domingo, 14 de julio de 2013

El sortilegio de las palabras

13/Julio/2013
Laberinto
Marco Antonio Campos

A 50 años de la publicación de una de las novelas canónicas de la literatura mexicana, presentamos una acuciosa relectura de la epopeya de la transición revolucionaria, religiosa, social y cultural de la nación. 


En un periodo de ocho años se publicaron en México al menos tres novelas mayores que tienen como fondo la vida de un pueblo y que han resistido hasta hoy —que seguirán resistiendo— el vendaval de los años: Pedro Páramo (1955), La feria (1963) y Los recuerdos del porvenir (1963). Ninguna ha corrido internacionalmente con tanta fortuna como la primera.
Narradora de primerísima línea, autora de una obra de teatro apegadamente realista y de gran energía dramática (Felipe Ángeles), de misteriosos y mágicos cuentos (La semana de colores), de una novela perfecta en su conjunto y línea por línea (Los recuerdos del porvenir), de unas memorias vivaces y chispeantes (España 1937), quizá en buena medida la mala o marchitada lectura de la obra de Elena Garro, pese a sus ardientes defensores, se deba ante todo a causas extra literarias: sus denuncias, no exentas de inútiles calumnias, contra intelectuales, artistas y escritores mexicanos en el mes de octubre de 1968, de las que hasta donde sé nunca se retractó, o no del todo, por lo que en amplia medida nunca pudo arrancarse el sambenito de delatora, o peor, de traidora; el autoexilio de veinte años que les causó, a ella y a su hija (Helena), una tragedia personal irreparable; la obsesión negativa contra su ex marido Octavio Paz a quien no dejó de ver en los lustros finales como un enemigo en múltiples direcciones, y de quien se volvió hasta el final su Némesis, pero de quien reconoció asimismo altas cualidades intelectuales y artísticas, y por último, sus delirios persecutorios que le hacían querer luchar contra molinos de viento donde ni siquiera había. Luego de las dos décadas de autoexilio, cuando uno lee lo que dice, cuando uno ve en su rostro en las fotografías finales las devastaciones de la derrota, acaba sintiendo, contra lo que ella hubiera querido, piedad, pena, ternura.
¿Elena se dio cuenta que sus enemigos no eran los intelectuales ni Octavio Paz sino ella misma? No sé. En una carta dirigida a Emmanuel Carballo desde Madrid el 29 de marzo de 1980, se autocataloga en la categoría de No Persona, es decir es nadie, no es. ¿Pero quién o quiénes son los culpables? Los otros, sobre todo los intelectuales, quienes han logrado que las “No Personas carezcan de honor, de talento, de fiabilidad, de sentimientos y de necesidades físicas. A la No Persona se le insulta, se le despoja de manuscritos, que más tarde se publican deformados  en otros países y firmado por alguna Persona.” Nos resulta difícil leer sin tristeza líneas como éstas de la Garro (la cita es más larga) por lo que uno siente ante su aislamiento y delirio de persecución. Pasados más de treinta años de haber dicho esto ¿quién, al menos uno o una, le robó un manuscrito y dónde y cuándo lo publicó?
De una inteligencia y talento privilegiados dejó para siempre varias obras inmarchitables, muy en especial Los recuerdos del porvenir. Alucinante, estremecedora, es una novela que leemos en vilo a lo largo de sus 300 páginas, y la cual crea de continuo, como dirían Bourneuf y Ouellet, una “sed de maravillas” (L’univers du roman, París, 1972).
Se ha documentado la honda huella que tuvo en varias vías el Pedro Páramo de Juan Rulfo en la novela; yo diría que es mucho más notable en la primera de las dos partes en la cual se divide, pero no afecta en nada la singularidad y grandeza de la ficción. Una, por ejemplo, es la idea de un pueblo dominado por un hombre hecho casi de manera íntegra para el Mal: de un lado, un cacique (Pedro Páramo), y del otro, un joven general callista (Francisco Rosas), a quienes los habitantes de Comala o de Ixtepec los ven como los mayores causantes de todas sus desgracias; ambos sufren hasta el límite la historia de un amor imposible por mujeres con quienes conviven pero que no dejan de recordar a otro: una, al ex marido que no volverá, la otra, al forastero que llega al pueblo y se acaba llevándosela; si Pedro Páramo ve a Susana San Juan como “una mujer que no era de este mundo”, para el general Francisco Rosas la bellísima Julia Andrade representó de continuo un resplandor hiriente. Asimismo algunas evocaciones poéticas de Francisco Rosas por Julia tienen el tono de lejanía y tristeza de aquellas de Pedro Páramo por Susana. Técnicamente en ambas novelas lo oral y lo poético se unen admirablemente para crear la fabulación y creemos hallar también a Rulfo en algunas descripciones paisajísticas.
