Jornada Semanal
Mario Rey
Camino a casa de Álvaro
Mutis con el geólogo, poeta y traductor del ruso Jorge Bustamante,
recuerdo la primera vez que escuché su nombre y el de Maqroll, su voz
poética, en los amplios y frescos espacios del Colegio Santa Librada,
donde hacía el bachillerato y me acercaba entusiasmado y temeroso al
radiante universo de la literatura y el arte, al calor de mis primeros
torpes e ingenuos pasos tras la utopía eterna de la Edad de Oro, de un
mundo mejor y del ritmo del son, la rumba y la salsa.
En los setenta, mucho antes de cumplir los
cincuenta años, Mutis ya era reconocido en el mundo latino y se había
convertido en un clásico; sus poemas resonaban en los salones de clase,
eran discutidos en los pasillos de los colegios y los cafés, y el
Gaviero empezaba a tomar cuerpo. Sus versículos recreaban en lo más
profundo del ser nuestro paisaje y, sin saberlo, alimentaban mi
identidad:
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Al llegar a México, asfixiado por la angustia
generada por la plena conciencia de los cadáveres, del imponente
bloqueo a cualquier ruta decente hacia la Edad de Oro en la tierra del
Dorado, por la histórica barbarie que sustenta nuestra enorme
desigualdad social, por la ineficiencia de nuestros cantos de sirena,
por la violencia inútil y atroz a la que han sido arrastrados muchos de
quienes pretendían combatirla, encontré que ante la imagen de una
Colombia violenta, corrupta y narcotraficante, se erguía orgullosa la
de otra trabajadora, creativa y vital: los rostros, manos, voces y
almas sonrientes de Barba Jacob, Álvaro Mutis, García Márquez, Fernando
Botero, Leo Matiz, Carmencita Pernett, Rómulo Rozo, el Caimán Sánchez
y Rodrigo Arenas Betancourt, entre tantos paisanos que han encontrado
refugio en la tierra originaria del maíz, el jitomate, el mole, el
aguacate, el muralismo, las rancheras, Pedro Páramo y el tequila…
A poco llegar, en una refinada y sobria oficina de
Polanco –uno de los barrios de más caché de la capital mexicana–, una
comprensiva secretaria nos condujo a Fabio Jurado, a Óscar Castro y a mí
ante el célebre y elegante narrador de Los intocables,
gerente de la Columbia Pictures y la Twentieth Century Fox para América
Latina: el poeta Álvaro Mutis, quien se acercó sonriente con la mano
extendida a saludar a otros de los tantos aprendices de letras que
solíamos buscar sus palabras y solidaridad. Íbamos a pedirle apoyo para
las Primeras Jornadas Culturales de Colombia, organizadas por el
Taller Literario Porfirio Barba Jacob (Ariel Castillo, Adolfo Caicedo,
Luz Ayder Paz, Socorro González, Plinio Garrido, Óscar y Fabio). Óscar
le solicitó colaboración para su tesis de maestría sobre su obra y
Fabio le pidió un contacto con García Márquez. Con generosidad comentó
la empresa, habló de la promoción cultural, de literatura, de Colombia y
México, nos dio nombres y teléfonos, y después iluminó con sus versos,
sus festivas anécdotas y sus carcajadas los recintos de la UNAM y la Galería Domecq.
Ante la inquietud sobre su desenvoltura en el mundo
de los números y las letras, Mutis nos explicó con gran sinceridad y
sencillez que él, desde muy joven, había decidido no pasar necesidades,
como Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó; que la
lógica de los negocios era muy simple: alguien compra en dos para
vender en cuatro y quien compra en cuatro vende en ocho; y que separaba
escrupulosamente los dos mundos, sin pretender sacar provecho de su
condición.
Ese día yo llevaba enrollados mis primeros versos
y, cuando empecé mi atropellado discurso para solicitarle que los
leyera, poniéndome la mano en el hombro, me dio una lección inolvidable:
“Mario, si quieres, con mucho gusto me los llevo y los leo, pero no te
voy a decir nada: uno siempre sabe cuándo da en el blanco.” Una
anécdota y enseñanza que suelo compartir con mis alumnos.
