Letras Libres
Antonio Muñoz Molina
El pasado mes de febrero, Antonio Muñoz Molina recibió el premio Jerusalén. En su discurso de aceptación, que aquí reproducimos, reflexionó sobre la gran paradoja del trabajo del escritor: por un lado su deseo de soledad y, al mismo tiempo, su necesidad de llegar a los demás.
Un escritor debe siempre subir con algo de reparo a una tribuna pública para dar un discurso, aunque sea en una ocasión como esta, en la que uno puede sentirse embargado por la gratitud. Quiero antes que nada expresar mi agradecimiento al jurado que me concedió el Premio Jerusalén, a mis editores israelíes y a mi traductora al hebreo. Una consecuencia paradójica de la calidad de una traducción es la invisibilidad, ya que si es muy buena el texto fluirá con la misma naturalidad que si hubiera sido escrito originalmente en esa lengua. Pero que una traducción aspire a ser invisible no significa que deba pasar inadvertida, y menos aún que no sea celebrada. Solo gracias al trabajo de mis traductores he tenido el privilegio de llegar a tantos buenos lectores en este país, cada uno de los cuales merece también su parte de agradecimiento.
Pero a lo que se dedica un escritor es a escribir, y esa tarea se hace en soledad y casi siempre en silencio, intentando encontrar una voz que llegue a resonar en otros, casi siempre perfectos extraños que muy probablemente nunca llegarán a verlo en persona ni escucharán sus palabras. La literatura tiene que ver con el negocio editorial, con los congresos de escritores, con las ferias del libro, incluso, de vez en cuando, con ocasiones como la de esta noche. Pero no debemos olvidar que, en último extremo, y despojada de toda añadidura, la literatura consiste en alguien que escribe y alguien que lee, los dos alojados en soledades paralelas, y al mismo tiempo conectados con muchos otros en una red invisible que se extiende más allá de los límites del espacio y del tiempo. Un gran poeta español del siglo xvii, Francisco de Quevedo, escribió en un soneto que gracias a la invención de la imprenta:
Nunca deja de asombrarme lo fácilmente que damos por supuesta esa capacidad de conectarnos con los desconocidos y con los muertos más lejanos que está en el centro mismo de la experiencia de la literatura. Escuchar una voz y hacerla nuestra; suspender temporalmente no solo nuestra incredulidad sino también, hasta cierto punto, nuestra identidad personal, ver el mundo a través de los ojos de otro, entrar en la cámara sellada de otra conciencia.Vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
En esta conversación privada no hay sitio para los rituales de los discursos, las proclamas, la cháchara de las relaciones públicas, la palabrería amplificada por altavoces y dirigida en masa a una multitud de espectadores, eso que llaman una “audiencia”, que puede ser contada y medida. La buena escritura sucede en la soledad y el silencio y, aunque en ella se distinga claramente una voz, nunca será una voz que hable a gritos o dé órdenes. Habla exactamente en el tono de la voz de un amigo muy cercano, de un extraño al que se ve que vale la pena prestar atención. En sus orígenes, mucho antes de la imprenta y de la alfabetización masiva, cuando los poemas y los cantos se transmitían oralmente, un grupo reducido de oyentes o incluso uno solo escuchaba la voz del narrador, que era el que podía cantar o recitar de memoria, o el que sabía leer. La atención se lograba no por la fuerza de los pulmones sino por el interés que el que contaba sabía despertar y sostener.
La literatura, como el flamenco y el jazz, se pierde en esos grandes espacios más adecuados para las estrellas de la música pop y los políticos populistas. Por eso siempre he pensado que hay dos tipos de escritores: los que parecen dirigirse siempre a un gran auditorio y los que hablan en voz baja; los que claman en un micrófono para asegurarse de que sus voces llegan a las últimas filas de un gran teatro y los que le hablan a cada lector como si fuera la única presencia en una habitación no mucho más grande que el estudio en el que el acto de escribir o el de leer suelen tener lugar.
