Laberinto
Santiago Gamboa
Ya conté en otro artículo en Laberinto la perplejidad que me
produjo releer Rayuela 30 años después, así que en esta ocasión, para seguir
evocando a ese gran autor que fue Cortázar, me propongo escribir sobre las
“consecuencias” de Rayuela, esa extraña y, en el fondo, muy tradicional
novela–texto sagrado que transformó a sus lectores en adeptos, en furiosos
muyahidines que, a partir de su lectura, anhelaron cambiar sus vidas hacia algo
rabiosamente estético y moderno. Rayuela fue, creo, la novela que más sojuzgó
voluntades, y Cortázar el escritor que, a pesar de competir con Vargas Llosa,
García Márquez y Carlos Fuentes —la pesada del Boom— resultó sin duda el más
carismático, el que todos querían tener en su mesa o en su vagón de tren o en
su cama. Esto último es un signo de los tiempos: a pesar de ser una novela
increíblemente machista —las mujeres de Rayuela, por lo general, no son cultas,
y lo compensan siendo buenas en la cama—, las féminas suspiraban por Cortázar,
hacían gárgaras con sus lágrimas pensando en él y cuando murió todas se
transformaron en sus viudas. Soy consciente de que en los años sesenta y
setenta, época de revolución sexual y rebeldía planetaria, el machismo no era
aún visto como ese comportamiento cavernícola y delincuencial de hoy, pero ya
se denunciaba y sobre todo ya había un feminismo opuesto que a su vez, también,
era bastante rudo y primario. La vida era así en esos años. Conozco decenas de
cronopios de esa generación que siguen considerándose revolucionarios, pero que
en sus casas son verdaderos tiranos.
En mi caso, la consecuencia más grande de la lectura de Rayuela fue la convicción
de que París era la capital de las letras. Si Hemingway y Henry Miller
transformaron París en el Olimpo de los norteamericanos de su generación,
Cortázar lo hizo en la mía e intermedias: París, tras leer Rayuela, se asociaba
no solo con la escritura sino en general con la libertad creativa, con la
respiración de un mundo y el deseo de abarcarlo: todas las culturas, todas las
lenguas, todas las experiencias. París, en la imagen que Cortázar me transmitió
a los 17 años, era algo más que una ciudad: era un modo de ser y de vivir, un
modo de ser culto y cosmopolita, un modo político de concebir la realidad y las
relaciones humanas. La consecuencia de Rayuela, para mí, fue haber llegado a
vivir a París, en 1990, con una maleta de 23 kilos y 700 dólares. Venía a hacer
mi peregrinaje, pero ya todos se habían ido. El París de Rayuela no aparecía
por ningún lado. En su lugar había una ciudad inhóspita y cruel que se resistía
a abrazarme. Yo buscaba la literatura y encontré la vida, solamente. Me sumergí
de lleno en la piscina de los tiburones y procuré resistir, hacerme fuerte.
Nada de eso estaba en el libreto que me dejó Cortázar, pero esos años de dureza
y soledad parisina acabaron siendo mi mayor tesoro y, al final, un poco
después, la literatura al fin llegó.
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