Jornada Semanal
Jorge Bustamante García
Álvaro Mutis (Bogotá,
1923) vivió de los dos a los nueve años de edad en Bélgica, donde su
padre Santiago Mutis Dávila era ministro consejero de la embajada
colombiana en Bruselas. Al morir su padre, a la temprana edad de treinta
y tres años, regresa con su madre y su hermano para establecerse en la
finca que su abuelo materno, vendedor de café, sembrador de caña e
improvisado buscador de oro, había comprado en el Tolima, en la
intersección de los ríos Cocora y Coello. En ese paraje de la tierra
caliente, entre el trópico y el páramo, en medio de intermitentes
lluvias, extensos cafetales, hojas de plátano, socavones de una mina
abandonada en los que juega con su hermano Leopoldo y el zinc de los
tejados en la finca, transcurre su niñez y su temprana adolescencia,
hecho que sería de vital importancia para toda su obra, desde sus
primeros poemas y relatos hasta su novela Amirbar (1990),
parte de la saga narrativa de Maqroll el Gaviero. Entre las imágenes
infantiles de Europa y Coello, y en medio de ellas el mar, se fue
conformando todo su imaginario creativo. Podría afirmarse que toda la
obra de Mutis no es más que una apuesta por salvar esos momentos de
natural y auténtica alegría de su infancia, a partir de la espesura de
desesperanza adquirida con el paso irremediable de los años.
Ya en la tardía adolescencia Mutis llegó a Bogotá
para continuar el bachillerato en el Colegio Mayor del Rosario, y por
estar ocupado jugando billar o leyendo todo tipo de libros y escuchando
al maestro Eduardo Carranza hablar de poesía, según ha dicho
innumerables veces, no le quedó tiempo para estudiar y terminar el
colegio. Se casó muy temprano, a los dieciocho años, y se dedicó desde
entonces, con buena estrella, a diversos oficios: locutor y actor de
radio, gerente de emisora, director de propaganda de una compañía de
seguros, jefe de relaciones públicas de una modesta empresa de aviación
y de la esso en Colombia, narrador en castellano de la serie para
televisión Los intocables y luego, por casi veintitrés años,
gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y la
Columbia Pictures, oficios que en la perspectiva de hoy estarían,
aparentemente, en un espíritu contrario al de su poesía. No se puede
publicitar nada, ni vender algo, si no se es, o se aparenta ser, un
optimista obstinado. Pero el poeta de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos
no podía ser más que un pesimista lúcido, adicto a la desesperanza
ante la implacable realidad de nuestra condición humana. Esos misterios
entre la personalidad y la poesía parecen un cuento sin fin.
La obra poética de Álvaro Mutis se encuentra concentrada en Summa de Maqroll el Gaviero, con ediciones en distintos años, tanto en España como en Colombia y México. En esa Summa están todos sus libros, así como sus últimos poemas no reunidos en libro: sus primeros poemas escritos entre 1947 y 1952, Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965), Caravansary (1981), Los Emisarios (1984), Diez lieder (1985), Crónica regia (1985), Un homenaje y siete nocturnos
(1986) y varios poemas dispersos de los últimos veinte años. Aunque en
sus poemas ya se enunciaba una vena prosística, su obra narrativa se
fue gestando lentamente, bajo el espíritu de una propia e irrenunciable
dinámica, y fue sólo con La nieve del almirante (1986) y las
otras novelas de la saga de Maqroll el Gaviero que cristalizó
definitivamente, cuando su autor ya sobrepasaba los sesenta y tres años
de edad. Se podría afirmar, aunque suene a disparate, que sus relatos y
novelas (La muerte del estratega, La mansión de Araucaíma, El último rostro, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, Abdul Bashur, soñador de navíos, La última escala del Tramp Steamerr, Amirbar, Tríptico de mar y tierra y la ya mencionada La nieve del almirante) son una prolongación natural de su poesía, de aquella poesía de sus primeros escritos, pero sobre todo de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos,
donde ya bullían los fantasmas, los paisajes, las celebraciones y el
espíritu de Sísifo que campea por toda su obra. La poesía y la prosa de
Mutis son de una sorprendente unidad, tejida a través de los años con
insólita y renovada insistencia.
