hospital de Broussailles en Cannes”.
En estas crónicas de viaje hallamos su fervor por los hospitales de Londres y Niza (que le dieron tantas alegrías y satisfacciones), sus idas y venidas a cementerios prestigiosos (entre ellos el High Gate, donde yace Marx), las vivencias oscuras ante el Muro de Berlín (el cual no tenía derecho a parecerse tanto, en lo sórdido y siniestro, a la propaganda anticomunista), su conmovedora visita a la casa de Ana Frank (que relaciona emotivamente con páginas del Diario), sus fugaces encuentros con algunos Premios Nobel (quienes tenían, aun antes de ganarlo, “cara de Premios Nobel”), su esquela a la revista Playboy (la cual terminó en “una Disneylandia para adultos”), su culto por la buena comida, su afición por las excelentes tabernas inglesas, sus épocas de esterilidad literaria, las inconveniencias sufridas de continuo por ser un fumador empedernido, el alto amor por la esposa Nora y las hijas Soledad y Alejandra, sus soledades y culpas…
Nadie que lo haya conocido olvidará a l’enfant terrible y al adolescente de barrio que se unían de una manera del todo natural con el hombre elegante y educado que nunca dejó de ser. Era un gran personaje que podía ser muchos personajes.
Al final de la nota introductoria de Ciudades en el tiempo, Cisneros escribió dos frases que podrían verse como uno de sus posibles epitafios: “Creo que alguna vez fui feliz. Eso me basta.”


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