Laberinto
Santiago Gamboa
El horizonte de la Nueva Narrativa está apenas dibujado con un lápiz, de forma tenue. Es una línea que debemos poder borrar e ir desplazando hacia delante ya que el adjetivo “nuevo” es movedizo.
También fueron “nuevos” autores como
Vargas Vila o Rubén Darío, Onetti, los novelistas del Boom e incluso los del post Boom.
Todos hemos sido “nuevos”. Llegado el momento mi propia generación, que empezó
a publicar en los años noventa del pasado siglo, también recibió el nombre de
“Nueva”, pero ya hoy, pasada la primera década del XXI, conviene dejarle el
adjetivo a la generación siguiente, como una antorcha que va de mano en mano y
que, eso sí, debe mantenerse encendida.
La imagen de la antorcha sirve también
para señalar algo y es la continuidad de la tradición: cada uno de los grupos
de “nuevos” que se ha ido sucediendo en el tiempo, de algún modo, se ha apoyado
en la tradición creada por los anteriores, por los “nuevos” de antes. Incluso
cuando el grupo se anuncia o proclama como portador de una estética de ruptura,
también ésta resulta enlazada a una tradición. La ruptura es tradición (lo dijo
Octavio Paz). Supone un cambio en el entramado de la tela, pero la tela
continúa.
También la Nueva Literatura
Latinoamericana, vista como conjunto, responde a una tradición, a una
continuidad, a un modelo de estética que tiene ecos y resonancias y que
proviene tanto de sí misma como de otras culturas, en rincones del mundo lejanos
que se mueven, en muchos casos, por sistemas culturales diferentes, que se
rigen por otras metáforas.
Al decir esto pienso en Lezama Lima,
pues él formuló una interpretación poética de la historia a la que llamó “Las
eras imaginarias” según la cual cada época responde a un sistema metafórico
preponderante. Desde este punto de vista la religión y la política pueden ser
consideradas metáforas. Sistemas que se convirtieron en estética y tuvieron su
literatura. En el caso de América Latina, ¿cuál o cuáles fueron esas metáforas?
En sus orígenes, la necesidad de nombrar la propia realidad, la necesidad de
fundarla poéticamente y de darle una historia y un espacio en la cultura de
Occidente; también de crear una versión de Occidente desde Latinoamérica y
sobre todo definir una identidad, hecha de retazos y herencias.
Sin duda, la imagen de América
Latina que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX proviene de la
literatura y de la política. Es una imagen que se instaló en la imaginación y
finalmente en la razón del resto del mundo, y que tiene que ver tanto con la
revolución cubana y el rostro del Che Guevara y Tlatelolco y el bombardeo de la Moneda y el suicidio de
Allende, como con la aldea de Macondo, la Santa María de Onetti,
el jardín de senderos que se bifurcan, la casa verde y la región más
transparente del aire.
Más adelante surgió una metáfora
impuesta que, con los años, dejó de serlo y se convirtió más bien en un
estereotipo. Referido a América Latina, lo que quedó por un tiempo muy largo en
la imaginación de Europa y Estados Unidos fueron sobre todo tres palabras:
exotismo, evasión y revolución, y pasados los años del Boom los narradores latinoamericanos que fueron llegando se
vieron atrapados por esta exigencia. El eurocentrismo tiende a dividir el mundo
en una serie de, por decirlo así, jardines frutales, y del jardín
latinoamericano las frutas que se esperaba recibir eran esas: exotismo, evasión
y revolución; quien pudiera ofrecer ese bodegón frutal con mayor gracia y
talento era quien más posibilidades de éxito tenía. La revolución
latinoamericana se convirtió en el realismo mágico de la izquierda europea. El
exotismo era exigido sobre todo a los autores provenientes del área del Caribe —y
ni hablar si eran colombianos— como condición para ser escuchados, tomados en
cuenta, y muchos autores, por necesidades de supervivencia, decidieron jugar el
juego disfrazándose de latinoamericanos para animar los congresos literarios de
Europa y Estados Unidos. La evasión era el máximo deseo, lo que justificaba
todo lo anterior. La frase parecía ser: “Permite que me evada y te amaré”.
Cuando mi generación empezó a
publicar, a principios de los noventa, Europa estaba cerrada para quien no
fuera un escritor latinoamericano en esos términos. Para los europeos no tenía
ningún sentido ni el menor interés que un colombiano, por ejemplo, escribiera
de otro modo o planteara personajes y situaciones que se salieran del
estereotipo. Para ellos, era como si un músico cubano, en París, se pusiera a
tocar “La marcha Radetzky” en lugar de “El manisero”. Lo mismo pasaba en
Estados Unidos, según dieron cuenta los escritores chilenos Alberto Fuguet y
Sergio Gómez en su antología McOndo,
publicada en 1996, uno de los primeros intentos por derribar los muros de ese
jardín frutal latinoamericano en el que solo se podían cosechar ciertas frutas.
