La Jornada
Marco Antonio Campos
El poeta colombiano Armando Romero
actualmente está realizando una encuesta sobre Fernando Pessoa y me
mandó el siguiente cuestionario:
–¿Cuándo oyó usted hablar de Pessoa por primera vez, y por qué medio o por quién?
–Cuando muy joven admiraba mucho al ensayista Octavio Paz (lo sigo admirando); leí en 1969 su libro Cuadrivio.
Como sabe, el cuarto y último ensayo está dedicado a Pessoa (“El
desconocido de sí mismo”). El bellísimo ensayo, como la poesía de
Pessoa, es como una casa de múltiples puertas.
–¿Cuando leyó usted a Pessoa por primera vez y en qué libro o revista?
–También en 1969, pero en la antología que armó y tradujo el poeta argentino Rodolfo Alonso. Se publicó en Fabril.
Cuando leí los poemas traducidos por Paz años después, me parecieron
más afines a mi sensibilidad, pero la traducción que me dejó la primera
y definitiva impronta fue la de Alonso. Todavía guardo el libro. Se
nota en la cubierta de pasta dura y en las páginas las muchas lecturas
que hice. Después mi padre me trajo a principios de los setenta del
Brasil las obras de Pessoa en portugués. Con todas mis deficiencias
respecto al idioma, mi acercamiento ya fue directo. Creo que leía mejor
el portugués que ahora.
–¿Qué impacto le hizo a usted la obra de Pessoa en ese entonces?
–Demoledor. Lo leí a lo largo de varios años, pero
sobre todo en aquellos 1969 y 1970 me hizo sentir todo el peso del
fracaso y la inutilidad de un verdadero porvenir. Ningún poema de él me
causaba tanto desánimo como “Tabaquería”, del cual, por cierto, hice
después una versión que publiqué en 1982. Pero estéticamente Pessoa era
un inmenso poeta. Me cautivaba cómo unía la reflexión metafísica y lo
menudamente cotidiano. Cómo su alta lucidez difícilmente dejaba de ser
emotiva. Cómo, de una frase convencional o banal, desarrollaba en
perfecta ilación un admirable poema. Me deleitaban mucho asimismo los
juegos que Pessoa hacía con sus propios heterónimos, como si se
conocieran desde hacía mucho tiempo o convivieran en una casa de
fantasmas que podía también ser el mundo. Pessoa me influyó mucho, pero
no sabría decirle en este momento en qué y en dónde exactamente en mi
primera poesía. Yo era muy joven y andaba buscando caminos. Por lo
demás, la influencia de una traducción nunca es la misma que la del
original: son dos poetas que se parecen mucho pero no son iguales. O en
el caso de Pessoa principalmente son cuatro poetas, aunque,
como se sabe, tuvo decenas de heterónimos. Por cierto, cuando le di a
Paz en aquel 1982 mi versión de “Tabaquería” en su departamento de
Paseo de la Reforma, me dijo: “Pero ¿por qué otra traducción de
Pessoa?” Entendí que entre líneas me reprochaba: “¿Para qué otra si ya
está la mía?”
–¿Qué pensó usted de los heterónimos, los pudo diferenciar?
–Si hablamos de los cuatro poetas, no tuve
problema. El único que tenía la impresión de que se parecía menos a
Fernando Pessoa era el poeta que escribía con el nombre de Fernando
Pessoa. Me gustaba en su honda sencillez humana y en sus imágenes
llenas de sensaciones el poeta bucólico Alberto Caeiro, aunque sentía
más cerca el verso clásico pero hondamente emotivo de Ricardo Reis,
quien me hacía creer que también eran mis contemporáneos Píndaro y
Horacio, pero quien me pareció desde entonces el poeta por excelencia
fue Álvaro de Campos, engenheiro, poeta sensacionista.
Sin embargo, hago de él aquí una apostilla: el heterónimo que hizo los
poemas más depresivos es también el futurista torrencial y
furibundamente optimista de “Saludo a Walt Whitman” y “Oda triunfal”,
poemas que se leen en un arrebato, o como decía Nietzsche, se leen
–deben leerse– de pie.
–¿Hubo uno de los heterónimos que fue y sigue siendo su favorito, o hay cambios?
–Sigo pensando que el mejor, como lo creyó también
Paz, es Álvaro de Campos, y sigo pensando que sus vastos y breves poemas
que me marcaron en la juventud son los que releo con verdadero
placer: “Lisbon Revisited”, donde manda al diablo todo y a todos;
“Escrito en un libro abandonado en viaje”, una suerte de punzante
epitafio; el epigrama “The Times”; “Gacetilla”, donde es consciente de
que los poetas verdaderos vivirán más en el tiempo que los millonarios
de todas las épocas; “Aniversario”, en que se le caen a la vez los años
y los fracasos; la invectiva satírica “Marinetti, académico”, y desde
luego los poemas de gran aliento como “Oda marcial”, “Saludo a Walt
Whitman”, “Oda marítima”, y aparte, en el lugar lujoso de la vitrina,
“Tabaquería”. Pero debo decirle que son pocos los poemas de Álvaro de
Campos que no me gustan. Como Kavafis, Kafka y Borges, en Pessoa la
persona se confunde con el personaje, y quien mejor lo ha inventado en
sus espléndidas ficciones, quien lo ha hecho vivir de nuevo al
figurarlo en varios de sus libros, es Antonio Tabucchi, haciéndolo,
por ejemplo, entrevistarse en Lisboa con otro extraño en la Tierra,
Luigi Pirandello, o con quien luego de una agotadora jornada se va
Tabucchi con él a cenar, o consigue imaginativamente que sea visitado
por sus heterónimos en los tres últimos días de su vida. “Me ha gustado
invitarlo a que habite en mis páginas”, me contestó Tabucchi en una
entrevista. Me da por creer que es dable imaginar a Tabucchi como el
último de los heterónimos de Pessoa.
–¿Piensa usted que la obra de Pessoa tiene una presencia o afinidad con su poesía y en qué?
–Nadie que lo haya leído a fondo escapa a su
influencia. Si la hay en mí es en la parte oscura y pesimista, pero no
sabría en verdad, le reitero, explicarle cómo. Por lo demás, el único
heterónimo que he utilizado como escritor suele llamarse Marco Antonio
Campos. Pero uno se reconoce a menudo más en los versos ajenos que en
los propios. Tal vez como Pessoa, tal vez más que Pessoa, me reconozco
en estas líneas de “Tabaquería”: “Hice de mí lo que no supe,/ y lo que
podía haber hecho de mí no lo hice./ El disfraz que vestí era
equivocado./ Me tomaron luego por quien no era, y no desmentí, y me
perdí./ Cuando quise quitarme la máscara,/ estaba pegada a la cara./
Cuando la tiré y me vi en el espejo,/ ya había envejecido.”
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