Igual que Comala, Ixtepec es un pueblo síntesis de varios pueblos, en su caso, del sur y el sureste de México. Se entiende que Ixtepec es un pueblo del trópico, con “un sol que enloquece”, el cual podría suponerse que es el municipio oaxaqueño de la geografía real, pero en una carta a Emmanuel Carballo desde Madrid en 1980, Elena Garro aclara que al redactar la primera versión de la novela en 1953 en Berna, Suiza, lo pensó y lo hizo “como un homenaje a Iguala [Guerrero], a mi infancia y a aquellos personajes que admiré tanto” (Protagonistas de la literatura mexicana, Alfaguara, pág. 514).
El calor opresivo y sofocante del trópico en el que los que los habitantes se hunden corre parejo con la atmósfera política que sufren cotidianamente.
Como el caso de Comala en Pedro Páramo o como el de Zapotlán en La feria, Ixtepec puede considerarse en una víael personaje central, salvo que el pueblo en Los recuerdos del porvenir —como Emmanuel Carballo lo definiría con precisión en la página 519 de sus Protagonistas—, es el “personaje narrador inanimado”. En abstracto o utilizando hábilmente las voces de los moradores, Ixtepec cuenta las desdichas continuas y las escasas alegrías de sus pobladores, es decir, gracias a esas voces asistimos a los hechos en el Hotel Jardín, en la iglesia, en el curato, en el atrio de los almendros, en la plaza de armas cubierta de tamarindos, en los portales del centro, en la calle del Correo —donde moran las familias bien—, en las trancas de Cocula —donde se ahorcan a los indios con el fin de quitarles sus tierras—, en el cementerio —donde al final se dan los fusilamientos—, en las lejanas minas de Tetela… En la relación de los hechos conviven imágenes y escenas de un realismo estremecedor con imágenes y escenas de realismo mágico. El pueblo es testigo y memoria, voz única y coro, el cual muchos años después relata lo que sufrió en la Revolución a causa de zapatistas y carrancistas, y en el decenio de los veinte por los destacamentos del ejército federal de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Humillado y ofendido, Ixtepec no recordará en el porvenir un solo día de dicha y libertad. Un periodo presidencial peor que otro, pero el peor de todos resultará el de Calles (1924–1928). Eran tan sanguinarios los militares bajo el mando de Rosas que los moradores echaban de menos a los zapatistas. “Al menos eran del sur”, decía Elvira Montúfar sin ironía.
Dividida en dos, la primera parte de la obra, entre diversas historias que se bordan en el telar narrativo, tiene como nudo central el triángulo de Rosas, Hurtado y Julia; en la segunda, el momento prominente es la fiesta de la noche septembrina de 1927, en la que el pueblo quiere “homenajear” al general Francisco Rosas, noche que servirá para encender en el pueblo la primera hoguera de la rebelión cristera contra los militares que ahogan al pueblo, pero que a fin de cuentas será una trampa en la que ellos mismos caerán por una indiscreción y un “soplo”. La noche de la fiesta quedará para siempre en el imaginario de Ixtepec como la cifra y la imagen de la rebelión derrotada. Quizá ese momento, ese fuego mínimo que hubo en la fiesta fue, junto a las representaciones teatrales en casa de don Joaquín y doña Matilde, ideadas por Felipe Hurtado antes de su partida, los únicos relámpagos cuando las familias bien del pueblo vieron y vivieron la breve luz de la ilusión.
Hartos los habitantes de la crueldad de los militares, nada resume mejor la pretendida rebelión del pueblo que la respuesta del joven Nicolás Moncada durante el juicio sumario del 5 de octubre de 1927: “Sí, señor, soy ‘cristero’ y quería unirme a los alzados de Jalisco. Mi difunto hermano y yo compramos las armas”. La noche de la fiesta, un grupo de gentes, entre las que se contaban el padre Beltrán, Nicolás y Juan Moncada esperaban reunirse con el general cristero Abacuc, el cual es probablemente (H)abacuc Román, ex general zapatista, que operaba, como escribe Jean Meyer en La cristiada, en Morelos, pero también en estados del centro de la república. ¿De qué acusaron a los condenados, es decir, a don Joaquín, al doctor Arístides Arrieta, al padre Beltrán, a Nicolás Moncada, al alcalde Juan Cariño y a la beata Charito? Entre otros cargos, de traición a la patria, pero como murmuraba la sapiencia del pueblo: “¿Qué traición y qué patria? La patria de esos días llevaba el nombre doble de Obregón–Calles.” Hasta el último instante del juicio el pueblo creyó que el general cristero Abacuc entraría a salvar a los condenados.