En esa antología, como ocurrió poco
después con la antología Líneas aéreas,
publicada en España en 1999 por la editorial Lengua de Trapo, se empezó a ver
el perfil de lo que podría ser una “nueva narrativa”, y desde ese momento se
vio que ésta sería, como la definición que da Stephen Dedalus del arte
irlandés, “un espejo roto”. Las mil astillas de este espejo se disgregaban en
un deseo de abarcar experiencias muy disímiles y variadas.
En México, como una reacción a la
frivolidad que terminó por instalarse en cierta literatura latinoamericana
posterior al Boom, que respondía a
los estereotipos exitosos, los mexicanos Volpi, Padilla, Palou y Urroz,
hicieron público el manifiesto del Crack!,
[…] el cual pregona, entre otras cosas, la importancia de hacer novelas
complejas, ambiciosas, totales. Es decir, una herencia de la mejor literatura del
Boom.
La antología McOndo y el manifiesto Crack,
con solo dos meses de diferencia de publicación, en 1996, y luego Líneas aéreas en 1999, crearon un primer
mapa, muy general, de lo que podría ser esta nueva narrativa latinoamericana,
pues al menos establecieron un listado de autores jóvenes (en ese momento), y
nos pusieron a leer. A esto se sumaron muchos otros, poco a poco, que venían de
más atrás pero que publicaron tarde, como fue el caso de Roberto Bolaño, o
simplemente que estaban ahí pero que no fueron detectados en su momento por los
antologadores.
El resultado de estas lecturas
volvía a ser de nuevo la definición de Dedalus: el espejo roto, las astillas
dispersas por el suelo y regadas en todas las direcciones. Narrativa clásica,
novela negra, histórica, psicológica, novela urbana y política, novelas,
cuentos, ficciones y autoficciones, memoria e imaginación, narrativa lírica y
dialógica, novelas del YO y del TU, del nosotros, del ELLOS y ELLAS, novela
erótica y novela filosófica, y en el caso de Colombia y, por desgracia, más
tarde también de México, ese subgénero de la novela negra que en Colombia se
bautizó con el nombre (creo que fue Héctor Abad) de “sicaresca”.
Un elemento llamativo de esta “Nueva Narrativa”
fue que, en algunos autores, o más bien en las obras de algunos autores, la
especificidad tenía cada vez menos que ver con rasgos exclusivos de América
Latina y más con cierta idea de un mestizaje universal, con protagonistas que
son cada vez menos caracteres típicos y más seres humanos globales, con soledad
global y problemas de identidad o desamor o alcoholismo global, y que buscan
respuestas o alivio por igual en la poesía erótica traducida del sánscrito, la
música africana de Amadou y Mariam o las letras de Bob Dylan. En la mayoría de los
casos los personajes siguen siendo latinoamericanos pero ya no están, por
decirlo así, inmersos en un sistema cultural exclusivo, sino que participan de
ese sustrato global que hoy está por encima de las particularidades regionales
y que hace que un joven en Tokio o en Varsovia pueda tener una enorme zona de
contacto en su educación sentimental con otro de Tegucigalpa o Bogotá.
Pero apenas escrito lo anterior, compruebo que
esto no es una novedad ni que surgió de la nada, pues ya en la literatura
latinoamericana anterior había experiencias similares. Pienso en la obra de
Octavio Paz, haciendo la síntesis entre la India y México. Pienso en Borges, en Neruda, o en
esa “obligación” señalada por Vargas Llosa de incorporar todas las tradiciones,
todas las lenguas, todas las literaturas. Pienso en los cuentos franceses de
Julio Cortázar o Ribeyro, en la infinidad de pasajes en las obras de Fuentes en
donde los personajes, mexicanos o europeos, se pasean con propiedad por Washington,
Londres o Berlín escuchando jazz y hablando de cine con un gran cosmopolitismo.
Tal vez esa sea la palabra clave. Cosmopolitismo.
