Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
A los pocos meses,
Carlos fue a Roma y lo llevé a cenar con Rafael Alberti, María Teresa
León y Aitana, al Campo dei Fiori, frente a la estatua de Giordano
Bruno, que siempre nos recuerda los olores de la verdad y de la leña
verde. Comimos una carbonara impecable. Corrió el vino y Alberti
recordó los pasajes de La región más transparente que más le
habían impresionado. Hablamos de los refugiados (transterrados, diría
Gaos) españoles: Recasens, Comas, Pedroza, León Felipe, Cernuda,
Rejano, Aub, Garfias, Altolaguirre, Prados, Domenchina, Renau, Buñuel,
Alcoriza, Alejandro, Amparo Villegas... Alberti hizo la memoria de
Pedro Garfias en las trincheras de la sierra de Córdova, y dijo el poema
dedicado a Ximeno: “Ay, Ximeno, capitán del batallón de Garcés,
capitán de la cabeza a los pies...” Alberti quería saber de Buñuel y
Carlos dio brillante y entusiasta respuesta a sus inquietudes.
Al día siguiente salí rumbo a Venecia con Los caifanes
en hombros. Logramos incluirla en la sección informativa y fue vista
con simpatía por algunos reseñistas. Salimos de la función, Sereni y
yo, pensando en la Diana cazadora con brassiere y en
el “Santaclós” borracho de nuestro amado cronista general, Carlos
Monsivaís, “monstruo de la naturaleza”, como Lope de Vega.
Conviví con Carlos y Rita en Londres. Vivíamos
muy cerca, en el hermoso barrio de Hampstead, y mis hijas jugaban
diariamente con la simpática e inteligente Cecilia. Carlos se
disfrazaba de Drácula con toda la parafernalia vampírica y les daba
sustos de órdago, avanzando solemnemente por el pasillo de la antigua
casa de Hampstead Heath.
Íbamos al cine con frecuencia y, a veces,
cumplíamos ritos memoriosos estrambóticos, como el asistir a un ciclo
de cine argentino de la época extrañamente llamada dorada y a otro de
cine comercial mexicano. Nos veo saliendo del National Film después de
sufrir una película de Armando Bo y de la desbordante Isabel Sarli que
trataba el problema del contrabando de mate en la frontera con
Paraguay. Carlos recordaba el reparto entero, incluyendo el nombre del
maquillista. Por el lado mexicano, Juan Orol y las inmortales rumberas
de caderas montadas en flan, nos regalaron momentos de beatitud.
Por estas y por otras muchas razones, Carlos fue un hombre del Renacimiento. Releyendo Vlad,
lo veo como vampiro asustador de infantas y como escritor de terror
basado en la realidad de un país en donde abundan los chupasangre. Lo
oigo hablar con admiración ilimitada de Balzac, Dickens, Tolstoi,
Faulkner, Cervantes; lo veo instalado en la trivia que, bien utilizada,
es una poderosa arma del fabulador. Veo a los personajes de sus
novelas y me siento a charlar con el Ixca, y a ver cómo agoniza, en el
sentido griego de la palabra, Artemio Cruz. Constato la variedad y
riqueza de sus temas, su inquietud social y política plasmada en
ensayos, artículos y conferencias; pienso en su habilidad y en su
carisma tanto en la cátedra como en las charlas informales, en sus
viajes interminables, sus amores, sus pérdidas, sus premios y, sobre
todo, en su deseo inagotable de vivir, revivido cada mañana pues, ya lo
afirmaba Italo Svevo, los días son siempre originales y de eso depende
la variedad del mundo.
Miembro honorario de la Academia Mexicana de la
Lengua, Carlos nos deja como legado inmarcesible las palabras con las
que construyó su obra variadísima. Fue uno de nuestros escritores
mayores (perdón por la platitud y por el uso de esta palabra); fue un
mexicano ejemplar y un hombre de mundo. Con él vivimos muchos momentos
de inspiración renacentista, nos enamoramos del idioma y renovamos
nuestro compromiso con las palabras, con el verbo que era y es en el
principio.
Gracias, Carlos, por tu vida, tu obra, tu amor
por el país, tu preocupación por el mundo, tu talante humanista y tu fe
en el valor de las palabras.
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