La Jornada Semanal
Carlos María Domínguez
En julio pasado la
ciudad de Oxford, Mississippi, se vio agitada por el cincuentenario de
la muerte de William Faulkner, ocurrida el 6 de julio de 1962. Sin
embargo, es inocultable que la ciudad lo acusó de que su obra siempre
resultó difícil para el público y de que hablaba muy mal ella, hasta
que el otorgamiento del Premio Nobel lo convirtió en su ciudadano más
célebre. Cuando en 1949 recibió el galardón sueco, hacía siete años
que sus libros no se vendían ni reeditaban. La situación editorial de
Faulkner es apenas mejor ahora, pero su obra gravita en la literatura
como un asombroso logro.
La razón de que Faulkner merezca estudios es
estrictamente literaria. No cazó elefantes, no militó por los derechos
de los negros o los indios, no jugó en Wanderers, no cometió grandes
transgresiones morales. Joseph Blotner le dedicó una monumental
biografía y su trabajo arroja la abrumadora evidencia de que los datos
no explican al hombre y el hombre no explica la obra. Todo lo que
importa de Faulkner es lo que dejó escrito.
“Mi única ambición, como persona reservada que soy
–dijo una vez–, es que me borren y echen de la historia, sin dejar
rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta
años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a
ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi
propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia
de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y a mi epitafio,
sean ambas: ‘Compuso libros y murió.‘” La brevedad de su despedida es
más orgullosa de lo que aparenta. Que haya protegido su vida privada
con tanto celo arroja luz sobre otra de sus frases controvertidas: “Un
artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos
lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo...
Su única responsabilidad es con su arte. No deberá tener ningún
escrúpulo y, de ser necesario, arrojará todo por la borda: honor,
orgullo, decencia, seguridad, felicidad y, si tiene que robar a su
madre, no dudará en hacerlo.”
Algunos escritores vieron en esta afirmación un
permiso para robar a la madre y después contarlo, pero resulta obvio
que Faulkner no pensaba en garantizar el arte con una mala vida, sino
con el sacrificio impuesto por la obra. Gran parte de su ambición fue
expresar que los hechos no hablan por sí mismos; hay que asediarlos
tantas veces como sea posible, porque la verdad asoma como secreto,
tiene estructura de secreto y no se puede conocer. Faulkner encarna un
momento residual de la novela, que desde Walter Scott (1771-1832) dio al
género la ilusión de conocer la realidad por su detalle. Frente a
cualquier género dramático, desde entonces la novela reinó como el arte
mejor dotado para recorrer y condensar el tiempo. Toda la novela del
siglo XIX se consagró a ello, hasta el
paso extraordinario con que Marcel Proust descompuso el detalle en las
caudalosas percepciones de un sujeto extraviado en su experiencia.
Detrás de Proust y del empeño de James Joyce en
cambiar la naturaleza de la novela por el tejido de los procedimientos
verbales, Faulkner dio la realidad por perdida y entendió el lenguaje
como una forma no resignada del asedio. Lo dijo en la novela, y acaso
es de las últimas cosas importantes que dijo la novela en el siglo XX.
La imaginaria ciudad de Jefferson y el condado de
Yoknapatawpha, con sus negros, sus indios, sus blancos pobres y sus
blancos ricos, desde los tiempos de la Guerra de secesión (1861-1865)
hasta la gótica modernidad del sur de Estados Unidos, fue el escenario
privilegiado de su visión narrativa. No sólo una voz, un carácter, los
temas, los personajes, un tempo, un estilo. Sobre todos los recursos
que utilizó para narrar sagas familiares –los Sartoris, los Snopes, los
Sutpen, los Compson, los Bundren– impera una visión de la naturaleza
humana y de la forma en que puede ser contada. A esto se refirió Jorge
Luis Borges cuando afirmó: “Entre los grandes novelistas, Joseph Conrad
fue acaso el último a quien le interesaron por igual los
procedimientos de la novela, y el destino y el carácter de las
personas. El último, hasta la aparición tremenda de Faulkner.”
Es penoso para las letras del siglo XXI
que las pretensiones de Joyce, Proust y Faulkner lleven el discurso
por caminos que se oyen trascendentes, pero sin la asunción de esta pena
no hay modo de ser justos con el lugar que ocupa Faulkner en la
literatura.