La generosidad del maestro también se manifiesta en
el universo gobernado por los números: Eduardo García Aguilar recuerda
que lo invitaba a él y a otros escritores en socráticos recorridos por
su cava, cantinas y restaurantes, y el pintor Santiago Rebolledo
cuenta que una vez charló toda la noche con su novia, de México a
Italia, y que ante la inminencia del corte del teléfono el poeta pagó la
cuenta muerto de la risa.
En los noventa, ante el asqueroso cuentico de “La
colombianización de México” y la penosa labor de la gran mayoría de
nuestros diplomáticos de ocasión, a quienes sólo se les ocurre festejar
la Independencia con los cómicos de la tele y la pachanga
–hoy los cómicos ya son embajadores–, retomé la experiencia de las
Jornadas y creé la Semana Cultural de Colombia en México y la revista La Casa Grande.
Entonces disfruté de la solidaridad y la complicidad del poeta y
Carmen, su esposa, quienes fungían como los auténticos y señoriales
embajadores que muy pocas veces tenemos en el mundo. Álvaro no sólo
leía sus poemas, participaba en las mesas de discusión, concedía
entrevistas y posaba para las cámaras: inauguró la mayoría de nuestras
Semanas y soportó estoicamente la impertinencia de algunos señorones y
“los listos” a pesar del carácter mutable de quienes nacen bajo el
signo Virgo.
Recuerdo una inauguración en la que, frente al
embajador de turno, se refirió a la barbarie de las guerras yugoslavas,
la guerra, la paz, el arte y Colombia. Lo recuerdo tanto por su
apasionado reclamo, como porque minutos antes me había preguntado si
estaba seguro de que deseaba que inaugurara él; tampoco puedo olvidar
la gracia que le causaba que fuera yo y no la embajada quien organizara
esos festejos –a Uribe y sus “agregaos”, en cambio, no les causaba
ninguna gracia...
En el mágico Tepoztlán, después de enseñarme a
preparar el mejor martini del mundo, don Álvaro rememoró su “Nocturno”:
“Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales./ Sobre las hojas
de plátano,/ sobre las altas ramas de los cámbulos,/ ha vuelto a llover
esta noche un agua persistente y vastísima/ que crece las acequias y
comienza a henchir los ríos/ que gimen con su nocturna carga de lodos
vegetales…” Y, para mi gran sorpresa, después de denostar los boleros,
cantó completicos en tono burlesco más de diez…
En otra ocasión, en corro, asistí deslumbrado a la
representación de una y otra y otra de sus maravillosas historias: su
forzoso aterrizaje con un tigre en la pista, su trágico descenso de los
cielos con la Virgen en pedazos, la salida en ascensor con el cadáver
de un obispo, su primer encuentro con Gabo: “¿Ajá, y cómo va
la vaina?”, sus días en Lecumberri, “Mi verdad”… Pero me sorprendió de
veras la de su febril viaje a La Habana, de donde lo rescató su jefe
después de varias semanas de juerga, germen del pobre burócrata Peñalosa
encadenado al triste prostíbulo barranquillero de falsas azafatas,
recreado con encanto en Ilona llega con la lluvia: hacía
evidente que entre su realidad, su imaginación y las de su literatura
los límites y las relaciones son múltiples e insospechados.
A pocos días de cumplir noventa años, en un
pueblito que aún logra conservarse enclavado en la monstruosa Ciudad de
México de enormes avenidas de dos pisos, centros comerciales y
edificios, en la calle San Jerónimo, cuyo nombre se convierte apenas
cruzar el umbral en Rue Céline, brevísimo camino al verde y plácido
jardín regido por plátanos y cafetos que conducen a su luminoso refugio
de libros, cuadros, fotos, gatos y bellos objetos, con la grande,
sabia, encantadora, suave y amorosa presencia de Carmen, encontramos al
sabio que, consciente de la inutilidad de toda empresa humana y del
Apocalipsis, se emociona como un niño al evocar Colombia y al saber que
Jorge bautizó una veta del Distrito Minero San Diego Curucupaco con el
nombre Amirbar; recuerda el resplandor de San Petersburgo, a
sus maestros rusos de juventud, descubiertos gracias a Jorge Zalamea y
Casimiro Eiger, y pide con picardía otro whisky, y brinda en ruso: ¡za
zdaróvie! ¡Za zdaróvie, maestro!
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