Laberinto
Seamus Heaney
Los catedráticos de poesía, los
apologistas y los propios poetas, desde Sir Philip Sidney hasta Wallace
Stevens, tarde o temprano se sienten tentados de demostrar que la existencia de
la poesía como manifestación artística guarda relación con nuestra existencia
como ciudadanos en sociedad; de probar que la poesía posee “una utilidad
actual”. Detrás de todas estas defensas y justificaciones, más lejos o más
cerca, se encuentra Platón, empeñado en poner en duda las prerrogativas y la
utilidad que la poesía pretende reivindicar para sí dentro de la polis.
Sin embargo, el mundo platónico de las formas ideales es a la vez el tribunal
de apelación al que recurre la imaginación poética para intentar reparar todos
los defectos de la situación actual. Es más, las respuestas “útiles” o “prácticas”
a esa situación también provienen de valores imaginados: tanto los gobiernos
como los revolucionarios se justifican por medio de ficciones poéticas, de
sueños de mundos alternativos. La diferencia es que los gobiernos y los
revolucionarios querrían obligar a la sociedad a adoptar la forma de sus
fantasías, mientras que la mayoría de los poetas están más interesados en
intentar averiguar qué es aquello que tanto ellos mismos como sus lectores
consideran posible, deseable o incluso imaginable. La nobleza de la poesía,
según Wallace Stevens, “es una violencia interior que nos protege de una
violencia exterior”.[1]
Es la imaginación que obliga a retroceder a la opresiva realidad.
Al final del ensayo “El jinete
noble y el sonido de las palabras”, Stevens insiste en que sus propias palabras
son algo más que sonidos, y esta insistencia resulta comprensible. Es como si
respondiera mentalmente a las quejas de uno de esos oyentes molestos que
siempre interrumpen al orador en una conferencia y que Tony Harrison define como
“ruibárbaros”; a las objeciones
de un individuo que despotrica contra la mistificación del arte y su
apropiación por parte de los aristócratas de la estética. “En nuestro tiempo”,
lamenta este hipotético interlocutor, haciéndose eco de palabras que ha
escuchado en otro lugar, “el destino del hombre muestra su significación en
términos políticos”.[2]
Y a su entender, y al de la mayoría de la gente que se niega a atribuir a la
poesía una fuerza metafísica, esos términos provienen de la política de la
subversión, de la reparación, de la afirmación de aquello que no se puede
expresar. Nuestro molesto oyente, en otras palabras, quiere que la poesía sea
algo más que una respuesta imaginada a la situación del mundo; insiste en
preguntar por qué no debería ser un arte práctico al servicio de los movimientos
que intentan aliviar esa situación mediante la acción directa.
Este oyente, por tanto, no
mostrará demasiada simpatía hacia Wallace Stevens, que sostiene que el poeta es
una figura poderosa, porque “crea el mundo al que constantemente volvemos, sin
saberlo, y [...] da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces
de concebir este mundo”,[3]
es decir que, si consideramos que nuestra experiencia del mundo es un
laberinto, su naturaleza infranqueable puede sin embargo contrarrestarse si el
poeta imagina un equivalente a este laberinto y se regala y nos regala una
experiencia intensa de ese sustituto. Un acto semejante solo interviene en la
realidad ofreciendo a la conciencia una oportunidad de reconocer el propio sufrimiento,
de prever sus capacidades y de ensayar sus réplicas en todo tipo de situaciones
arriesgadas, y es un acontecimiento beneficioso tanto para el poeta como para
los lectores. Ofrece una respuesta a la realidad que ejerce un efecto liberador
y verificador sobre el espíritu individual, y sin embargo, entiendo
perfectamente que para un activista político esta función no sea suficiente.
Para el activista, carece de sentido concebir un orden que comprende
acontecimientos pero no crea por sí solo otros nuevos. Las partes comprometidas
no van a mostrarse agradecidas por una mera imagen —por creativa u original que
sea— del campo de fuerzas en el que se encuentran inscritas. Siempre querrán
que la reparación de la poesía beneficie su punto de vista;
exigirán que todo el peso se incline del lado de la balanza en el que ellos se
encuentran.