La buena literatura habla bajo y no fuerza su voz. Más bien invita al lector a acercarse un poco más y prestar una atención más cuidadosa. Un padre o una madre le lee a un niño en la penumbra del dormitorio y la voz tiene un efecto hipnótico sobre la imaginación infantil, y poco a poco se disuelve junto a ella en el sueño. En una aula un profesor o un estudiante lee en voz alta un libro mientras los otros siguen la lectura en silencio. El libro es el mismo, pero cambia ligeramente cada vez que cambia la voz lectora y resuena de manera distinta en cada conciencia. Un par de amigos o de amantes leen en una habitación, cada uno absorto en su propio mundo privado. Uno de ellos levanta la cabeza del libro y le dice al otro, escucha esto; y en ese momento el solitario acto de leer se convierte en un regalo porque está siendo compartido. La buena literatura encuentra a sus lectores no gracias a grandes campañas de marketing sino de boca en boca, uno a uno, y sigue atrayéndolos muchas veces a través de fronteras, generaciones e idiomas, o venciendo obstáculos en apariencia imposibles.
Pienso en Vasili Grossman cuando escribía Vida y destino en la negrura de los peores años de Stalin, solo en una habitación que en cualquier momento podía ser asaltada por los esbirros de la policía secreta. Escribía sin saber si su manuscrito, cuando estuviera terminado, tendría alguna esperanza de publicación. Pienso en mi querida Emily Dickinson, escondida de las visitas en el piso de arriba en la casa familiar de Amherst, Massachusetts, copiando sus poemas y cosiéndolos en los pequeños folletos que enviaba luego a algunos conocidos, casi siempre parientes y amigos cercanos. Pienso en Miguel de Cervantes, a todos los efectos, viejo y fracasado, un dramaturgo que nunca estrenó una comedia, un antiguo soldado que nunca vio reconocidos sus servicios, sus años de cautividad ni sus heridas, un hombre de dudoso origen converso en un país obsesionado con la ortodoxia católica y la pureza de sangre: pero fue ese viejo fracasado el que escribió Don Quijote de la Mancha, una novela tan llena de inventiva, de risa, ironía y compasión, que al cabo de cuatro siglos permanece aún más viva y juvenil que cuando se publicó por primera vez. Pienso en el profesor Victor Klemperer, escribiendo cada día una nueva entrada en su diario a lo largo de cada uno de los años del nazismo, aterrado y serenamente valeroso al mismo tiempo, consciente de que, al ser un judío casado con una mujer “aria”, en cualquier momento podrían detenerlo y enviarlo a un campo, y entonces su diario sería otra prueba contra él.
El pasado septiembre, en Ámsterdam, mi esposa y yo fuimos a visitar la casa de Ana Frank. Llevábamos algún tiempo en la ciudad, pero yo tenía cierta resistencia a visitar la casa, no solo por la incomodidad de guardar la larga cola que había siempre a la entrada, sino también porque me perturbaba el ver que el lugar se hubiera convertido en una atracción turística, igual que los coffee shops, el barrio rojo o el mercado de los tulipanes. Era perturbador, y muy triste, ver a un turista sonriente tomándose fotos delante del cartel con el nombre de Ana Frank en la puerta. Pero a pesar de todo eso, cuando subí a las pequeñas habitaciones donde ella y su familia se habían escondido, y sobre todo al ver de cerca las páginas manuscritas de su diario, escritas con esa letra cuidadosa y ya nada infantil, comprendí cuánto me habría perdido si no hubiera visitado esa casa. Porque en ella había un ejemplo del acto de escribir como una forma de pura supervivencia, como el cumplimiento hasta el límite del instinto visceral de los seres humanos por dejar constancia de la experiencia vivida, sea como sea, y de la esperanza de encontrar un lector, de escapar gracias a las palabras de la prisión de una realidad brutal. Como ha dicho Joan Didion, nos contamos historias para seguir viviendo.