Damas y espectro
Después de un temprano libro de poemas, The Marble Faun
(1924), Faulkner inició una obra narrativa que abarca una veintena de
novelas y un centenar de cuentos. Sensible a la épica, ambientó
historias en las dos guerras mundiales (La paga de los soldados, Una fábula, los relatos “Todos los aviadores muertos”, “Ad Astra”, “Victoria”, entre otros), la Guerra de secesión (Banderas sobre el polvo, reescrita en la versión de Sartoris, Los invictos),
y la aviación civil, a la que fue afecto en su juventud (Pylon). Su
novela más experimental, bajo el notorio influjo de Joyce, fue El ruido y la furia (relato a cuatro voces, iniciado por la de Benjy, el idiota de la familia Compson), y la más compleja y ambiciosa, Absalom Absalom!,
historia del incesto y el horror por la cruza de razas en la familia
de los Sutpen, narrada simultáneamente en dos tiempos: la conversación
del joven Quentin con la anciana Rosa Coldfield una calurosa tarde a
fines del verano, y la de Quentin con un compañero de la universidad de
Harvard. Trabajó en ella muchos años, la publicó en 1936 y pertenece a
su período más creativo, del que también forman parte Mientras agonizo y Luz de agosto.
Palmeras salvajes fue, acaso, su novela más
paradójica y más frecuentada. El contrapunto a los sacrificios de
Charlotte y Wilbourne por conservar su amor –el encuentro de un preso
fugado con una mujer embarazada durante una inundación del Mississippi, y
el empeño del condenado por huir del amor–, acabó por impregnar de un
modo más vívido la memoria de los lectores. Pero ambos relatos cierran
su cuento con dos frases encadenadas; la conclusión de Wilbourne:
“Entre la pena y la nada, elijo la pena”, y la conclusión del
condenado: “women shit”, corolario de la inclusa trama amorosa del
hombre. Entre sus libros más accesibles destacan Intruso en el polvo (historia de un secreto oculto en una tumba y en el orgullo de un hombre negro), La escapada (también traducida como Los rateros, aventura de un niño con un sirviente negro), Réquiem para una monja
(el juicio a una doméstica por asesinato, enlazado a los orígenes de
la ciudad de Jefferson, descritos con un maravilloso tono de comedia),
también el relato policial de Gambito de caballo, protagonizado
por un personaje quijotesco y recurrente en sus novelas, Gavin Stevens,
un abogado de memoria piadosa sobre la condición de los estados
sureños y con suficiente coraje para meterse en toda clase de
problemas.
De todas sus novelas, la que alcanzó mayor éxito, sin embargo, fue Santuario
(1931), y fue un éxito buscado con resentimiento por la indiferencia
del público frente a sus obras anteriores. Se propuso escribir una
historia perversa, con suficiente morbo para agradar y llamar la
atención: la violación de la joven Temple Drake por el gángster Popeye,
cuya impotencia lo llevó a utilizar una mazorca. Faulkner despreció la
novela durante el resto de su vida, pero es indudable que Santuario
le dio su mayor proyección dentro y fuera de Estados Unidos. Fue la
primera de sus novelas traducidas al español, por el escritor cubano
Lino Novás Calvo, y antecede a la excelente traducción que hizo Borges
de Palmeras salvajes, en 1940.
Muchos de sus cuentos se convirtieron en clásicos,
como “Una rosa para Emily” o “El oso”, integrado a la compilación
“Desciende Moisés”, donde el mundo de los indígenas completa el mapa
racial de Yoknapatawpha, centro del plan más rotundo de su obra: un
condado ficticio y sumergido en los conflictos del sur de Estados
Unidos, sin otro beneficio que el de condensar los secretos morales,
íntimos y sociales del hombre, bajo el tenaz asalto del lenguaje en su
afán por penetrar en ellos. “Hace largos años nosotros, los sureños
–escribió en los inicios de Absalom Absalom!– convertimos a
nuestras mujeres en damas. Luego vino la guerra y las damas se
transformaron en espectros. Siendo, como somos, caballeros ¿qué otro
remedio nos queda sino escuchar a las espectrales señoras?” Con la
memoria de las mujeres y los hombres, y la arbitrariedad de sus
recuerdos, Faulkner construyó una trama por encima de la trama de sus
novelas, dignamente irresuelta pero capaz de consolidar una de las más
extraordinarias aventuras del género en la literatura moderna.
