Laberinto
Ernesto Lumbreras
Revisando la Biblioteca de Andrés
Henestrosa, ubicada en el Museo de la Ciudad de Oaxaca, me encontré con un ejemplar de La mala hora (1956) y otro de La sangre en general (1959).
Asimismo, hurgando en esos estantes apareció La tierra de Caín (1959),
libro que reunía poemas de tres jóvenes poetas de aquellos años: Enrique
González Rojo, Raúl Leyva y Eduardo Lizalde. Salvo algunos poemas de la etapa
poeticista, citados aquí y allá en artículos, desconocía de cuerpo entero
algunos libros “olvidados” por el propio autor en sus reuniones de Memoria del tigre (1983) y Nueva memoria del tigre (1993,
2005). Además de constatar la experiencia de un fracaso —expresión demoledora
dada por el mismo Lizalde—, ese periodo de análisis casi científico en torno
del lenguaje poético revelaba, en paralelo, las destrezas de un dibujante con
futuro. En esos ejemplares de su prehistoria lírica, se pueden admirar una
serie de dibujos trazados con soltura y humor cáustico, con un acento personal
no obstante las deudas de época, con el Taller de la Gráfica Popular, por
ejemplo.
En los años finales a la década de los
cincuenta, las pasiones del todavía veinteañero Eduardo Lizalde se dividían en
varias pistas, la militancia política, la escritura literaria, el bel canto, la
pintura y el trabajo editorial que realizaba en esos años en la UNAM. En parecida
diversidad renacentista se encontraba, también en esa misma temporada, Salvador
Elizondo. Bajo la tutela de José Revueltas y Juan José Arreola, dos figuras en
varios puntos antípodas, el futuro autor de La
zorra enferma (1974) conversaba y debatía temas de actualidad, lecturas
y proyectos. A la par que escribía los relatos de La cámara (1960), Lizalde comenzó una revisión a fondo del
laboratorio del poeticismo y puso en la práctica —en su nueva aventura poética
que concluiría en 1962— sus aprendizajes formales ya sin el abuso de oscuridades
gongorinas ni radicalismos retóricos. Al mismo tiempo, esta obra en trance —sí,
de transición y despojamiento— se distanciaba de los tópicos sociales, tan
presentes en sus publicaciones anteriores. Por caprichos editoriales, el libro
en cuestión, que no es otro que Cada
cosa es Babel, se demoraría en publicarse hasta 1966. Con este volumen de
amplios referentes filosóficos, lingüísticos y poéticos nacía el verdadero
poeta que, una década atrás, se negaba a aparecer ocultándose entre brumas
culteranas e ideológicas.
Cuando Carmen Villoro, Luis Armenta
Malpica, Víctor Ortiz Partida y el que escribe estos apuntes, consejeros del
Verano de la Poesía
—festival animado por la
Universidad de Guadalajara—, propusimos a Eduardo Lizalde
para el Premio Juan de Mairena 2013, comenzamos a enumerar el vasto y
extraordinario perfil del candidato: poeta estelar de la poesía de lengua
castellana, traductor exigente de varios poetas del alemán, editor de
colecciones de arte, de suplementos culturales y de revistas literarias,
promotor cultural de múltiples empresas caracterizadas todas ellas por su
excelente desempeño, incansable difusor de la poesía y de la música en sus
programas de radio y de televisión, maestro sin cátedra fija pero siempre
presente en las lecturas y reflexiones de las nuevas generaciones de poetas.
Dado que el reconocimiento no tiene una bolsa económica y apenas cuenta con un
lustro en su historial, la aceptación del premio por parte del autor de Caza mayor (1979) nos confirmó su
espíritu machadiano, todo nobleza en el compromiso “con la palabra en el
tiempo” y en la comunión con la tribu.