¿Novela cristera? En toda la segunda parte hay un claro apego al movimiento; sin embargo también la novela puede dividirse en otras tres grandes historias: una, como la triste vida diaria de Ixtepec, otra, como la desdichada historia de la familia Moncada, y una tercera, como el triángulo ominoso y fatídico Francisco Rosas–Julia Andrade–Felipe Hurtado. Una historia no puede prescindir de la otra. Simpatizante a ultranza de los indios y los campesinos, la autora declaró a Carlos Landeros algo que nos explicaría mucho sobre el asunto cristero: “Yo soy agrarista guadalupana, porque soy muy católica. Devota del Arvcángel San Gabriel y de la Virgen de Guadalupe, patrona de los indios”1. No en balde tuvo desde niña un odio indomable por la pareja Calles–Obregón y los militares que persiguieron a la iglesia católica y robaban y mataban a los indios. El héroe de la niña Garro fue el Padre Pro y su detestado enemigo Plutarco Elías Calles. Sin embargo la devota de la  Virgen y del Árcángel no llegaba a bien a darse cuenta que en su corazón pleiteaban íntimamente Jesucristo y el Demonio, algo que hay asimismo en varios personajes de sus ficciones, en especial en Isabel Moncada (Los recuerdos del porvenir) y en Laura (“La culpa es de los tlaxcaltecas”).
Si hay algo que signe las historias a lo largo de las páginas es la preeminencia del Mal, o aún más, el triunfo del Mal, aun en algunas ocasiones contra la voluntad de los protagonistas que no lo quisieran haber llevado a la práctica. En este caso lo representan ante todo el joven general norteño Francisco Rosas, pero aún más aviesa y graníticamente su segundo, el coronel Justo Corona, y entre los civiles, Rodolfo Goribar, joven arrimado a las faldas de la madre, pero de una avidez ilímite de riqueza y de sangre, quien para vengarse de lo que les robó a su familia los zapatistas, hace ahorcar por sus matones tabasqueños a los indios con el fin adueñarse de sus tierras. Rosas y Goribar no tienen necesidad de “licenciados zopilotes”; las leyes las decide Rosas y las aprovecha el otro. No solo Goribar; desde la llegada de Rosas se multiplican en una cotidiana imagen alucinante los ahorcados y los fusilados, todo lo cual culmina con la matanza en el atrio, cuando el pueblo se rebela contra las leyes anticlericales de Calles, de cierre de iglesias y suspensión de cultos, y con los fusilamientos de los instigadores y autores de esa rebelión disparatada y sin futuro el 5 de octubre de 1927. Los símbolos militares de Ixtepec son el fusil y la cuerda para ahorcar. No en balde se afirma de esos años: “El tiempo era la sombra de Francisco Rosas”. Para el mal y la gloria del Mal Rosas fue el hombre que cambió la historia de Ixtepec. No solo él: en todo momento los militares son vistos por los moradores como la vertiente espinosa y siniestra que no les deja llevar una vida libre y pacífica. El Ixtepec otrora próspero, el cual era muy visitado y con un comercio importante —así lo recuerda el dueño del Hotel Jardín vuelto prostíbulo (Pepe Ocampo)—, se vuelve aislado, pobre, fantasmal. “¿Te acuerdas del tiempo cuando no teníamos miedo?”, dice doña Carmen a su esposo, el doctor Arístides Arrieta, al saber descubierta la incipiente hierba verde de la rebelión. Pero la integridad del Mal no es absoluta en Rosas; a diferencia de Corona, puede quebrarse, mostrar el costado débil, como cuando se derrumba ante la pérdida de Julia o al ceder ante Isabel para salvar del fusilamiento a su hermano Nicolás, pero el azar, aun en este caso, favorece de nuevo al hado funesto. El derrumbe de Rosas es absoluto luego de los fusilamientos del 5 de octubre de 1927. En los meses posteriores —supondríamos marzo o abril de 1928— “Francisco Rosas dejó de ser lo que había sido; borracho y sin afeitar, ya no buscaba a nadie. Una tarde se fue en un tren militar con sus soldados y sus ayudantes y nunca más supimos de él”. Elena Garro sabía muy bien que los hombres inútiles y los crueles pueden también ser unos sentimentales.