Y siempre pienso en Michel de Montaigne, que en un cierto momento de su vida tomó la decisión de abandonar todos sus compromisos públicos para dedicarse a la tarea gustosa de leer y de escribir acerca de sí mismo, sin esconder sus caprichos ni sus debilidades, de escribir sobre cualquier cosa que le pasara por la cabeza, sin someterse a la autoridad de la Iglesia o de los eruditos, sino dejándose llevar por sus propios impulsos, por el libre fluir de sus pensamientos y de sus apetitos. Me gusta imaginarme a Montaigne solo en su torre, rodeado por las estanterías de su biblioteca circular, y tan satisfecho como Emily Dickinson en su austera habitación de Nueva Inglaterra. Pero sería fácil olvidar que más allá de la torre de Montaigne había un país devastado por guerras civiles, por la brutalidad de bandas armadas de mercenarios y de fanáticos religiosos. La mayor parte de nuestras ideas actuales sobre la tolerancia, la ironía hacia el dogma y la disposición abierta hacia la novedad y el cambio nos vienen en línea recta de Montaigne, pero no debemos olvidar que él las estaba formulando en una época de derramamiento de sangre, cuando a la gente la quemaban en la hoguera bajo acusaciones de brujería o la asesinaban en nombre de fantasías teológicas católicas o protestantes.
El escritor, o al menos el que a mí más me emociona, es el que no cuadra, la mujer loca en el ático, el solitario, el patito feo; también la oveja negra, el hijo pródigo, incluso el chivo expiatorio; el que dice, con una cabezonería contenida pero inamovible, como el Bartleby de Melville, o como la muy real Rosa Parks, “preferiría no hacerlo”. Al mismo tiempo aislado y peligrosamente visible, raras veces propenso al espíritu de grupo y a la celebración colectiva, un escritor acaba representando a veces a aquellos que no se integran, los que quedan al margen, los que desfilan con el paso cambiado, los que no van al templo o van al templo menos conveniente, los que se quedan en la cama en las fiestas nacionales, los que se niegan a actuar de acuerdo con las reglas de su fe, de su sexo, de su origen, de su patria o de su raza. El pasado septiembre en Ámsterdam tuve la oportunidad de ver de cerca otro documento manuscrito, el decreto que expulsaba a Baruch Spinoza de la sinagoga y por lo tanto de la comunidad judía. Estaba escrito en portugués y daba algo de escalofrío leerlo. Aquellos que habían sido expulsados castigaban a su vez con la expulsión a uno de los suyos por el pecado de la herejía, por su defensa del libre pensamiento. Más tarde, en La Haya, completamente solo, tan extranjero entre los cristianos como entre los judíos, Baruch Spinoza se unió a la fraternidad fantasmal de los solitarios que escriben y leen en una habitación, la misma habitación propia que siglos más tarde Virginia Woolf iba a reivindicar justicieramente como el requisito necesario para que una mujer se pueda convertir en escritora.
Leemos algunas de las punzantes ironías de Emily Dickinson sobre la religión y puede que no tengamos en cuenta la atmósfera de frenética religiosidad que dominaba no solo la pequeña ciudad en la que vivía sino también su propia familia. Pero ella eligió tranquilamente quedarse a un lado, tan frágil en su presencia física y sin embargo tan valiente a la hora de defender su actitud. Me gustan estos dos versos al principio de uno de sus poemas: “Algunos guardan el sábado yendo a la iglesia / yo lo guardo quedándome en casa.” Nunca publicó un libro y nunca en su vida tuvo más de una docena de lectores, y sin embargo su voz suena tan soberana como si no tuviera ninguna duda acerca del valor de lo que hacía, del futuro en el que sus poemas encontrarían poco a poco el público lector que merecían.