En el cosmopolitismo de esas obras, que movieron
la frontera de lo posible en la escritura más allá de los propios límites
regionales, está el germen de lo que luego se desarrolló en autores más
jóvenes, algunos de los cuales, no todos, fueron directamente a narrar desde
Europa, Asia o África, sintiendo que todo eso les pertenecía por igual y tanto
como sus propios países. Tal como los autores anglosajones del siglo XX, pongo
como ejemplo a un Graham Greene o a un Conrad, los autores latinoamericanos de
hoy (autorizados por los maestros del Boom)
tienen el mapa del mundo en su mesa de trabajo y se sumergen en él con gran desparpajo
y propiedad, pues la experiencia de la vida es mucho más transnacional. Hoy, en
Colombia y sin duda en los demás países de América Latina, muchos jóvenes no
conocen los pueblos de sus países, pero sí conocen Sidney y El Cairo. Estos
jóvenes dejaron de ser municipales y se volvieron universales, cosmopolitas, y
es apenas natural que la literatura, cada vez más, siga ese camino. Aunque lo
local pervive, claro. Simplemente se ensacharon las fronteras, se conquistaron
territorios y espacios narrativos que antes eran menos convencionales.
Pero volvamos a la idea de lo
“nuevo”, ese nombre ritual que vuelve con el tiempo. Tal vez en literatura ser “nuevo” significa
esencialmente tener un punto de vista nuevo sobre lo mismo, sobre las mismas
cosas de siempre. Por mucho que cambiemos, por mucho que el ser humano pase de
ser el rey del municipio al rey del mundo, el sustrato es el mismo. Por eso es
que hoy nos seguimos reconociendo en el perfil trazado por Shakespeare, un
hombre que vivió en un mundo y una sociedad de cuyas coordenadas ya no queda
nada, y sin embargo su retrato del ser humano es de absoluta actualidad.
Cambiamos, pero tampoco tanto. Por eso es difícil ser completamente original.
Al fin y al cabo la propia vida es un sistema limitado de acciones y tramas,
las cuales se transmiten a la literatura, en donde también son limitadas.
Siguiendo esta idea, en la Nueva Novela
Latinoamericana vuelven a encontrarse los viejos argumentos, las más conocidas
tramas literarias. Mencionaré algunas:
Alguien mata a alguien y es
descubierto; alguien se mete en un lío y sale de él encontrando algo que lo
transforma; alguien pierde algo y con gran esfuerzo lo recupera; alguien es víctima
de una injusticia, es traicionado, y se venga; alguien empieza a ir cuesta
abajo y así continúa hasta descubrir algo muy sucio; alguien descubre que ya no
se reconoce en el espejo; dos se aman y mucha gente se interpone; alguien se
enfrenta a un desafío con valentía, y tiene éxito o fracasa; alguien inicia una
investigación para conocer la verdad de un asunto y descubre lo inesperado;
alguien se entera de algo que le cambia su vida o que le anula la identidad, y
debe recuperarla.
Y esto sin mencionar aún el gran
tema de la novela a secas. ¿Qué es lo que dice la novela que no puede ser dicho
por los demás géneros?, ¿cuál es su especificidad en las artes escritas?
El gran tema de la novela es el
paso del tiempo.
La experiencia de la vida, desde
cualquier ángulo, sujeta al paso del tiempo.
Solo la novela puede transmitir
y transformar esto en “experiencia”, pues su lectura está también sujeta al
tiempo. Leer una novela toma algunos días, a veces semanas, una temporalidad
que puede ser superior o inferior a la del argumento del libro, pero es en esa
extraña conjunción de dos tiempos que fluyen paralelos, en ese diálogo de
tiempos enfrentados, el de la historia contada y su lectura, donde la novela
existe, donde su voz se hace única.
Hace casi 30 años un jesuita
profesor de literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá, don Marino
Troncoso, dijo algo que me impresionó mucho. Según él, uno podía estudiar todas
las formas de la literatura universal sin salirse de la literatura
latinoamericana. Esta afirmación es tal vez excesivamente entusiasta y radical,
y lo es al modo radical en que se hacen las afirmaciones literarias. Pero la
conclusión es que la Literatura Latinoamericana es sin duda un planeta
muy autónomo, pero también un planeta que está en órbita junto a otros, al
interior del gran universo de la creación literaria.
Dejando ya a un lado el
cosmopolitismo en la
Nueva Narrativa Latinoamericana, miremos qué pasa en la
orilla contraria. En quienes narran de nuevo sus propios países, sus
sociedades, sus ciudades… ¿Qué hay ahí? Mirando desde arriba, vemos que una de
las formas más frecuentes es una versión muy latinoamericana de la novela negra
clásica, en donde, por supuesto, el contexto “nacional” es indispensable.
