Laberinto
Marco Antonio Campos
A 50 años de la publicación de una de
las novelas canónicas de la literatura mexicana, presentamos una acuciosa relectura de la epopeya de la
transición revolucionaria, religiosa, social y cultural de la nación.
En un periodo de ocho años se publicaron en México al menos
tres novelas mayores que tienen como fondo la vida de un pueblo y que han
resistido hasta hoy —que seguirán resistiendo— el vendaval de los años: Pedro
Páramo (1955), La feria (1963) y Los recuerdos del porvenir (1963). Ninguna ha
corrido internacionalmente con tanta fortuna como la primera.
Narradora de primerísima línea, autora de una obra de teatro
apegadamente realista y de gran energía dramática (Felipe Ángeles), de
misteriosos y mágicos cuentos (La semana de colores), de una novela perfecta en
su conjunto y línea por línea (Los recuerdos del porvenir), de unas memorias
vivaces y chispeantes (España 1937), quizá en buena medida la mala o marchitada
lectura de la obra de Elena Garro, pese a sus ardientes defensores, se deba
ante todo a causas extra literarias: sus denuncias, no exentas de inútiles
calumnias, contra intelectuales, artistas y escritores mexicanos en el mes de
octubre de 1968, de las que hasta donde sé nunca se retractó, o no del todo,
por lo que en amplia medida nunca pudo arrancarse el sambenito de delatora, o
peor, de traidora; el autoexilio de veinte años que les causó, a ella y a su
hija (Helena), una tragedia personal irreparable; la obsesión negativa contra
su ex marido Octavio Paz a quien no dejó de ver en los lustros finales como un
enemigo en múltiples direcciones, y de quien se volvió hasta el final su
Némesis, pero de quien reconoció asimismo altas cualidades intelectuales y
artísticas, y por último, sus delirios persecutorios que le hacían querer
luchar contra molinos de viento donde ni siquiera había. Luego de las dos
décadas de autoexilio, cuando uno lee lo que dice, cuando uno ve en su rostro
en las fotografías finales las devastaciones de la derrota, acaba sintiendo,
contra lo que ella hubiera querido, piedad, pena, ternura.
¿Elena se dio cuenta que sus enemigos no eran los
intelectuales ni Octavio Paz sino ella misma? No sé. En una carta dirigida a
Emmanuel Carballo desde Madrid el 29 de marzo de 1980, se autocataloga en la
categoría de No Persona, es decir es nadie, no es. ¿Pero quién o quiénes son
los culpables? Los otros, sobre todo los intelectuales, quienes han logrado que
las “No Personas carezcan de honor, de talento, de fiabilidad, de sentimientos
y de necesidades físicas. A la
No Persona se le insulta, se le despoja de manuscritos, que
más tarde se publican deformados en otros países y firmado por alguna
Persona.” Nos resulta difícil leer sin tristeza líneas como éstas de la Garro (la cita es más larga)
por lo que uno siente ante su aislamiento y delirio de persecución. Pasados más
de treinta años de haber dicho esto ¿quién, al menos uno o una, le robó un
manuscrito y dónde y cuándo lo publicó?
De una inteligencia y talento privilegiados dejó para
siempre varias obras inmarchitables, muy en especial Los recuerdos del porvenir.
Alucinante, estremecedora, es una novela que leemos en vilo a lo largo de sus
300 páginas, y la cual crea de continuo, como dirían Bourneuf y Ouellet, una
“sed de maravillas” (L’univers du roman, París, 1972).
Se ha documentado la honda huella que tuvo en varias vías el
Pedro Páramo de Juan Rulfo en la novela; yo diría que es mucho más notable en
la primera de las dos partes en la cual se divide, pero no afecta en nada la
singularidad y grandeza de la ficción. Una, por ejemplo, es la idea de un
pueblo dominado por un hombre hecho casi de manera íntegra para el Mal: de un
lado, un cacique (Pedro Páramo), y del otro, un joven general callista
(Francisco Rosas), a quienes los habitantes de Comala o de Ixtepec los ven como
los mayores causantes de todas sus desgracias; ambos sufren hasta el límite la
historia de un amor imposible por mujeres con quienes conviven pero que no
dejan de recordar a otro: una, al ex marido que no volverá, la otra, al
forastero que llega al pueblo y se acaba llevándosela; si Pedro Páramo ve a
Susana San Juan como “una mujer que no era de este mundo”, para el general
Francisco Rosas la bellísima Julia Andrade representó de continuo un resplandor
hiriente. Asimismo algunas evocaciones poéticas de Francisco Rosas por Julia
tienen el tono de lejanía y tristeza de aquellas de Pedro Páramo por Susana.