Pero no debemos dejarnos engañar por los consuelos de la celebridad póstuma para convencernos a nosotros mismos de que a la larga acaba siempre habiendo alguna forma inevitable de justicia literaria. Visitantes siniestros pueden llamar a la puerta de la habitación en la que alguien escribe o alguien lee. El sistema soviético se hundió casi de la noche a la mañana y a Vasili Grossman se le ha reconocido el lugar que merece entre los mejores escritores del siglo pasado, pero cuando murió era un hombre enfermo y amargado, convencido de que su gran novela, cuyo manuscrito le había sido arrebatado por el kgb, que se llevó incluso la cinta de la máquina de escribir, se había perdido para siempre. Ana Frank murió en Auschwitz y la vida futura de su diario no suavizó ni abrevió un segundo de su tormento.
Millones de personas –entre ellas un pequeño número de escritores– son asesinadas a diario o sufren la injusticia, la pobreza, la opresión política, la ocupación militar, el fanatismo religioso. Escribir es a la vez un oficio y un don, pero hace falta más que inspiración y trabajo para terminar un libro; y esa habitación propia en la que las dos soledades paralelas del escritor y el lector coinciden, en la que se encuentran los extraños y en la que se escuchan con claridad las voces de los muertos, la existencia misma de esa habitación implica un privilegio que tristemente no está al alcance de la mayor parte de los que podrían disfrutar su refugio, sus muchos placeres de conocimiento, introspección, pura alegría. Tanto Montaigne como Dickinson pertenecían a una clase privilegiada y el número de sus lectores estaba gravemente limitado por el simple hecho de que la inmensa mayoría de sus contemporáneos nunca tendrían la oportunidad de pisar una escuela. La literatura es gente que escribe y gente que lee, pero también padres y maestros que transmiten a los niños el dominio de la lectura y la escritura y el amor por la palabra hablada o escrita, escuelas públicas para los que no pueden costearse una educación privada, bibliotecas públicas abiertas a todos. La literatura no puede desplegar la plenitud de sus posibilidades sin una atmósfera de libertad de expresión y de respeto por las diferencias de fe y de pensamiento, sin un cierto grado de paz y de justicia social.
Me encuentro hoy en una tribuna pública, no sentado en la habitación en la que está mi lugar, en la que suceden la escritura y la lectura, y por lo tanto tengo que tener cuidado de no abandonarme a las prestigiosas vaguedades sobre la literatura que este tipo de ocasiones parecen requerir. Un escritor no es un profeta, ni un vehículo para las voces ocultas de la comunidad, ni un sacerdote, ni siquiera un portavoz. A veces, casi siempre contra su voluntad, un escritor puede convertirse en un símbolo, incluso un síntoma: el canario en la mina que sin proponérselo advierte a otros de la cercanía o de la presencia de alguna venenosa epidemia política o social.
En una democracia liberal, un escritor es un ciudadano como cualquier otro, pero tampoco hay tantas democracias liberales, y nunca estamos libres de los peligros de la intolerancia o la barbarie, y mucho menos de volvernos nosotros mismos intolerantes o bárbaros en el caso de que nos convenzamos de que la razón absoluta está de nuestra parte o de que algunas personas no tienen los mismos derechos que nosotros, incluyendo entre ellos a veces el simple derecho a vivir. He sido ciudadano de una democracia durante la mayor parte de mi vida adulta, pero en mi infancia y en mi adolescencia fui súbdito de una dictadura, lo cual me aseguró una experiencia de primera mano del feo rostro de la sumisión colectiva a un líder, de la brutalidad policial y de la ortodoxia religiosa. Porque me quisieron educar en la escuela en una forma intolerante de catolicismo, desarrollé un rechazo precoz contra el poder de los extremistas religiosos sobre las vidas de los otros. Sus enseñanzas no cayeron en saco roto en mi caso, me hicieron tempranamente partidario del laicismo. Porque quinientos años después de la expulsión de los judíos y de los musulmanes el espíritu de la Inquisición y la satisfacción idiota por la pureza de la sangre española continuaban celebrándose, me hice refractario a cualquier alegato a favor de las identidades colectivas no contaminadas: nacionales, religiosas, ideológicas, culturales, de cualquier tipo. Cada vez que siento acercarse el peligro de la furia colectiva o del entusiasmo de masas, mi reacción es echarme a un lado y correr en busca de refugio, y me digo a mí mismo que con frecuencia la opción más decente puede ser encontrarse, como decía Cyril Connolly, en una minoría de uno solo. No me gustaría tanto la literatura si no viera encarnados en ella algunos de los valores específicos que he aprendido a valorar como ciudadano.
