Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega
Londres en los sesenta
era una fiesta. Por ahí andábamos un grupo de latinoamericanos
deslumbrados por todos los emblemas neorrománticos y por una serie de
pequeñas esperanzas. A nuestro alcance estaba ir a conciertos de Janis
Joplin, Jimi Hendrix y los Stones; ir al National Film Theater para
quedarnos noches enteras viendo películas de los Marx, de Peter Lorre (La máscara de Dimitrios, Las manos de Orlak,
homenaje al cónsul y a Lowry en el cinito de Cuahnáhuac) o de Busby
Berkeley; ir al teatro para ver la última comedia de Harold Pinter,
gozar de nuevo los diálogos de Nöel Coward o cumplir los ritos del Old
Vic y de la Royal Shakespeare Company (empezaba ya el Young Vic con
toda su irreverencia subsidiada por el welfare state. Este
sueño sería aniquilado unos años más tarde por la Thatcher y su feroz
neoliberalismo –vejamen al canto a Reagan, Bush, Salinas, Zedillo,
Menem y más y más). La Mama andaba por Picadilly Circus, y en los teatrotes brillaban Hair y la Era de Acuario, y persistía Camelot.
El poco dinero nos rendía en los restaurantes indios (pilaos,
chapatis, curry de Madrás para pensar en Oaxaca, yogures y chutneys) y,
a veces, en el enorme comedero polaco con fotos de Pilsudsky en las
paredes y patos con manzanas, grandes borscht, vigos y
más y más combinaciones agridulces. Sergio Pitol estaba en Bristol,
pero iba constantemente a Londres, esperaba la aparición de El tañido de una flauta,
sus cuentos circulaban por Barcelona, Jalapa y México, y sus
traducciones crecían en número y en inteligencia. En sus tiempos
libres, hacía streaptease para mis hijas al compás de “Falling
in love again”, sostenía largas sesiones de parodias delirantes con su
amigo y cómplice Carlos Monsiváis, y leía, leía y volvía a leer, pues,
sobre todas las cosas, es un lector constante y deslumbrado, un
entusiasta de las tramas, las fugas, las palabras, los silencios y de
todos los momentos dorados que nos otorga la Galaxia Gutenberg.
Seguiría hablando sin parar sobre mi amigo Sergio, sus días europeos,
sus entusiasmos, viajes, dudas, júbilos y momentos de reflexión y hasta
de duda, pero Miguel del Solar, profesor de Historia latinoamericana en
Bristol y ávido por conocer los detalles del crimen del Edificio
Minerva; Pepe Brozas, esperpento profesional y ramplón sin fisuras; el
Sr. Licenciado Dante C. de la Estrella,
atiplado mamarracho; Marietta Karapetiz, fraude viviente en el
hervidero turco y mejor conocida como Pelagra Pelandrujovna; así como
doña Jacqueline Cascorró y sus vaivenes conyugales, dramas y melodramas
rosáceos, me están llamando para que me olvide de su creador trágico y
lúcido, y me concentre en sus vidas de entes de ficción. Augusto
Pérez, el personaje de la nivola de Unamuno, al visitar a su
creador y al ver cómo rechazaba su petición de un poco más de vida,
enunciada por don Miguel de la siguiente manera: “Yo te soñé un día y
ahora dejo de soñarte”, ya en la puerta y a punto de enfrentarse al
final, replicó: “Ah, Don Miguel, algún día Dios dejará de soñarlo.”
Vayamos, pues, al Edificio Minerva y a los
extranjeros que en él vivían luchando por obtener los barrocos permisos
de residencia de la laberíntica Secretaría de Gobernación; fingiendo,
inventándose vidas en salones exclusivos de Europa o posando personajes
de película de Curtiz. Todos habían escapado de la inmensa hoguera y
vivían en México sus sobrevivencias con esa avidez con que los
náufragos beben la primera taza de té caliente en la cubierta del barco
salvador.