La otra figura del Mal, quien tenía en el rostro la viva escritura del demonio —al menos así la ve el pueblo—, es Isabel Moncada, la cual acaso, o al menos para mí, es la figura más atrayente de la novela, y hace recordar en su temperamento ferozmente destructivo y autolesivo a la Alejandra de Sobre héroes y tumbas, solo que Isabel se convierte en piedra y Alejandra en cenizas. El pueblo le quedaba pequeño —la ahogaba— pero nunca supo huir de él. Por su  naturaleza o por el mero gusto de la degradación, la llamativa Isabel Moncada, una muchacha de hermosos 19 años, es en el juego de su sexualidad la representación del desafío y la trasgresión. Isabel y su hermano Nicolás tienen desde niños una atracción incestuosa, y al final, a la primera insinuación de Rosas luego de salir de la aciaga fiesta, se acaba yendo a acostar con él, cuando su hermano Juan acaba de ser muerto por los soldados del general (no lo sabía) y su hermano Nicolás aprehendido. Los días que conviven juntos en el Hotel Jardín, Rosas se da cuenta de su terrible e inútil error que cometió al llevársela: Isabel lo arrastra en la caída a los rápidos del río. Contrariamente, por su rebeldía pura y su cercanía de fuego con Dios, su hermano Nicolás acaba siendo visto por el pueblo como un héroe.
¿Pero quién era Julia Andrade? ¿De dónde venía? ¿Adónde se fue con Felipe Hurtado? Nadie logró en el pueblo responder las preguntas. Solo sabemos que era como una música extraña que fascinaba a todos y envidiaban y admiraban todas. Si nos atenemos a lo dicho por la misma Elena Garro a Emmanuel Carballo físicamente la modelo del personaje fue una tía de ella, Julieta, “la belleza de la familia, alta y fina como la Julia de Los recuerdos”. Rubia, quieta, suave de piel, indiferente a casi todo, Julia, donde pasaba, dejaba a su paso un olor a vainilla. “Las costumbres, su manera de hablar, de caminar y mirar a los hombres, todo era distinto en Julia”. Cuando aparecía en los días de la serenata la plaza “se llenaba de luces y de voces”, pero al mismo tiempo, por la tarea de demolición diaria que causaba Rosas, buena parte de la gente la veía tan culpable como el mismo general del infortunio y la tristeza del pueblo.
¿Pero quién era Felipe Hurtado? ¿De dónde venía? ¿Adónde huyó con Julia? Nadie logró tampoco en el pueblo responder a aquellas preguntas. Cierto, Hurtado le contesta al alcalde chiflado (Juan Cariño) que venía de Ciudad de México, pero nadie llegó a enterarse si eso era real o no, y si su nombre y apellidos lo eran también. Solo se sabe que era alto, probablemente de buena apariencia, de fácil risa, que en momentos de pesadumbre gustaba de leer en las afueras de Ixtepec, que habló solo dos veces con Julia (el día cuando llegó y la noche rara y mágica cuando se fugaron), y quien  le dio una ilusión a esa gente sin ilusión montando los ensayos de una obra de teatro en el pabellón de la casa de don Nicolás y doña Matilde, obra que nunca llegó a estrenarse. Como Julia, era distinto en ese mundo. Aun si queda en el porvenir de la memoria colectiva ni Julia ni él vuelven a aparecer en la otra mitad de la novela. En el corazón del recuerdo del lector queda más hondamente la imagen del gran amor de ambos que sus caracteres.