Los trabajos perdidos fue el tercer
libro de poesía de Mutis y apareció publicado por la editorial Era de
México en 1965. Hernando Téllez, al comentar el libro en El Tiempo
en marzo de 1965, afirmaba que “el encantamiento de sus poemas, su
seducción, provienen de su propia gracia, de su propio signo, de su
propia belleza. Nada es allí gratuito, adventicio o engañoso”.
Desde sus propios inicios, desde Los elementos del desastre y hasta Un homenaje y siete nocturnos, pero especialmente en Los trabajos perdidos,
no hay, en efecto, nada arbitrario ni veleidoso en su poesía, sino que
se percibe una profunda y casi secreta unidad que será casi una
constante en toda su obra: su visión sobre la banalidad irreparable del
mundo, sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros
esfuerzos y la loca prisa que conduce a ninguna parte, en la que
extraviamos nuestras vidas. Y esta suficiente y afortunada
clarividencia impide que un abuso de lucidez destruya la gracia de su
poesía y de sus dones.
No hay peor flagelo para la obra de un poeta que
incurrir, en su crítica, a clichés que fosilizan y matan. La poesía es
un territorio libre, un estado del espíritu con infinitas puertas
abiertas hacia la luz y las sombras. ¿Sobre qué tratan los poemas de Los trabajos perdidos?
Para un lector de hoy no parece arduo contestar a esta pregunta:
tratan, ni más ni menos, sobre la desesperanza, el exilio, el fracaso,
el amor, la derrota, la vida y la muerte. Es decir, sobre todo aquello
que nos incumbe a todos, que ha sido tratado por innumerables poetas
cada uno desde su singular visión y que aún guarda profundos enigmas,
todo visto ‒en el caso de Mutis‒ a través de las visiones y olores de
la infancia. Lo primero que despierta la lectura de Los trabajos perdidos
es un cierto asombro por las cosas de la vida, siempre acompañadas por
la presencia permanente de la muerte, una cierta intuición de que las
cosas son bellas y disfrutables precisamente porque no pueden eludir su
destino último, el de la muerte al fin y al cabo benefactora que te
acoge “con todos tus sueños intactos”. Si en “Amén”, el primer poema
del libro, la muerte no es un espanto, sino una presencia que incita a
abrir los ojos para iniciarse en la “constante brisa del otro mundo”,
en Un bel morir... es una añoranza de toda una vida que
resuena en la transparente y cruda sensación de que “todo irá
disolviéndose en el olvido”. Se canta y se vive y se hacen las cosas
bien y se disfrutan, sin otra esperanza que la del olvido. Este sabio
pesimismo, fruto de una telúrica y cruda mirada acerca de nuestra
huidiza y misteriosa condición, es el que campea con vigor, desenfado y
recóndito goce, por los poemas de este libro. Los trabajos perdidos
son una especie de música inútil, infructuosa, que suena con armonía
delirante y ecos inesperados, y que trae la lluvia desde el corazón
perdido de la memoria, en medio de un mundo en donde existe la nublada
certeza de que ya nadie escucha a nadie. Tanto en su poesía como en su
prosa y sus novelas, Mutis regresa obsesiva y constantemente a un
lenguaje inicial del que nunca ha logrado evadirse y que explica desde
el principio sus certezas y sus dudas respecto al mundo que afronta.
Gaviero, al fin, revela lo oculto para otros, vislumbra lo que está más
allá del horizonte, y en ese territorio de nadie –a la intemperie‒
intuye la derrota a la que se enfrenta el hombre, porque todas sus
iniciativas, hasta las más ambiciosas y temporalmente seguras, se verán
tarde o temprano sometidas al olvido: al olvido ontológico y último, a
la memoria apabullada por la escala implacable del tiempo geológico.
En otros poemas, como “Nocturno”, lo que realmente
acontece es la presencia viva de un paisaje, pero no cualquiera, sino
un paisaje de infancia cuyo instante es consagrado, con toda su gracia y
milagros, por la acción reveladora de la palabra. En “Nocturno”, uno
de los poemas más celebrados de Mutis, la “eficacia” poética reside en
su inquebrantable pureza, en una inmediatez y una verdad que casi nos
lacera, hasta tal punto que nos parece escuchar –todavía y para
siempre‒ cómo cae la lluvia sobre los cafetales y sobre el zinc de los
tejados. Como bien anotó Fernando Charry Lara, “la experiencia poética
es la revelación de nuestras más concretas raíces olvidadas”, y
precisamente esa experiencia que impactó la niñez de Mutis, con sus
paisajes, sus olores y sus sonidos, es lo que constituye la revelación
palpitante de esas “raíces” remotas plasmadas en algunos de estos
poemas.