Técnicamente en ambas novelas lo oral y lo poético se unen admirablemente para
crear la fabulación y creemos hallar también a Rulfo en algunas descripciones
paisajísticas.
Igual que Comala, Ixtepec es un pueblo síntesis de varios
pueblos, en su caso, del sur y el sureste de México. Se entiende que Ixtepec es
un pueblo del trópico, con “un sol que enloquece”, el cual podría suponerse que
es el municipio oaxaqueño de la geografía real, pero en una carta a Emmanuel
Carballo desde Madrid en 1980, Elena Garro aclara que al redactar la primera
versión de la novela en 1953 en Berna, Suiza, lo pensó y lo hizo “como un
homenaje a Iguala [Guerrero], a mi infancia y a aquellos personajes que admiré
tanto” (Protagonistas de la literatura mexicana, Alfaguara, pág. 514).
El calor opresivo y sofocante del trópico en el que los que los habitantes se hunden corre parejo con la atmósfera política que sufren cotidianamente.
El calor opresivo y sofocante del trópico en el que los que los habitantes se hunden corre parejo con la atmósfera política que sufren cotidianamente.
Como el caso de Comala en Pedro Páramo o como el de Zapotlán
en La feria, Ixtepec puede considerarse en una víael personaje central, salvo
que el pueblo en Los recuerdos del porvenir —como Emmanuel Carballo lo
definiría con precisión en la página 519 de sus Protagonistas—, es el
“personaje narrador inanimado”. En abstracto o utilizando hábilmente las voces
de los moradores, Ixtepec cuenta las desdichas continuas y las escasas alegrías
de sus pobladores, es decir, gracias a esas voces asistimos a los hechos en el
Hotel Jardín, en la iglesia, en el curato, en el atrio de los almendros, en la
plaza de armas cubierta de tamarindos, en los portales del centro, en la calle
del Correo —donde moran las familias bien—, en las trancas de Cocula —donde se
ahorcan a los indios con el fin de quitarles sus tierras—, en el cementerio
—donde al final se dan los fusilamientos—, en las lejanas minas de Tetela… En
la relación de los hechos conviven imágenes y escenas de un realismo
estremecedor con imágenes y escenas de realismo mágico. El pueblo es testigo y
memoria, voz única y coro, el cual muchos años después relata lo que sufrió en la Revolución a causa de
zapatistas y carrancistas, y en el decenio de los veinte por los destacamentos
del ejército federal de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Humillado y
ofendido, Ixtepec no recordará en el porvenir un solo día de dicha y libertad.
Un periodo presidencial peor que otro, pero el peor de todos resultará el de
Calles (1924–1928). Eran tan sanguinarios los militares bajo el mando de Rosas
que los moradores echaban de menos a los zapatistas. “Al menos eran del sur”,
decía Elvira Montúfar sin ironía.
Dividida en dos, la primera parte de la obra, entre diversas
historias que se bordan en el telar narrativo, tiene como nudo central el
triángulo de Rosas, Hurtado y Julia; en la segunda, el momento prominente es la
fiesta de la noche septembrina de 1927, en la que el pueblo quiere “homenajear”
al general Francisco Rosas, noche que servirá para encender en el pueblo la
primera hoguera de la rebelión cristera contra los militares que ahogan al
pueblo, pero que a fin de cuentas será una trampa en la que ellos mismos caerán
por una indiscreción y un “soplo”. La noche de la fiesta quedará para siempre
en el imaginario de Ixtepec como la cifra y la imagen de la rebelión derrotada.
Quizá ese momento, ese fuego mínimo que hubo en la fiesta fue, junto a las
representaciones teatrales en casa de don Joaquín y doña Matilde, ideadas por
Felipe Hurtado antes de su partida, los únicos relámpagos cuando las familias
bien del pueblo vieron y vivieron la breve luz de la ilusión.
Hartos los habitantes de la crueldad de los militares, nada
resume mejor la pretendida rebelión del pueblo que la respuesta del joven
Nicolás Moncada durante el juicio sumario del 5 de octubre de 1927: “Sí, señor,
soy ‘cristero’ y quería unirme a los alzados de Jalisco. Mi difunto hermano y
yo compramos las armas”. La noche de la fiesta, un grupo de gentes, entre las
que se contaban el padre Beltrán, Nicolás y Juan Moncada esperaban reunirse con
el general cristero Abacuc, el cual es probablemente (H)abacuc Román, ex
general zapatista, que operaba, como escribe Jean Meyer en La cristiada, en
Morelos, pero también en estados del centro de la república. ¿De qué acusaron a
los condenados, es decir, a don Joaquín, al doctor Arístides Arrieta, al padre
Beltrán, a Nicolás Moncada, al alcalde Juan Cariño y a la beata Charito? Entre
otros cargos, de traición a la patria, pero como murmuraba la sapiencia del
pueblo: “¿Qué traición y qué patria? La patria de esos días llevaba el nombre
doble de Obregón–Calles.” Hasta el último instante del juicio el pueblo creyó
que el general cristero Abacuc entraría a salvar a los condenados.
