domingo, 9 de junio de 2013

¿Habrá suficientes críticos en Zimbabwe?

10/Junio/2013
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Apenas se dio a conocer el resultado del Premio Xavier Villaurrutia de este año, Gabriel Zaid hizo preguntas públicas a los integrantes del jurado. Una de ellas era: “¿Cuántos de los 65 libros concursantes leyeron? ¿Hay tiempo para hacerlo en menos de cinco semanas (del cierre de la convocatoria al anuncio del premio)?”

Lo que quiero destacar de esa pregunta es un aspecto que parecerá perogrullesco, pero que viéndolo de cerca resulta alarmante: Zaid supone, y muy probablemente con tino, que los jueces no habrían habido leído, con antelación a la circunstancia de figurar en ese jurado, quizá ni siquiera alguna de las novedades participantes.

Ocurre que, en su mayoría, los jurados de becas o premios a obra publicada no lucen credenciales contundentes para emitir un fallo confiable. Las distinciones son resueltas por escritores de “reconocido prestigio”, como rezan las convocatorias: autores de libros de poesía o narrativa o ensayo. No por críticos. Es extraño: se quiere suponer que el prestigio, tan caprichosamente conseguido en un sistema como el mexicano, trae consigo facultad crítica.

En una ocasión compartía con un funcionario mi perplejidad por el hecho de que los jueces de los premios que organizan las instituciones -del INBA a Conaculta a las universidades o los gobiernos de los estados- son escritores que, en un buen porcentaje, muy raramente dan muestras de tener un interés documentado en la literatura contemporánea nacional, y acaso menos un temperamento crítico persistente.

Escritores que no publican reseñas, o que si lo hacen incluyen en ellas prejuicios impresionistas fácilmente rebatibles, y que no dejan ver sólidas herramientas de análisis textual ni sensibilidad estética; escritores que no suelen dar talleres literarios o que no han publicado volúmenes de ensayos o estudios sobre literatura, ni tienen una formación académica o teórica comprobable. Es decir: autores de libros que muy infrecuentemente son advertidos en público emitiendo un comentario razonado sobre otros libros. Lo deseable sería que los jurados tengan no “reconocido prestigio” sino, sencillamente: conocido criterio.

“El problema es de dónde los sacamos”, fue la respuesta. “Con poner a los pocos críticos que hay en tres o cuatro premios, se nos acaban. Habría que traerlos de Zimbabwe. ¿Habrá suficientes allá para importarlos?”

Aquí noto el meollo de las polémicas que rodean cada año al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Uno de los problemas del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) consiste, como ha señalado Antonio Ortuño, en que se entregan “estímulos económicos” a una elite de creadores mientras el estado en general hace poco -y lo poco que hace casi siempre lo hace mal- por crear públicos que consuman arte. Pero las polémicas con el mecenazgo estatal, más que sólo a su existencia misma, se deben en mucho a la percepción de que el reconocimiento y apoyo del talento no se rige por aspectos literarios.

El primer criterio que las Reglas de operación estipulan para el ingreso al SNCA es “la calidad de la obra”. Pero, ¿quién puede valorar la obra de todos los postulantes? Quizá reuniendo a unos ocho o diez críticos y académicos se pueda tener una imagen más o menos completa. Sin embargo, las comisiones de selección están integradas por los propios miembros del Sistema: su elegibilidad para desempeñar esa tarea viene por el haber sido incorporado previamente, por decisión de sus pares, al SNCA, no por haber manifestado discernimiento de la calidad literaria.

Así, acaso para ellos la solución más fácil dentro de los márgenes de la (supuesta) honestidad sea sólo fijarse en “el proyecto a desarrollar”, “el reconocimiento de la crítica especializada en su disciplina” y los “premios o distinciones” recibidas, como señalan las Reglas de operación. ¿Es esto justo? ¿Decidir con base en proyectos, currículos y reseñas ajenas?

No es que no haya talento crítico en México, sino que a cada escritor en particular le conviene no mostrarlo: ha sido educado en la noción de que no hay que buscar lectores sino prestigio, y que el prestigio es otorgado por los pares, pues son ellos quienes dirimen las becas, ediciones y premios: por eso, ejercer la lectura implacable de su obra será contraproducente. Urge que esto cambie. Frente al interés privado de cada escritor, debe anteponerse el beneficio de la comunidad de lectores, a la que sí le compete que se reconozca el verdadero mérito y se apoye y difunda lo de mayor valía. Para eso no hay otra solución sino la crítica abierta, argumentada y rigurosa. Desde un mirador económico, sólo la demanda por parte de las instituciones y la sociedad generará una crítica más plural y diversificada. No será necesario entonces importar críticos de Zimbabwe.

Por otro lado, pedir que los jurados se formen con críticos activos no significa que los resultados estarán libres de polémica. Sólo que esta será de un signo diferente. Es válido y necesario discrepar del enfoque y discernimiento de los especialistas en cuestión: sólo que esto se hace por escrito, con razones y de manera pública. Los pareceres se contraponen y el diálogo se enriquece: la inteligencia sale ganando.

Contrariamente, cuando se encomienda la crítica a quien se ha mostrado ajeno a su ejercicio, no hay discusión sino desconfianza: los factores que habría tomado en cuenta acaso no tuvieron que ver con las obras de los solicitantes en sí, sino con cálculos de otro tipo: maquiavelismo, componendas o intercambios de favores, puesto que no conocemos los premisas que sustentan sus decisiones, y ante la opacidad surge la sospecha: ¿qué ocurriría si a cada jurado de letras del SNCA se le pide escribir, digamos, cinco cuartillas sobre las obras de los autores escogidos? Porque no basta con que los jueces firmen documentos de declaración de vínculos con los solicitantes. Eso sería innecesario si, con anterioridad, y de manera continua, firmaran textos críticos sobre literatura contemporánea.

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