La literatura me enseña que ninguna vida es completamente igual a ninguna otra, que cada una merece respeto, y valdría la pena contarla; en la literatura, dijo Flannery O’Connor, lo universal se muestra a través de lo particular, lo cual puede ser un saludable antídoto para el brillo demasiado tentador de las abstracciones. Toneladas de dinero se gastan en el fácil empeño de persuadir a las personas de que son distintas de sus vecinos y mejores que ellos. La literatura me ha enseñado lo que también confirma la biología: que todos nosotros, aunque cada uno único, somos al mismo tiempo muy similares –y nos podemos ver como en un espejo en las páginas de una historia contada por un extraño que puede haber muerto o que escribió en una lengua tan lejana de la nuestra como el español del hebreo–. Nada tiene de raro que nos parezcamos tanto los unos a los otros: parece ser, según los expertos en genética, que todos descendemos de unos pocos miles de Homo Sapiens que sobrevivieron al peligro de la extinción hará unos 60,000 años. Las ideologías y las religiones establecen identidades fijas y separan a las personas detrás de impenetrables líneas rectas: cristiano, musulmán, judío, español, negro, blanco, salvado, condenado, ortodoxo, hereje, uno de los nuestros, uno de ellos, amigo, enemigo. Tanto los creyentes fanáticos como los oportunistas políticos gustan de alimentar y sacar provecho de lo que David Grossman ha llamado “los prejuicios, ansiedades mitológicas y crudas generalizaciones en las cuales nos dejamos atrapar nosotros mismos y encerramos a nuestros enemigos”. A lo que anima la buena literatura es exactamente a lo contrario. Leyendo literatura he aprendido a recelar de las certezas y a apreciar ambigüedades y matices, diferencias menores pero significativas, afinidades ocultas, lo muy similar que está debajo de lo extraño, lo misterioso que hay en lo familiar. Los mejores escritores son contrabandistas vocacionales que cruzan clandestinamente las fronteras siempre bien vigiladas de lo establecido y lo respetable, socavando la solemnidad con ironía y la conformidad colectiva con sarcasmo.
Pero sobre todo lo que hace un escritor es, desde luego, escribir. Palabra por palabra y una frase tras otra. En soledad y silencio, a la manera de un artesano, sentándose durante horas en un escritorio con la esperanza de que el trabajo llegará a terminarse, de que se publicará y encontrará algunos lectores que lo lleven consigo durante algún tiempo y que le permitan mezclarse temporalmente con sus recuerdos y con su imaginación. Algo completamente normal. Uno lo ve suceder cada día en un autobús, en un vagón del metro, en la playa. Alguien absorto por completo en un libro, en un artículo de una revista, algunas veces sonriendo abstraídamente, en una breve escapada del mundo exterior. En eso consiste la literatura. Me gusta que ese sea el trabajo con el que me gano la vida. Y ha sido el mejor de los motivos el que me ha llevado a dejar durante unos días mi cuarto de trabajo e incluso a atreverme a subirme aquí a una tribuna pública: para dar las gracias por este premio con el que ustedes me honran, gracias a los lectores que pueden haber encontrado algo acerca de sí mismos en mis libros, a pesar de que hayan sido escritos por un completo extraño, en un país lejano y en una lengua que no es la que ellos hablan. ~
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