¿Novela cristera? En toda la segunda parte hay un claro
apego al movimiento; sin embargo también la novela puede dividirse en otras
tres grandes historias: una, como la triste vida diaria de Ixtepec, otra, como
la desdichada historia de la familia Moncada, y una tercera, como el triángulo
ominoso y fatídico Francisco Rosas–Julia Andrade–Felipe Hurtado. Una historia
no puede prescindir de la otra. Simpatizante a ultranza de los indios y los
campesinos, la autora declaró a Carlos Landeros algo que nos explicaría mucho
sobre el asunto cristero: “Yo soy agrarista guadalupana, porque soy muy
católica. Devota del Arvcángel San Gabriel y de la Virgen de Guadalupe,
patrona de los indios”1. No en balde tuvo desde niña un odio indomable por la
pareja Calles–Obregón y los militares que persiguieron a la iglesia católica y
robaban y mataban a los indios. El héroe de la niña Garro fue el Padre Pro y su
detestado enemigo Plutarco Elías Calles. Sin embargo la devota de la
Virgen y del Árcángel no llegaba a bien a darse cuenta
que en su corazón pleiteaban íntimamente Jesucristo y el Demonio, algo que hay
asimismo en varios personajes de sus ficciones, en especial en Isabel Moncada
(Los recuerdos del porvenir) y en Laura (“La culpa es de los tlaxcaltecas”).
Si hay algo que signe las historias a lo largo de las
páginas es la preeminencia del Mal, o aún más, el triunfo del Mal, aun en
algunas ocasiones contra la voluntad de los protagonistas que no lo quisieran
haber llevado a la práctica. En este caso lo representan ante todo el joven
general norteño Francisco Rosas, pero aún más aviesa y graníticamente su
segundo, el coronel Justo Corona, y entre los civiles, Rodolfo Goribar, joven
arrimado a las faldas de la madre, pero de una avidez ilímite de riqueza y de
sangre, quien para vengarse de lo que les robó a su familia los zapatistas,
hace ahorcar por sus matones tabasqueños a los indios con el fin adueñarse de
sus tierras. Rosas y Goribar no tienen necesidad de “licenciados zopilotes”;
las leyes las decide Rosas y las aprovecha el otro. No solo Goribar; desde la
llegada de Rosas se multiplican en una cotidiana imagen alucinante los ahorcados
y los fusilados, todo lo cual culmina con la matanza en el atrio, cuando el
pueblo se rebela contra las leyes anticlericales de Calles, de cierre de
iglesias y suspensión de cultos, y con los fusilamientos de los instigadores y
autores de esa rebelión disparatada y sin futuro el 5 de octubre de 1927. Los
símbolos militares de Ixtepec son el fusil y la cuerda para ahorcar. No en
balde se afirma de esos años: “El tiempo era la sombra de Francisco Rosas”.
Para el mal y la gloria del Mal Rosas fue el hombre que cambió la historia de
Ixtepec. No solo él: en todo momento los militares son vistos por los moradores
como la vertiente espinosa y siniestra que no les deja llevar una vida libre y
pacífica. El Ixtepec otrora próspero, el cual era muy visitado y con un
comercio importante —así lo recuerda el dueño del Hotel Jardín vuelto
prostíbulo (Pepe Ocampo)—, se vuelve aislado, pobre, fantasmal. “¿Te acuerdas
del tiempo cuando no teníamos miedo?”, dice doña Carmen a su esposo, el doctor
Arístides Arrieta, al saber descubierta la incipiente hierba verde de la
rebelión. Pero la integridad del Mal no es absoluta en Rosas; a diferencia de
Corona, puede quebrarse, mostrar el costado débil, como cuando se derrumba ante
la pérdida de Julia o al ceder ante Isabel para salvar del fusilamiento a su
hermano Nicolás, pero el azar, aun en este caso, favorece de nuevo al hado
funesto. El derrumbe de Rosas es absoluto luego de los fusilamientos del 5 de
octubre de 1927. En los meses posteriores —supondríamos marzo o abril de 1928—
“Francisco Rosas dejó de ser lo que había sido; borracho y sin afeitar, ya no
buscaba a nadie. Una tarde se fue en un tren militar con sus soldados y sus
ayudantes y nunca más supimos de él”. Elena Garro sabía muy bien que los
hombres inútiles y los crueles pueden también ser unos sentimentales.