Ilustración de José Hernández
El México de esos años (Sergio nos entrega en
las primeras páginas de su novela unos datos históricos para situar la
ciudad, la colonia, las calles, la arquitectura y el momento histórico)
era transitable; tenía una clase media en crecimiento, unos cabarets
consagratorios y el arrabal con sus amenazas –pocas en comparación con
las de ahora–, sus placeres y un estilo inimitable, producto de todas
las mezclas y de la unión entre lo candoroso y lo canalla. Los
refugiados europeos se acomodaban en los edificios art nouveau o art déco
de las colonias Roma, Condesa, Anzures y Polanco que ya empezaban a
crecer y a levantar casitas que copiaban las casotas del colonial
californiano de Las Lomas. Entre ellos figuraba un rey, Carol de
Rumania, acompañado de su amante, la exfiguranta bucarestina Madame
Lupescu, que deslumbró a los ricos rastacueros, fascinados ante la
posibilidad de tener un monarca en su “mansión” de Las Lomas. Una frase
de la dama tapatía casada con un líder obrero prosperísimo nos da un
chispazo de lo que sucedía en aquellos tiempos. Esta es la frase: “No
quiere más pozolito, mi rey?” Se ignora la respuesta. En su prodigioso
prólogo al Tríptico del Carnaval, Tabucchi riza el rizo
pirandelliano, unamuniano y pitolesco del autor y sus personajes. Los
de Pitol, al igual que los de Cardoso Pires, no son obedientes y, sin
más, se les ocurre ponerse a vivir sus vidas y a echar a andar sus pasos
por terrenos no previstos por el autor. Esto no le molesta a Sergio,
pues no es un titiritero despótico y, como todo padre inteligente y de
verdad amoroso, permite con gusto que sus criaturas escojan sus caminos
y definan sus prioridades. Además, esta especie de libertad fue
concedida a Pitol desde su primera novela. Recuerdo a Ratazuki y a la
falsa tortuga, personajes construidos con fragmentos de varios seres
humanos que recibieron el aliento vital de su irónico y generoso
creador. No fueron ni mucho menos los trágicos engendros del Doctor
Frankenstein. Por el contrario, al ser dotados de vida verdadera,
adquirieron, por una parte, una credibilidad radical y, por la otra, la
fuerza necesaria para escoger sus destinos. Eran “personajes en busca
de un autor”: lo encontraron y, al mismo tiempo, ganaron su libertad,
esa precaria, limitadísima libertad de los seres humanos y de los entes
de ficción. Sin embargo, tiene razón Tabucchi: esta libertad es
administrada cautelosamente por el autor que desconfía de sus
personajes. Ellos, a su vez, desconfían del autor y, de esta manera, se
crea un prudente alejamiento garantizado por el humor, el sentido de
la caricatura y la tensión espiritual que caracteriza a las grandes
obras de la narrativa. No olvidemos que Sergio Pitol admira sin
restricciones y de una manera candorosa y aguda a Gogol, Chéjov,
Turguéniev, Conrad, Hardy, Henry James, Pirandello, Gombrowicz y
Tabucchi, el Tabucchi creador de Pereira, periodista anciano y enfermo
que preparaba notas necrológicas anticipadas para su pequeño
suplemento cultural amenazado por la dictadura. Crear los personajes,
dotarlos de libertad y seguir el plan narrativo con sutileza, sin
violentar las vidas de estos seres ficticios que representan a esa
realidad fragmentaria que es la vida humana, ha sido el propósito
principal de Pitol. Nunca nos ha sido dada la totalidad. Tenemos
–nosotros y los personajes– que contentarnos con los momentos dorados
que, si somos sinceros, nos dejan permanecer en el mundo. Ya Canetti
afirmaba, poco antes de morir, que lo único que no se nos puede
perdonar es no haber sido felices.
El carnaval de Pitol
No es casual que los personajes de El desfile del amor
sean extranjeros que huyeron de sus países en llamas y que intentaban
reconstruir sus vidas en una nueva realidad. La estructura de esta
novela con crímenes sin solución, historias paralelas y personajes
auxiliares (attendant lords en el lenguaje shakespeariano) es, a
la vez, sólida y volandera. En ella, la caricatura y el esperpento
agregan fuerza expresiva a las biografías de los aristócratas arruinados
y aferrados a la hacienda perdida; arribistas del nuevo aparato lleno
de prestigiosa retórica revolucionaria; toda clase de seres danzantes,
pintantes, escriturantes y musicantes y, para completar el cuadro
renacentista, el castrato mexicano y sus gorgoritos. Todo esto exigía
una estructura ágil y ajena a las convenciones al uso. Sergio escogió
la chocarrería, la descripción de las ineptitudes que inútilmente
tratan de ocultar la retórica, el lenguaje hecho de rupturas y el
desenfreno actoral de esos personajes que arma con cuidado y que
abandona para que se descoyunten y vivan sus fracasos con una especie
de ebriedad y una carga de irónica desesperanza.
