Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
Hace un año murió y sus
amigos no dejamos de lamentarlo. Cuando se piensa en Antonio Cisneros
(27 de noviembre de 1942-6 de octubre de 2012) se asocia de inmediato
con el gran poeta que fue, el poeta que no conoció declive, al
admirable autor de Comentarios reales (1964), Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), Como higuera en un campo de golf (1972), El libro de Dios y de los húngaros (1978), Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981), Un crucero a las Islas Galápagos
(2005). Pero Cisneros fue asimismo un prosista amenísimo, un autor de
crónicas y de artículos de recuerdos, que reunió en su libro Ciudades en el tiempo,
donde son admirables su velocidad y precisión verbales y en las que la
utilización infatigable del yo no molesta porque suele ver a los otros y
verse a sí mismo con una mirada irrespetuosa e irónica. Cisneros es a
la vez la persona y el personaje principales y en torno de él giran los
demás. En este libro, como en sus poemas, hay una amplia porción de sus
experiencias de viaje, momentos únicos que no se borraron del país de
la memoria. Cerca ante todo de Londres y Niza, las ciudades, pueblos y
puertos que le sirven de fondo son europeas y americanas, con excepción
de Tokio y Nagoya: París y Calais, Berlín y Hamburgo, Budapest y
Rotterdam, Nueva York y Berkeley, Santiago y Buenos Aires, ciudades
peruanas y bolivianas con vestigios prehispánicos.
Pero sin duda la urbe que lo selló para siempre fue
el Londres de fines de los años sesenta con su “jolgorio y liberación
sexual”, la ciudad emblemática del hippismo, de la beatlemanía, de las
espléndidas minifaldas que robaban la respiración, de las comunas
promiscuas... No está de más decir que él sintió la década de los
sesenta como la más intensamente suya y Londres representó la ruptura
en esa década como ninguna otra ciudad en el mundo.
En el libro Cisneros nos hace familiares lo mismo a
poetas y escritores con quienes trató o conversó: Allan Ginsberg –en su
primera época rebelde y en la triste y patética declinación final–, el
poeta inglés Stephen Spender –de una rebeldía honestísima, “enemigo
implacable de las turbas protonazis de Mosley, combatiente de la Brigada
Internacional” en la Guerra civil española–, el ácido y amargo
Guillermo Cabrera Infante –que conocía de memoria el Ulysses, de Joyce y estaba enterado de todos los chismes del barrio londinense de Fulham–, la curiosa bestseller japonesa Maicha Tawara –que revolucionó la tanka
japonesa introduciendo elementos tan modernos y atractivos como las
hamburguesas del Mc Donalds y los partidos de beisbol–, y opuestamente,
vivales y vividores latinoamericanos en Europa.
Como Arreola o Monterroso, aun quizás a pesar de sí
mismos, o porque esa fue su naturaleza, Cisneros veía simultáneamente
de las personas y de las situaciones la doble cara: la real y la
cómica. Lo nimio, lo absurdo o lo desatinado lo volvía en ocasiones
destellante literatura. Pero sus páginas más divertidas, incluso
caricaturescas, suelen ser cuando aparecen los peruanos, en el
extranjero o en el propio país, como en “Un tazón de verde”, donde
trata a unos compatriotas que trabajan en Nagoya, Japón, pero viven en
“tierra de nadie”; o en “Sandokán o las memorias de un tour conductor”,
en la cual narra sus tareas, no siempre prósperas y dichosas, como
guía turístico en Perú y Bolivia; o en aquella otra, en que retrata a
una pareja de timadores, que ejercen de cantantes y oradores callejeros
(Made in Peru), “Macchu Picchu”, un “cholo descomunal”, y el
diminuto “Souvenir”, quienes, disfrazados de incas, le toman el pelo a
unos alemanes luteranamente dispuestos a creer todo lo latinoamericano
que parezca exótico o guerrillero. No menos hilarante es la crónica
“Mis hospitales favoritos”, que tiene un claro parentesco con su poema
“Hospital de Broussailles en Cannes”.
En estas crónicas de viaje hallamos su fervor por
los hospitales de Londres y Niza (que le dieron tantas alegrías y
satisfacciones), sus idas y venidas a cementerios prestigiosos (entre
ellos el High Gate, donde yace Marx), las vivencias oscuras ante el
Muro de Berlín (el cual no tenía derecho a parecerse tanto, en lo
sórdido y siniestro, a la propaganda anticomunista), su conmovedora
visita a la casa de Ana Frank (que relaciona emotivamente con páginas
del Diario), sus fugaces encuentros con algunos Premios Nobel (quienes
tenían, aun antes de ganarlo, “cara de Premios Nobel”), su esquela a la
revista Playboy (la cual terminó en “una Disneylandia para
adultos”), su culto por la buena comida, su afición por las excelentes
tabernas inglesas, sus épocas de esterilidad literaria, las
inconveniencias sufridas de continuo por ser un fumador empedernido, el
alto amor por la esposa Nora y las hijas Soledad y Alejandra, sus
soledades y culpas…
Nadie que lo haya conocido olvidará a l’enfant terrible y
al adolescente de barrio que se unían de una manera del todo natural
con el hombre elegante y educado que nunca dejó de ser. Era un gran
personaje que podía ser muchos personajes.
Al final de la nota introductoria de Ciudades en el tiempo,
Cisneros escribió dos frases que podrían verse como uno de sus
posibles epitafios: “Creo que alguna vez fui feliz. Eso me basta.”
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