La otra figura del Mal, quien tenía en el rostro la viva
escritura del demonio —al menos así la ve el pueblo—, es Isabel Moncada, la
cual acaso, o al menos para mí, es la figura más atrayente de la novela, y hace
recordar en su temperamento ferozmente destructivo y autolesivo a la Alejandra de Sobre
héroes y tumbas, solo que Isabel se convierte en piedra y Alejandra en cenizas.
El pueblo le quedaba pequeño —la ahogaba— pero nunca supo huir de él. Por
su naturaleza o por el mero gusto de la degradación, la llamativa Isabel
Moncada, una muchacha de hermosos 19 años, es en el juego de su sexualidad la
representación del desafío y la trasgresión. Isabel y su hermano Nicolás tienen
desde niños una atracción incestuosa, y al final, a la primera insinuación de
Rosas luego de salir de la aciaga fiesta, se acaba yendo a acostar con él,
cuando su hermano Juan acaba de ser muerto por los soldados del general (no lo
sabía) y su hermano Nicolás aprehendido. Los días que conviven juntos en el
Hotel Jardín, Rosas se da cuenta de su terrible e inútil error que cometió al
llevársela: Isabel lo arrastra en la caída a los rápidos del río.
Contrariamente, por su rebeldía pura y su cercanía de fuego con Dios, su
hermano Nicolás acaba siendo visto por el pueblo como un héroe.
¿Pero quién era Julia Andrade? ¿De dónde venía? ¿Adónde se
fue con Felipe Hurtado? Nadie logró en el pueblo responder las preguntas. Solo
sabemos que era como una música extraña que fascinaba a todos y envidiaban y
admiraban todas. Si nos atenemos a lo dicho por la misma Elena Garro a Emmanuel
Carballo físicamente la modelo del personaje fue una tía de ella, Julieta, “la
belleza de la familia, alta y fina como la Julia de Los recuerdos”. Rubia, quieta, suave de
piel, indiferente a casi todo, Julia, donde pasaba, dejaba a su paso un olor a
vainilla. “Las costumbres, su manera de hablar, de caminar y mirar a los
hombres, todo era distinto en Julia”. Cuando aparecía en los días de la
serenata la plaza “se llenaba de luces y de voces”, pero al mismo tiempo, por
la tarea de demolición diaria que causaba Rosas, buena parte de la gente la
veía tan culpable como el mismo general del infortunio y la tristeza del
pueblo.
¿Pero quién era Felipe Hurtado? ¿De dónde venía? ¿Adónde
huyó con Julia? Nadie logró tampoco en el pueblo responder a aquellas
preguntas. Cierto, Hurtado le contesta al alcalde chiflado (Juan Cariño) que
venía de Ciudad de México, pero nadie llegó a enterarse si eso era real o no, y
si su nombre y apellidos lo eran también. Solo se sabe que era alto,
probablemente de buena apariencia, de fácil risa, que en momentos de pesadumbre
gustaba de leer en las afueras de Ixtepec, que habló solo dos veces con Julia
(el día cuando llegó y la noche rara y mágica cuando se fugaron), y quien
le dio una ilusión a esa gente sin ilusión montando los ensayos de una obra de
teatro en el pabellón de la casa de don Nicolás y doña Matilde, obra que nunca
llegó a estrenarse. Como Julia, era distinto en ese mundo. Aun si queda en el porvenir
de la memoria colectiva ni Julia ni él vuelven a aparecer en la otra mitad de
la novela. En el corazón del recuerdo del lector queda más hondamente la imagen
del gran amor de ambos que sus caracteres.
Si bien las figuras más grabables son Francisco Rosas, Julia
Andrade, Felipe Hurtado e Isabel y Nicolás Moncada (coincido con Emmanuel
Carballo), hallamos asimismo representativamente en la novela: familias bien
venidas a menos, la mayoría católicas a ultranza, algunas ferozmente racistas y
clasistas, de las cuales las más destacadas son los Moncada (los padres Martín
y Ana y los hijos Nicolás, Juan e Isabel), don Joaquín y su esposa Matilde
(donde se hospeda Felipe Hurtado hasta su insólita desaparición), la viuda
Elvira Montúfar y su hija Conchita, los Goribar (Dolores y su hijo Rodolfo), y,
por último, el doctor Arístides Arrieta y su mujer Carmen. Son visibles
asimismo personajes-tipo, como el deschavetado y querible alcalde Juan Cariño,
el cura Beltrán, el diácono don Roque, el dueño del hotel-prostíbulo Pepe
Ocampo, el boticario Segovia, el cantinero Pando, las beatas Dorotea y Charito.
