sábado, 15 de junio de 2013

Medio siglo de 'Rayuela'

15/Junio/2013
Milenio
Ariel González Jiménez

Se cumplen 50 años de un libro sin principio ni final, obra de orden improbable y con mucho de ese desorden deliberado que es tan difícil de construir literariamente; de unas páginas que su autor dejó que fluyeran como notas de una sesión improvisada del jazz más genial de todos los tiempos; de un texto que, a su modo, puede ser un mapa de París y un catálogo de sus personajes y lugares más entrañables. Se trata de Rayuela, de Julio Cortázar, la novela-juego, el puzle interminable, la brújula que apunta a todas partes menos al presuntuoso norte que se supone debe guiarnos.
Es el libro más amable y, al propio tiempo, más desconcertante del boom latinoamericano. Se deja leer como sea (Cortázar propone algunas formas y el lector puede disponer otras) y no hay que buscar tampoco grandes claves ni sesudos prolegómenos. Por lo demás, es inútil dejar señales en el camino de su lectura: siempre nos abismaremos en los diálogos de Oliveira y la Maga; siempre perderemos el rumbo de la novela tradicional.
Leo en el suplemento cultural del diario ABC una selección de cartas escritas por Julio Cortázar en las que se refiere a Rayuela. Resultan de lo más interesantes porque revelan el propio asombro del escritor frente a su trabajo, así como la inquietud y el placer, las certezas y las dudas, que aquél le produce.
Pareciera que Rayuela fue alguna vez un proyecto, pero si nos atenemos a sus páginas impresas es más bien un milagro. En una carta a Jean Bernabé (17 de diciembre de 1958), Cortázar la prevé del siguiente modo: “Será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con suficiente precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí”.
El artefacto que construyó Cortázar viene a ser como una carga de profundidad que estalla en varios tiempos en el océano de las letras latinoamericanas. Porque su impacto no se ciñe solo a los años sesenta, sino que pone en jaque las formas de hacer novela que todavía hoy (cada vez más cansinamente) se estilan. Basta con que unas cuantas de sus esquirlas hayan llegado hasta hoy para que la novelística más convencional, tan irrelevante y timorata, lo resienta.
Rayuela nació, como lo explica Cortázar a Barnabé en otra misiva, de un descontento. Y está tan bien explicado por el propio autor que merece la pena ser citado in extenso:
“La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género. Yo creo que la novela ‘psicológica’ ha llegado a su término, y que si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección. El surrealismo marcó en su momento algunos caminos, pero se quedó en la fase pintoresca. Es cierto que no podemos ya prescindir de la psicología, de los personajes explorados minuciosamente; pero la técnica de los Michel Butor y las Nathalie Sarraute me aburren profundamente. Se quedan en la psicología exterior, aunque crean ir muy al fondo”.
Cortázar creía que se estaba poniendo en la antesala de una escritura cuya osadía podría constituir nuevos horizontes. Él, que venía del cuento, no le temía a la magnitud de los emprendimientos novelísticos, siempre que consiguieran repensar su lenguaje y capacidades estéticas. Rayuela es, pues, el programa de una literatura que en su opinión es urgente que nazca si no se desea quedar atrapado en el mismo y monótono paisaje que ya otros han dibujado. Su ambición es clara (y sigo con la carta-manifiesto que le dirigió a Barnabé):
“(…) Lo que creo es que la realidad cotidiana en que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad. Ahora bien, y esto es lo importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios usuales ya no sirven. Piense en el lenguaje que tuvo que usar un Rimbaud para abrirse paso en su aventura espiritual. Piense en ciertos versos de Les Chimères de Nerval. Piense en algunos capítulos de Ulysses. ¿Cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, ‘partir à neuf’, desde cero, en una condición pre-adamita, por decirlo así?”.
Y es desde el cero o el infinito de sus capítulos intermedios o finales como uno puede comenzar el juego que propone Rayuela, dando un saltito aquí y allá, yendo hacia delante y hacia atrás, pero sin perder la marca de los cronopios.

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