Domar a la divina garza, dice Sergio, es
“un buen remedo del caldero fáustico’”. Es una ópera del absurdo, una
flatulencia sonora en la mesa del banquete, un conjunto de impecables
diálogos de comedia inglesa, un exceso pantagruélico, la dispepsia
inflamada del Ubu Roi, la maestría para sobrevivir hasta el
desayuno de mañana de los genios de la picaresca y, sobre todo, las
desmesuras gogolianas y los reflejos en el espejo convexo del
esperpento del señor Marqués de Bradomín.
Es todo eso, es cierto, pero es algo más. Es el
nuevo estilo regocijado de la fiesta que nos propone el autor. Fiesta
que pierde los pies y la cabeza, y explota en humoradas carcelarias y
en una orgía coprofágica que convierte a los personajes en la materia
que los ensucia y los llena. En esta obra genial (uso la palabra con
cuidado y no a tontas y a locas, no para alabar sin medida sino para
justipreciar a una de las novelas fundamentales de nuestro tiempo), el
fracaso del escritor de sesenta y cinco años que aspira a escribir un
libro lleno de “estruendo y de furia” se torna disparate, ridículo de
mala retórica y lugar común desmesurado. En él, Fabrizio del Dongo,
Lord Jim o Aliocha Karamazov son los modelos que iluminan un momento
fugaz de los personajes pitolianos que a la brevedad terrible se
convierten en marionetas gesticulantes. En esta obra implacable, el
autor no perdona y hunde en el ridículo a las estereotipadas personillas
producto de nuestras contradicciones sociales, de la corrupción
generalizada y del autoritarismo de la clase política. Su retórica
campanuda queda al desnudo, su incultura se manifiesta en plenitud y,
debajo de los ropajes ceremoniales, se retuerce el gusano sin seso, la
salmonela oratoria, el productor incansable de lugares comunes.
La casa de campo en Cuernavaca y el salón de té del
“Pera Palace” de Estambul (Constantinópoli, por favor) con sus meseros
de frac bien remendadito y los músicos jurásicos del cuarteto que toca
sin parar “Plaisir d’amour”, son algunos de los escenarios de esta
novela que va desembocando aceleradamente en el absurdo total.
La vida conyugal nos muestra los
entretelones de la institución del matrimonio y de la “primera célula”
de la sociedad, esa forma máxima –ya lo decían los antipsiquiatras
ingleses– de neurotización de sus miembros. Mostrar las inepcias,
crueldades y tonterías de la respetabilísima y sacralizada institución
es el propósito –nada solemne, más bien burlón y compasivo– de esta
tercera parte de nuestro carnaval. Los born loosers y los
gesticuladores (¿por qué tenemos tan olvidada la obra de Usigli? Sería
útil para analizar las actuales y pésimas farsas del poder que no
quiere dejar de serlo) de esta novela muestran sus entresijos gracias al
minucioso mecanismo narrativo utilizado por nuestro miglior fabbro.
Este tríptico (Sergio habla de lo carnavalesco, lo
delirante, lo grotesco) nos entrega una baraja de personajes
contrahechos por su entorno y por sus conciencias naufragantes. Los
retratos tienen la justiciera precisión crítica de las caricaturas de
Daumier o de Orozco y, en su fondo, late esa forma del amor que es la
compasión. Las tres novelas nos proporcionan los deleites de la
claridad narrativa, la erudición sin pomposidad y su belleza
estructural. Recordemos que su autor vive una fiel pasión por la trama y
practica el difícil arte de la fuga.
En este momento todos los de nuestra generación
hacemos muecas en el espejo del baño para ocultar las arrugas de
nuestros rostros cruzados por los años. Este es un buen ejercicio,
sobre todo después de leer el tríptico y los nuevos libros de su autor, y
de darse cuenta de que queda mucho por decir y sigue el work in progress
de otras muchas novelas y ensayos. “El novelista –decía Virginia
Woolf– se encuentra terriblemente expuesto a la vida.” Estas tres
novelas son el producto de años y años de lecturas y de una carga de
vida bien asimilada. Hay –debe haber siempre– un preciso artificio,
pero sobre todo un amor por la literatura que ocupa todos los momentos
de la vida de este hombre de letras que mira al mundo con la burla y la
compasión que saben mezclar con justicia los novelistas “humanos,
demasiado humanos”.
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