Por otra parte, uno de los textos que más se
aproxima a una estética del deterioro y la derrota es, sin duda, “Cada
poema”, donde resalta la convicción abierta de que toda construcción
poética, de que toda búsqueda de la palabra sólo enuncia –al fin y al
cabo‒ la experiencia de muerte, y conduce sin remedio al hastío, la
ceniza y la agonía. Cada poema es el dolor diario del poeta al
enfrentarse al desgarramiento del mundo, sin ninguna certeza de que
mengüe el azar en que se siente inmerso, ni el sentimiento de pérdida
que lo acecha. En cada poema se avanza un trecho hacia la muerte,
porque cada poema es “un lento naufragio del deseo,/ un crujir de los
mástiles y jarcias/ que sostienen el peso de la vida”. Así, en estos
poemas percibirá el lector un entrañable y profundo sentimiento de que a
pesar de que en el mundo actual campea el imperio de lo novedoso y de
lo efímero, no existe en realidad nada nuevo, porque todo “torna a su
sitio usado y pobre” y porque desde Jorge Manrique y Shakespeare y
mucho antes, desde los griegos, sabemos que todo este torrente que
subyace los ríos de la vida, desemboca permanentemente en ese mar de
regreso y huida que es la muerte. Pero también estos poemas son
reflexiones o, mejor, percepciones sobre el tiempo, sobre el tiempo
endecasílabo que en “Sonata” se convierte en lobo, en óxido, en alga,
en lengua, en aire, y que nos sirve para nutrirnos, para “llegar hasta
el fin de cada día”. Ese tiempo que en “Canción del este” cava en cada
uno de los seres “su arduo trabajo/ de días y semanas,/ de años sin
nombre ni recuerdo.”
Los trabajos perdidos trata también sobre
el exilio, pero no sobre cualquier exilio, sino el del desarraigo más
radical, el del exilio interior. Ese estado del espíritu en que no
existe ningún arraigo, ningún asidero. Ese no saber dónde ir, porque no
importa a dónde vayas, en dónde estés, siempre te encontrarás
extrañado en medio de los otros ante las imposibilidades implacables de
una verdadera comunicación. Mejor lo ha expresado el autor en una
conversación con Jacobo Sefami, de la Universidad de Nueva York: “Pero,
en realidad, es la convicción de que estamos exiliados donde estemos;
donde vivamos, somos unos eternos exiliados.” Quizás sólo la
creatividad y el arte puedan, de alguna manera, contrarrestar la
incertidumbre de la huida, la fractura del exilio sin final. Quizás
sólo la creatividad y el arte sean, a fin de cuentas, la mejor manera
de estar, de ser en el mundo y sentirse de alguna forma en casa.
El crítico Ernesto Volkening señaló que si le fuera
dado hacer el encomio de la poesía de Álvaro Mutis, diría que en ella
late el corazón del mundo. Habría que agregar que el ritmo de ese
latido está condicionado por la presencia permanente del tiempo, un
tiempo sin tiempo, porque la verdadera poesía no tiene tiempo, es
atemporal, como lo intuía Osip Mandelstam, pertenece a todos los
tiempos, permanece: la Ilíada, la Divina comedia, la
poesía de John Donne, Quevedo, son los mejores ejemplos. Si hay que leer
a Mutis, una forma será leerlo desde esta perspectiva. Hay que leerlo
para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros
prodigiosos que prolongan la vida. Sólo esos libros nos pueden
alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre
con prisa y sin remedio hacia su propia perdición. Sólo el poema, la
palabra, la lengua, nos colocan en el centro mismo de nosotros mismos,
nosotros que vivimos en medio de las cosas para mirarlas y pensarlas
con atención: ahí se encuentra la poesía. La poesía de Mutis es, en
fin, la de alguien que mira y camina desde el misterio, que es como la
sombra luz que ilumina la noche larga en medio de la estepa sin
término.
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