De modo que si eres un poeta
inglés que lucha en el frente durante la Primera Guerra
Mundial, se te presionará para que contribuyas al esfuerzo bélico, si es
posible deshumanizando el rostro del enemigo. Si eres un poeta irlandés que
escribe poco después de las ejecuciones de 1916, se te presionará para que
critiques la tiranía del poder ejecutor. Si eres un poeta estadunidense en
plena guerra de Vietnam, todo el mundo esperará que agites retóricamente la
bandera. En tales casos, considerar que el soldado alemán es un amigo y
compañero de desgracias, que el gobierno británico es un Estado capaz de
cumplir su palabra, que la campaña del sudeste asiático es una traición
imperial, es complicar las cosas cuando todo el mundo desea simplificarlas.
Estos gestos compensatorios
frustran las expectativas colectivas de solidaridad, pero tienen fuerza política.
Su propia capacidad de exacerbación garantiza en cierta medida su eficacia. Se
trata de instancias particulares de una ley que Simone Weil anunció con
radicalidad y concisión características en su libro La gravedad y la
gracia:
Si sabemos de qué lado está desequilibrada la
sociedad, hay que hacer lo posible por poner más peso en el platillo más
liviano de la balanza [...] Hace falta haber concebido el equilibrio y estar
siempre dispuesto a cambiar de lado como la justicia, «esa fugitiva del bando
de los vencedores».[4]
Como es evidente, esta visión se
corresponde con estructuras mentales y emocionales profundas derivadas de siglos
de enseñanza cristiana y de la paradójica identificación de Cristo con el
sufrimiento de los desdichados. En la medida en que la poesía es una extensión
y un refinamiento de las apreciaciones mentales más extremas, y de las más
inesperadas intuiciones de la lengua, también expresa el mecanismo de la ley de
Weil.
“Obedecer a la ley de la
gravedad. El mayor pecado”, afirma Simone Weil en La gravedad y la gracia.[5]
De hecho, el libro se articula en su totalidad en torno a la idea del
contrapeso, del equilibrio de fuerzas, de la reparación: de hacer que la
balanza de la realidad se incline del lado del equilibrio trascendente. Y también
en la actividad poética existe una tendencia a situar en la balanza una “antirrealidad”,
una realidad que tal vez solo sea imaginada pero que sin embargo tiene peso
porque se ha imaginado dentro del campo gravitacional de lo real y, por tanto,
puede resistir el peso y mantener un equilibrio con la situación histórica.
Este efecto reparador de la poesía se debe a su carácter de alternativa
vislumbrada, de revelación de un potencial que las circunstancias niegan o
amenazan constantemente. Y a veces, por supuesto, sucede que esta revelación,
una vez consagrada en el poema, se convierte en un valor para el poeta, de
manera que queda sometido a la presión de tener que trasladar a su propia vida
el plano de conciencia que ha establecido en el poema.
En este siglo, sobre todo, han
sido muchos los poetas, desde Wilfred Owen a Irina Ratushínskaya, que por
convicción, en soledad y sin garantía alguna de éxito, se han sentido
arrastrados por la lógica de su obra a desobedecer la fuerza de la gravedad.
Estas figuras se han convertido en instancias de esa acción que se vuelve más
valiosa en proporción directa a su ineficacia práctica a corto plazo. En el
caso de estos poetas, el compromiso con lo que los críticos solían llamar “visión”
o “compromiso moral” creció de un modo desorbitado y les hizo abandonar el
círculo encantado del espacio artístico para adoptar, más allá de la privacidad
doméstica, la conformidad social y la mínima expectativa ética, el papel
solitario del testigo. Por lo común, las figuras que poseen esta fortaleza espiritual
se sienten inclinadas a restar importancia al aspecto heroico de sus hazañas e
insisten en el carácter estrictamente artístico de su vocación. Sin embargo, lo
cierto es que para los escritores que he mencionado, y para otros como Osip
Mandelstam o Czesław
Miłosz, por
ejemplo, la reparación de la poesía vino a ser algo así como un ejercicio de la
virtud de la esperanza, tal y como la define Václav Havel. De hecho, lo que
dice Havel de la esperanza se puede aplicar perfectamente a la poesía. La
esperanza es
[…] un estado mental, no un estado del mundo.