Si bien las figuras más grabables son Francisco Rosas, Julia Andrade, Felipe Hurtado e Isabel y Nicolás Moncada (coincido con Emmanuel Carballo), hallamos asimismo representativamente en la novela: familias bien venidas a menos, la mayoría católicas a ultranza, algunas ferozmente racistas y clasistas, de las cuales las más destacadas son los Moncada (los padres Martín y Ana y los hijos Nicolás, Juan e Isabel), don Joaquín y su esposa Matilde (donde se hospeda Felipe Hurtado hasta su insólita desaparición), la viuda Elvira Montúfar y su hija Conchita, los Goribar (Dolores y su hijo Rodolfo), y, por último, el doctor Arístides Arrieta y su mujer Carmen. Son visibles asimismo personajes-tipo, como el deschavetado y querible alcalde Juan Cariño, el cura Beltrán, el diácono don Roque, el dueño del hotel-prostíbulo Pepe Ocampo, el boticario Segovia, el cantinero Pando, las beatas Dorotea y Charito. En otro orden, se hallan la matrona Luchi, que regentea en el Hotel Jardín a las mal llamadas prostitutas (Julia, Luisa, Antonia, la Taconcitos, Rosa y Rafaela), lugar que en momentos parece ser o es notoriamente el centro político, militar y sexual de Ixtepec: en él moran el alcalde lúcidamente ido y es donde pasan las noches los militares de más alta graduación, encabezados por Francisco Rosas. En el nivel más bajo están los indios, que aparecen casi siempre, salvo excepciones, como una masa amorfa, y son afrentados por las buenas familias (sobre todo por la viuda Montúfar y el boticario Segovia), como raza vil e inferior. Por raro o insólito que pueda parecer, en ese ambiente hostil y oscuro varias de las “cuscas” o “güilas”, en especial Julia, por algún tiempo, llegan a ser los puntos luminosos. ¿Pero la mayoría eran realmente prostitutas? Decididamente no. Eran las queridas de los militares que las raptaron. Ni cobraban ni se acostaban con otros. Incluso una (Luisa), que en vez de lengua tenía alacranes, había dejado a su familia por irse con el capitán Cruz, ayudante de Rosas. Más allá de eso, todavía hay un copioso número de borrosos protagonistas incidentales.
En la novela son maravillosos los juegos plurales del tiempo y de las diversas memorias. Ya hablamos del tiempo lineal histórico que le toca vivir al pueblo: el zapatismo, el carrancismo, el obregonismo, pero sobre todo el callismo. Pero hay otros tiempos, según sea el personaje, en que se augura no lo que sucederá, sino se recuerda lo que sucedió en el porvenir; u otros, que viven tiempos no vividos, como quien en el pueblo húmedo y caluroso de donde nunca salió recuerda la nieve y olores ignorados; u otros, quienes se hallan en el tiempo circular repitiendo lo que ya acaeció en Ixtepec; u otros que se encuentran a menudo en un presente quieto y sucumben “presos en ese instante detenido”; u otros, como los indios, cuyo tiempo es el de callar, y el cual es tan antiguo que no podría encontrársele.
En la novela hay buen número de momentos mágicos, sobre todo dos, de los que el lector puede decidir si, por lo increíbles, deja o continúa la lectura: uno, cuando una noche de pronto el tiempo queda íntegramente fijo, el reloj no avanza, y Felipe Hurtado y Julia desaparecen, ante el pasmo de todos los pobladores de Ixtepec y de los militares que rodean la casa de don Joaquín y doña Matilde para atraparlo, y solo se sabe después que se les vio en las afueras huyendo en un mismo caballo cuando en el mismo momento era de día; el otro, cuando Isabel Moncada, después de fusilado su hermano Nicolás, en el último desafío desesperado de su corazón irreparablemente envenenado, quiere alcanzar a Francisco Rosas pero se convierte en piedra. El lector decidirá qué interpretación simbólica, si la hay, quiere dar a cada uno de estos momentos.
Se ha hablado de esta novela como precursora o perteneciente al realismo mágico, lo cual es el mismo que Alejo Carpentier definió en el prólogo de El reino de este mundo en 1949 como lo real maravilloso. Quizá en esto los dos grandes antecedentes de la novela y los primeros cuentos de Elena Garro sean Pedro Páramo y la narrativa de Carpentier. Nadie que haya leído Los recuerdos del porvenir olvidará las muchas emociones que le dejó, ni olvidará, para decirlo con una cuña de Paul Valéry, el “sortilegio de las palabras”. No solo eso: una vez terminada la novela puede volver a leérsela inmediatamente, y luego de nuevo, sin que pierda su aire de encantamiento. “No se da en esa década —observa José María Espinasa— una obra con tanta riqueza visual, con tanta gama en sus colores y diversidad en sus tonos”2. Es una de las cinco o seis novelas mayores mexicanas del siglo XX.
“Elena Garro fue un ser lleno de contradicciones y enigmas. Para ella no hubo medias tintas. Elena es un icono, un mito, con un talento enorme”, escribe Elena Poniatowska en el artículo “Una biografía sobre Elena Garro”3. Y añade: “Con su muerte no ha crecido su leyenda”; también es verdad que eso no importa ante la admirable obra que legó.

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