Jornada Semanal
Paulina Tercero
–Estudiaste literatura, ¿algún asomo de culpa por haber hecho guiones?
–Más bien fui argumentista en colaboración con mi
amigo Carlos Olmos, un muy buen dramaturgo que además escribía libretos
de telenovelas.
–Cuna de lobos, ni más ni menos.
–Cuna de lobos recluyó a la gente. El día
que pasó el capítulo final no había un alma en el Metro, en la Cámara de
Diputados pidieron un receso... Un honor para Carlos Olmos y el
director Carlos Téllez, que ideó lo de poner el parche de Catalina
Creel del color de su vestido. Cuando Carlos Olmos entró a escribir
telenovelas yo era un joven marxista furibundo, lo acusé de que se
estaba vendiendo a la oligarquía, que malbarataba su talento. Carlos
montó en cólera y me rompió un paraguas encima… Lo cuento en mi novela Fruta verde.
Al final me di cuenta de que era excesivamente puritano de mi parte y
cuando me fui de mi casa él me invitó a trabajar… Sucumbí, sí.
Me propusieron que escribiera libretos y no acepté
porque temí que si lo hacía no tendría una carrera literaria. Mejor hice
argumentos. Ya tenía dos libros en un cajón, sin publicar. Estaba con
gente de talento, la tertulia literaria era muy animada: Carlos, el
poeta Francisco Hernández, críticos de cine, periodistas, gente con
gran sentido del humor. Hice amigos. Hablábamos mucho de libros, ellos
me recomendaban libros más interesantes que los que yo leía en la
carrera.
–En El seductor de la patria y en Ángeles del abismo, ¿eres fiel a la historia?
–Alejandro Dumas decía que los novelistas
históricos traicionan a la historia pero que le hacen hijos hermosos.
Gracias a las licencias de la ficción pude reconstruir la vida privada
de los personajes, de la que se sabe poco. Ángeles del abismo
se basa en un proceso de la Inquisición a “la falsa Teresa de Jesús”,
que fingía arrebatos místicos para sacarle dinero a los aristócratas de
la Nueva España. A escondidas, ella tenía un amante indio y los
descubrieron porque ella quedó embarazada. Quise apegarme a la historia
pero vi que era muy importante que fuera protagonista también el
amante, Tlacotzin, del que nada dicen las actas del proceso. Un gran
defecto de la literatura colonial mexicana es que ignora a los indios,
aparecen sólo como telón de fondo.
Juan Pablo II beatificó
a unos mártires oaxaqueños asesinados en sus comunidades indígenas
por delatar a sus padres, que seguían adorando a sus dioses
prehispánicos. Creo que beatificarlos fue una gran falta de tacto,
porque para sus comunidades ellos eran unos traidores. Ahí se me
ocurrió que Tlacotzin renegara de la religión católica, para mostrar el
conflicto religioso que tuvieron muchos indios.
–¿Una novela histórica sirve como introducción a una época?
–Es una buena manera. Las memorias de Adriano, de la Yourcenar, o Yo, Claudio,
de Robert Graves, son maravillosas para entender a los romanos. La
novela histórica no sustituye a la historia: la historia aspira a una
verdad objetiva y la novela es subjetiva, sólo tiene validez en los
límites de la ficción. Lo que no se vale es tergiversar los hechos
históricos, como Alfonso Arau en su película sobre Zapata. Eso confunde.
Una novela histórica debe ceñirse por lo menos a la actuación pública
de los personajes.
En la secundaria tuve un gran maestro de Historia, el profesor Acosta, y me fascinaba el programa El túnel del tiempo;
quería viajar al pasado. Mis novelas históricas surgen de una
necesidad de evasión: a los cuarenta me sentía como expulsado del
presente en México. El país se había vuelto muy hostil, el paisaje
urbano se deterioraba a diario. Vivimos la crisis económica del ’82,
pero hoy los jóvenes tienen el panorama aún más negro, por eso el
nihilismo, el que muchos prefieran enrolarse en el crimen organizado;
algo que yo temía cuando escribí Uno soñaba que era rey.
–Y se te comparó con Carlos Fuentes y La región más transparente…
–Uno soñaba que era rey estaba muy
influida por la crónica urbana, cuando yo sentía mucha rabia por lo que
pasaba en México, y como el paradigma de la novela urbana es La región más transparente
–que no me gusta mucho, creo que le sobran como trescientas páginas–,
donde la ambición de Fuentes de convertir a la ciudad en un personaje y
dotarla de un alma, intentar exponer su complejidad, era una tentativa
muy audaz para su época. Ahora sería imposible, porque la Ciudad de
México es inabarcable, ya ningún escritor se atreve.
–¿Qué escritores te gustan?
–Jonathan Rosen… Carlos Franz, espléndido en La prisionera; los cuentos de Rubem Fonseca. Laura Restrepo, su Leopardo al sol
es la mejor novela sobre narcotráfico de América Latina, que debería
ser lectura ineludible para los mexicanos. Hay muchos escritores de
valía. Me encantan El diablo guardián, de Xavier Velasco, su trepadora social es un gran logro narrativo; Luigi Amara y su espléndida Escuela del aburrimiento; la Canción de tumba,
de Julián Herbert; los cuentos de Eduardo Antonio Parra; Álvaro
Enrigue, estupendo cuentista y novelista… En este momento hay una
efervescencia, una confluencia de generaciones en México, pese a que
estamos ante una literatura que tiene muy pocos lectores…
–¿Cómo se vive eso?
–Estamos haciendo una especie de resistencia
cultural. Somos una literatura que se niega a desaparecer a pesar de
que su público sea tan limitado. Es una apuesta al futuro a la espera
de que los lectores del mañana se interesen por lo que escribimos.
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