En otro orden, se hallan la matrona Luchi, que regentea en el Hotel Jardín a
las mal llamadas prostitutas (Julia, Luisa, Antonia, la Taconcitos, Rosa y
Rafaela), lugar que en momentos parece ser o es notoriamente el centro
político, militar y sexual de Ixtepec: en él moran el alcalde lúcidamente ido y
es donde pasan las noches los militares de más alta graduación, encabezados por
Francisco Rosas. En el nivel más bajo están los indios, que aparecen casi
siempre, salvo excepciones, como una masa amorfa, y son afrentados por las
buenas familias (sobre todo por la viuda Montúfar y el boticario Segovia), como
raza vil e inferior. Por raro o insólito que pueda parecer, en ese ambiente
hostil y oscuro varias de las “cuscas” o “güilas”, en especial Julia, por algún
tiempo, llegan a ser los puntos luminosos. ¿Pero la mayoría eran realmente
prostitutas? Decididamente no. Eran las queridas de los militares que las
raptaron. Ni cobraban ni se acostaban con otros. Incluso una (Luisa), que en
vez de lengua tenía alacranes, había dejado a su familia por irse con el
capitán Cruz, ayudante de Rosas. Más allá de eso, todavía hay un copioso número
de borrosos protagonistas incidentales.
En la novela son maravillosos los juegos plurales del tiempo
y de las diversas memorias. Ya hablamos del tiempo lineal histórico que le toca
vivir al pueblo: el zapatismo, el carrancismo, el obregonismo, pero sobre todo
el callismo. Pero hay otros tiempos, según sea el personaje, en que se augura
no lo que sucederá, sino se recuerda lo que sucedió en el porvenir; u otros,
que viven tiempos no vividos, como quien en el pueblo húmedo y caluroso de
donde nunca salió recuerda la nieve y olores ignorados; u otros, quienes se
hallan en el tiempo circular repitiendo lo que ya acaeció en Ixtepec; u otros
que se encuentran a menudo en un presente quieto y sucumben “presos en ese
instante detenido”; u otros, como los indios, cuyo tiempo es el de callar, y el
cual es tan antiguo que no podría encontrársele.
En la novela hay buen número de momentos mágicos, sobre todo
dos, de los que el lector puede decidir si, por lo increíbles, deja o continúa
la lectura: uno, cuando una noche de pronto el tiempo queda íntegramente fijo,
el reloj no avanza, y Felipe Hurtado y Julia desaparecen, ante el pasmo de
todos los pobladores de Ixtepec y de los militares que rodean la casa de don
Joaquín y doña Matilde para atraparlo, y solo se sabe después que se les vio en
las afueras huyendo en un mismo caballo cuando en el mismo momento era de día;
el otro, cuando Isabel Moncada, después de fusilado su hermano Nicolás, en el
último desafío desesperado de su corazón irreparablemente envenenado, quiere
alcanzar a Francisco Rosas pero se convierte en piedra. El lector decidirá qué
interpretación simbólica, si la hay, quiere dar a cada uno de estos momentos.
Se ha hablado de esta novela como precursora o perteneciente
al realismo mágico, lo cual es el mismo que Alejo Carpentier definió en el
prólogo de El reino de este mundo en 1949 como lo real maravilloso. Quizá en
esto los dos grandes antecedentes de la novela y los primeros cuentos de Elena
Garro sean Pedro Páramo y la narrativa de Carpentier. Nadie que haya leído Los
recuerdos del porvenir olvidará las muchas emociones que le dejó, ni olvidará,
para decirlo con una cuña de Paul Valéry, el “sortilegio de las palabras”. No
solo eso: una vez terminada la novela puede volver a leérsela inmediatamente, y
luego de nuevo, sin que pierda su aire de encantamiento. “No se da en esa
década —observa José María Espinasa— una obra con tanta riqueza visual, con
tanta gama en sus colores y diversidad en sus tonos”2. Es una de las cinco o
seis novelas mayores mexicanas del siglo XX.
“Elena Garro fue un ser lleno de contradicciones y enigmas. Para ella no
hubo medias tintas. Elena es un icono, un mito, con un talento enorme”, escribe
Elena Poniatowska en el artículo “Una biografía sobre Elena Garro”3. Y añade:
“Con su muerte no ha crecido su leyenda”; también es verdad que eso no importa
ante la admirable obra que legó.
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