Con el pretexto del premio, emprendí una
relectura de la obra lizaldeana con la lámpara puesta en los posibles cruces,
diálogos o simples referencias con la literatura de Antonio Machado. En alguna
entrevista, Lizalde cuenta que primero leyó la poesía del hermano, Manuel
Machado, y tiempo después se las vería con la del poeta de Campos de Castilla (1912). Realmente, el rastro de la poesía
del español es nulo en los poemas del mexicano; con temperamentos y estéticas
distintas, las posibles correspondencias se diluían de origen. Sin embargo, ambas
poéticas rezuman un hálito filosófico esencial y, por lo mismo, inocultable en
sus versos y en sus ensayos. En varios momentos de su vida, Machado viajó a
París para asistir a las clases de Henri Bergson, tal vez el filósofo de mayor
influencia en las tres primeras décadas del siglo XX; además, el mundo de las
ideas tuvo entre sus contemporáneos —Unamuno y Ortega y Gasset entre los
primeros— una preocupación vital a la que se sumaría de manera discreta y sesgada
con su Juan de Mairena (1936)
y Los complementarios (1949,
1950). En el caso de Lizalde, alumno peripatético de José Gaos —el “reticente
domador académico”—, su militancia juvenil no lo estancó en las arenas del
marxismo–leninismo; con un basamento grecolatino leyó y anotó a los románticos,
a los racionalistas y a los empíricos para solazarse con algunos “agonistas”
del pensamiento occidental de la centuria pasada, Heidegger y Wittgenstein para
mayores señas.
Donde sí observo afinidades es, justamente,
en las lecciones, aforismos y notas de los heterónimos de Machado. Para
empezar, uno de los dos epígrafes de Cada
cosa es Babel proviene justamente de Los complementarios; la cita de esas líneas es propiciatoria
de la tentativa lizaldeana —todo un tour
de force en las relaciones entre lenguaje y realidad— y que, con la complicidad de Mallarmé
allana el territorio de vacuos silogismos a la hora de hacer algunas
excepciones. Por eso, la línea final del referido epígrafe dice: “hay hondas
realidades que carecen de nombre.” Entre el moralista que habita los poemas de
Eduardo Lizalde y el que lanza burlas y veras políticamente incorrectas en la
prosa de Antonio Machado hay múltiples simpatías: la misoginia y la misantropía
al momento de pasar a revista a las glorias del amor y de la civilización, el escepticismo
y el milenarismo cuando toca el turno de las utopías y del futuro de la
humanidad. Pero también, en una zona menos decrépita y amarga, pienso en los
varios ensayos de Machado sobre el Don Juan o en las lúcidas y amenas
disertaciones en torno de la poesía y del poeta, el mexicano comparte trazos
para su erótica desencantada que comenzó a figurar en El tigre en su casa (1970) o advertencias en torno a las
imposibilidades de la palabra para nombrar el mundo, amén de la desconfianza
ante los fuegos fatuos de ciertas escuelas o movimientos literarios en boga.
El título del Juan de Mairena de Machado se completa con estas
especificaciones: Sentencias,
donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo. Es posible que
Lizalde tomara en cuenta tal ejemplo a la hora de poner rótulo a su libro más
machadiano: La zorra enferma.
Malignidades, epigramas, incluso poemas. Si el exorcismo ideológico
obligó al mexicano a la parodia extrema de credos y mártires de la utopía
comunista —con sus anexos latinoamericanos—, el español, aunque republicano en
la hora crucial, se mantuvo desde el principio escéptico y burlón de la
parafernalia de la dictadura del proletariado. Cabe consignar que Eduardo
Lizalde rescata del juicio final a unas cuantas figuras, Karl Marx, entre
otros, al que llama “santo camarada” y “Cristo enorme”. Desde el humor de su
Mairena, el mismo personaje lo representa Antonio Machado bajo ridículas
coordenadas: “Carl Marx —decía mi maestro— fue la criada que le salió
respondona a Nicolás de Maquiavelo.”
El viaje a Guadalajara para recibir el “franciscano” galardón me sirve de pretexto para anotar algunos afectos de Eduardo Lizalde con creadores y temas vinculados a Jalisco. El primero lo encarna el magisterio de Juan José Arreola, editor de su obra juvenil, guía literario, compañero de lides ajedrecísticas y de cataduras báquicas. También, de su época temprana, data su cercanía con un octogenario Enrique González Martínez, en cuya biblioteca Lizalde realizaría lecturas fundacionales además de tomarla como cuartel de la revuelta poeticista en complicidad con el nieto del sobreviviente del modernismo mexicano. Finalmente, de la toponimia jalisciense, el poema “Costa careyes” nos ofrece un espécimen más para la verdadera Arca de Noé que resulta su poesía entera; se trata del cangrejo de caminar sesgado, todo él “oro y azul” y que según el poeta: “Avanza contra la historia/ contra el mito/ de que su especie recula.”
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