O tenemos esperanza en nuestro interior o no la tenemos; es una dimensión del
alma, y no depende esencialmente de una observación determinada del mundo o de
una valoración de la situación […] Es una orientación del espíritu, una
orientación del corazón; trasciende el mundo que se experimenta de manera
directa y se encuentra anclada en algún lugar más allá del horizonte del mundo.
No creo que se pueda afirmar que se trata de un mero derivado de algo que hay
aquí, de algún movimiento o de algún signo favorable del mundo. Siento que sus
raíces más profundas se encuentran en lo trascendental, al igual que las raíces
de la responsabilidad humana […] No es la convicción de que las cosas saldrán
bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar el resultado
final.[6]
Desde luego, cuando un poeta
contemporáneo toma el bolígrafo o se asoma a la nubosidad inexpresiva del
procesador de textos, este tipo de consideraciones se hallan relegadas a un
segundo plano. Cuando Douglas Dunn se sienta a su escritorio con la mirada fija
en el estuario del Tay, o cuando Anne Stevenson ve brillar en el ojo de su
mente alguno de sus paisajes predilectos, ninguno de los dos se siente asediado
por grandes cuestiones de poética. Todas estas presiones y problemas acumulados
se viven como una inquietud permanente, pero no se incorporan como principios
rectores al proceso mismo de escritura. Se empieza por el placer y se llega a
la sabiduría, no a la inversa. El acierto de una cadencia, la reacción en
cadena de una rima, la satisfacción de una etimología… son cosas que surgen con
alegría y de manera autista, como si dijéramos, en un área de operaciones
mentales acordonada por y fuera del sentido crítico. De hecho, si recordamos la
famosa trinidad de facultades poéticas que ensalzaba W. H. Auden —creación, valoración
y conocimiento—, la facultad creadora parece tener una especie de salvoconducto
que le permite atravesar la jurisdicción de las otras dos.
Y está bien que sea así. La
poesía no puede permitirse renunciar a su capacidad esencial de invención, a la
dicha de ser un proceso verbal así como de representar las cosas del mundo.
Como diría W. B. Yeats, la voluntad no debe usurpar el trabajo de la imaginación.
Y aunque lo que acabo de decir pueda parecer una obviedad, merece la pena
repetirlo una vez más en esta época de temas políticamente correctos, de
reacciones poscoloniales y de escritura con voluntad de “romper el silencio”.
En tales circunstancias, es natural que se exija a la poesía que preste su voz
para expresar un sinfín de cuestiones étnicas, sociales y políticas que hasta
ahora no han podido manifestarse, lo cual significa que se apela constantemente
a su capacidad reparadora en la primera acepción que hemos atribuido a esta
expresión: como vehículo capaz de denunciar y corregir injusticias. Pero al
desempeñar esta función los poetas corren el riesgo de despreciar otro
imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de concebirla como una categoría en sí
misma, una eminencia reconocida y una presión que se ejerce con medios
específicamente lingüísticos.
___________
*Del libro de próxima publicación: Seamus
Heaney, La reparación de la poesía. Traducido por Jaime Blasco
para Vaso Roto Ediciones. Madrid/ México, 2013.
[1] Wallace Stevens, The Necessary Angel,
Londres, Faber and Faber, 1984, p. 36. [Trad. cast.: El ángel necesario,
Madrid,
Visor, 1994.]
[2] Epígrafe (de Thomas Mann) al poema de W. B.
Yeats, “Politics”, en Collected Poems of W. B. Yeats,
Londres, Macmillan, 1961, p. 392. [Trad. cast.: “Política”, en Antología
bilingüe, Madrid, Alianza, 1990.]
[3] Stevens, op.
cit., p. 31.
[4] Simone Weil, Gravity and Grace,
Londres, Routledge, 1963, p. 151. [Trad. cast.: La gravedad
y la gracia, Madrid, Trotta, 2007].
[5] Ibíd., pp.
2-3.
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