El estilo
En repetidas ocasiones se ha señalado que gran
parte de la dificultad par leer a Faulkner reside en el estilo
laberíntico y enredado de su prosa. Períodos larguísimos de oraciones
derivadas, interceptadas por extensas acotaciones entre paréntesis, una
sintaxis caótica y largos párrafos donde la comprensión vacila como el
cabo de una vela en la oscuridad. Pero su estilo lo llevó a merecer el
Nobel de literatura y, a menos que consagremos la identidad de los
méritos con los defectos, la aparente contradicción pide anotar que
gran parte del placer ofrecido por sus libros radica en el asombro de
oír y ver asomar manifestaciones de la realidad por primera vez en el
lenguaje de los sentidos. Cuando su caudaloso registro de recursos
lleva la historia por sus formas biológicas y sensibles, la ilusión del
mundo se abre en infinitos pliegues perceptivos; cuando se extravía en
la oscuridad, la atención del lector queda suspendida, no sólo frente a
la dificultad del escritor, sino también frente al misterio que
aborda. El secreto humano, sea el de honor, el del orgullo o el de la
debilidad, dice “tocado”.
El monólogo interior, el discurrir caótico de la
conciencia, la frecuentación de planos simultáneos en los que conviven
múltiples testigos y las derivas del relato omnisciente, son técnicas
vanguardistas rigurosamente estudiadas por la crítica literaria, pero
sobre los dominios de Faulkner en el arte de escribir prima la
desesperación del lenguaje por ahondar en el alma de los hechos, a
conciencia de que no entregarán su última palabra antes que el escritor
asuma su derrota y vuelva a intentarlo. En cierto modo, propone una
conciencia trágica del lenguaje, ejercida con el estoicismo de
reconocer que su propósito está más allá de sus fuerzas, pero no dejará
de conquistar el fracaso que se merezca.
Su fracaso fue prodigioso porque su ambición era
grande, y está expresada hasta en el laborioso trabajo de contar la
sinuosa trayectoria de un tordo al cruzar un campo de flores, o los
destinos del perro viejo y el perro joven del señor Bayard, en Sartoris.
No porque le pareciera un buen ejercicio o careciera de mejores rumbos
que tomar en el relato, sino porque todo lo que existía, existía para
ser nombrado en su destino, igual que los restos de cocinas y maderas, y
árboles y animales arrastrados en la célebre crecida del Mississippi
integrada a Palmeras salvajes. La ambición de Faulkner fue la
del demonio, como la de otros grandes escritores: ejercer por el engaño
y la ilusión, el arte de un dios.
Su legado hoy luce suspendido en el limbo de los
viejos logros dejados a un lado por las modestas y vigorosas disuasiones
de la postmodernidad. Lo que no deja de asombrar es que él mismo lo
haya anticipado en su discurso de aceptación del Premio Nobel, con el
espíritu de quien pretende provocar una vieja confianza:
Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda esta interrogante: ¿Cuándo estallaré? A causa de ella, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano…Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad es sentirse temeroso; y después de aprenderlo olvidar ese temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio. Mientras no lo haga así, continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas. Mientras no capte de nuevo estas cosas, continuará escribiendo como si estuviera entre los hombres sólo observando el fin de la Humanidad. Yo rehúso aceptar el fin de la Humanidad.
Puede que la advertencia suene solemne y vieja,
como la de un espectro en una mansión llena de polvo y recuerdos
inútiles, pero si fuera el caso, todavía es posible agradecerle su
voluntad de permanecer.
El doble viaje por América Latina
Fue Juan Carlos Onetti el escritor latinoamericano
que abrazó con mayor intensidad el influjo de Faulkner, también
presente en la breve obra de Juan Rulfo; de un modo sensible en la de
Juan José Saer; temáticamente alentador para García Márquez, Vargas
Llosa y Carlos Fuentes, entre otros escritores del llamado Boom.
Es notorio que la decadencia de latifundistas orgullosos de sus
tradiciones, con sus trabajadores negros e indígenas, sus pueblos
rurales y sus viejas épicas, ofrecía mayores puntos de identificación
con la herencia católica y colonial de América Latina que la modernidad
encauzada por los yanquis del norte.
En algunos casos la influencia fue profunda; en
otros, superficial, pero Faulkner no dejó de provocar un gran impacto
entre narradores y lectores atentos a la vanguardia que representaba la
obra del escritor sureño en el género de la novela. Sus libros
otorgaron permisos para regresar a viejas historias con técnicas
nuevas, alentaron la frecuentación de las sagas y la creación de
territorios de ficción, parejamente involucrados con los conflictos de
los territorios reales. El impulso provino, sin embargo, de un escritor
de filiación conservadora, nada afín a los ideales antiimperialistas de
la mayoría de sus admiradores en el continente. En ninguna otra obra
estadunidense quedaron expuestos de modo más rotundo los prejuicios,
injusticias y conflictos promovidos por el racismo que en la del
fundador de Yoknapatawpha, pero Faulkner no prolongó la dimensión ética
de su obra en compromisos extraliterarios. Prescindió de las demandas
sociales y políticas, a regañadientes aceptó ir a recibir el Nobel
–medió un pedido del gobierno de Estados Unidos– y sólo cuando se le
acabaron las excusas accedió a viajar a América Latina, en dos
ocasiones.*
En su libro Creating Faulknerʼs Reputation: The Politics of Modern Literary Criticism,
Lawrence Schwartz afirmó que el ascenso de Faulkner a la fama durante
los años cuarenta y cincuenta estuvo relacionado con un proyecto
cultural de la Guerra fría que promovió el modernismo anglosajón “como
un instrumento del anti-comunismo”. Su primer viaje fue en agosto de
1954, pocas semanas después de que la CIA
derrocara al gobierno de Guatemala, dentro de un programa del
Departamento de Estado estadunidense para mejorar la imagen de sus
relaciones con América Latina. Hizo una escala en la embajada de Lima,
donde brindó una exitosa conferencia de prensa, y viajó junto a Robert
Frost a participar en un congreso internacional de escritores en San
Pablo, Brasil, en el que el Departamento de Estado concentraba sus
expectativas. Pero apenas llegó el 8 de agosto, comenzó a beber en
exceso –el abuso del alcohol lo acompañó durante gran parte de su vida–
y al día siguiente no participó en ninguna de las reuniones. A duras
penas logró mantenerse de pie durante una breve aparición en la
recepción que le dedicaron en su honor, tenazmente vigilado por los
funcionarios esatdunidenses. Esa noche continuó bebiendo en el hotel
hasta el borde del coma etílico, por lo que debió ser atendido a la
mañana siguiente. Se informó públicamente que “la reaparición de una
vieja herida de guerra lo había incapacitado para asistir a las
sesiones”, excusa derivada de otra mentira. Cuando Faulkner fue a
alistarse, lo rechazaron por su baja estatura, pero durante el resto de
su vida alentó la idea de que había participado en la segunda guerra
mundial.
Suspendida la mayoría de las actividades
programadas, Faulkner asistió a unas pocas ceremonias y tomó el vuelo de
regreso con escala en Caracas, donde logró brindar una conferencia de
prensa. Fue “una semana angustiante”, dijo el informe oficial de la USIS
(Servicio Informativo y Cultural de Estados Unidos). Todos los
funcionarios “estuvieron constantemente junto a él durante su estadía
para evitar cualquier incidente mayor y toda cobertura de prensa
desfavorable que pudiesen realizar los periódicos comunistas”. “No se
alcanzó el máximo resultado de la visita del Sr. Faulkner –escribió
John Campbell– y los frutos de sus visitas no guardaron proporción con
la inversión financiera realizada por el gobierno de Estados Unidos.”
El segundo viaje lo realizó a Venezuela el 2 de
abril de 1961, a pedido del Departamento de Estado para promover “un
mejor entendimiento cultural”. Entonces Estados Unidos refugiaba en
Miami al dictador Marcos Pérez Jiménez, Legión de Mérito por sus
esfuerzos anticomunistas, pero expulsado de Venezuela en 1958; acababa
de bajarle al país caribeño una cuota en las importaciones de crudo y en
la última visita de Nixon la comitiva había sido atacada por
manifestantes. Faulkner aceptó la invitación señalando que “había
esperado que la nueva administración [Kennedy] ya hubiese elaborado
para aquel tiempo una política exterior. Entonces amateurs como yo (los reacios) no necesitaríamos ser enviados al frente”.
En Caracas, Faulkner se reunió varias veces con el
presidente Betancourt, Rómulo Gallegos, Uslar Pietri, Juan Bosch y
Arturo Croce. Un gran despliegue de prensa le permitió conquistar al
público, eludió con soltura las preguntas más incómodas de los
periodistas y fue condecorado con la Orden Andrés Bello, para lo cual
preparó un discurso que leyó en español. Esta vez las autoridades
estadunidenses quedaron plenamente satisfechas y Faulkner regresó a
Oxford el 18 de abril, un día después de la fallida invasión de Bahía de
Cochinos, en Cuba.
* El relato de los viajes de Faulkner a América Latina fue presentado por la académica Deborah Cohn, de Indiana University, en el encuentro dedicado a Faulkner por el Departamento de Letras Modernas de la Facultad de Humanidades, en Montevideo, junio de 2007. El trabajo se titula “Combatiendo el clima anti-estadounidense durante la Guerra Fría: Faulkner, el Departamento de Estado y América Latina”, recogido en William Faulkner y el mundo hispánico. Diálogos desde el otro sur, Serie Montevideana Nº 5, Linardi y Risso, Montevideo, 2008.
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