Si desde el punto de vista de la población, en los
años cincuenta y sesenta América Latina era un continente basicamente rural,
hoy podemos decir que es mayoritariamente urbano. A veces por razones nada
románticas como la pobreza o la guerra y los desplazamientos forzados, en el
caso de mi país. Lo cierto es que la inmigración del campo ha convertido a las
ciudades latinoamericanas en grandes urbes del Tercer Mundo, metrópolis
alocadas que viven todas las edades del hombre de forma simultánea, con hordas
de vagabundos enloquecidos que buscan comida con un garrote en la mano, como en
la Edad de Piedra,
y que conviven, en la misma avenida, con jóvenes yuppies que, desde su automóvil, con sus blackberrys, hacen
transacciones en Bolsas europeas o intercambian mensajes de amor con alguien
que está en Tokio, y al que probablemente nunca han visto.
La realidad despiadada y violenta de estas
ciudades ha ido formando otra de las sendas más transitadas por la narrativa
latinoamericana de hoy. Esas megalópolis repletas de desplazados o de
perdedores que deambulan de aquí para allá, como un banco de peces, acaban por
hacer implosión, y la escritura que las interroga se vuelve muy negra.
Una vieja usanza literaria: la curiosidad, el
enigma, la intriga, es propuesto muchas veces en la literatura latinoamericana
de hoy con las especificidades, ahora sí, de cada lugar, para mostrar, desde
todos los ángulos, las cosas que pasan o han pasado y que siguen pasando en
nuestros países.
Recordemos de qué se trata.
Si acercamos la cámara, ¿qué es lo que vemos en el
lente?
Hay un cadáver en un sillón y un arma de fuego.
Los vecinos opinan que el occiso era un hombre extraño pero amable, y coinciden
en que no lo merecía. Las huellas conducen a la ventana y hay un cristal roto,
pero es mejor desconfiar. El apartamento está en un tercer piso. Suenan las
sirenas y no lejos de ahí un desconocido huye por las cocinas de un restaurante
chino, causando un estrépito de ollas y sartenes.
El detective, un tipo solitario, acosado por las
deudas y en cuyo test psiquiátrico hay una triple D que equivale a Depresivo,
Divorciado y Dipsómano, decide tomar el caso; investiga y persigue, pregunta,
irrumpe con violencia en extraños domicilios nocturnos, encuentra indicios,
golpea a un drogadicto un poco más de la cuenta y obtiene el nombre de una casa
de masajes, hace conjeturas, se desvela y por lo general, al amanecer, llega a
conclusiones escalofriantes: vivimos en un mundo extraño y las urbes anónimas
despiertan al monstruo que duerme en ciertos transeúntes, ciudadanos con
historias que podrían ponernos la piel de gallina, sufrimientos atroces que solo
pueden ser atenuados con altas dosis de alcohol, drogas, sexo frenético y
brutal entre actores desesperados.
La corrupción y el delito son demasiado
frecuentes, como el atardecer o la lluvia o los disparos en las cafeterías.
Hemos perdido el decoro, ya nadie respeta nada. “Mesero, sírvame un café debajo
de la mesa”, dice alguien en Ciudad Juárez. El detective camina al lado de un
puente peatonal repleto de grafitis y moho. La poesía de los callejones está
siendo escrita con dedos embarrados de crack y alguien duerme en el cubo de la
basura, al fondo, junto al cadáver de un gato. El hospital de poetas está lleno
a reventar y ninguno quiere irse. Todos somos efímeros.
El detective, bebiendo un vaso de bourbon ante un
mesero sonámbulo, evoca la sonrisa de una mujer y se retira una lágrima. Luego,
en silencio, paga el consumo y camina hasta la puerta, la empuja haciendo
rechinar los goznes y se pierde entre las sombras, pateando una lata vacía de
refresco, leyendo el titular de una hoja de periódico mecida por el viento.
“Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo
dije cuando tenía algún sentido. Cuando decirlo era algo triste, solitario y
final”, escribe Chandler en El largo adiós.
Pero hoy este tipo de novelas no se escriben solo
para narrar la resolución de un enigma, sino sobre todo para retratar la
golpeada psique de la ciudad: el modo en que en ella se vive y se muere. O de
una sociedad y un país. Lo relevante no es el misterio sino el camino
recorrido: los paisajes, no después de la batalla sino de las cotidianas
escaramuzas de la vida. Las novelas son radiografías de las urbes, cada vez más
desesperadas y nerviosas. El hombre solitario, el ser anónimo de la ciudad,
sigue siendo el héroe, pero está muy cansado, se siente solo y tiene miedo.
Cree, y no se equivoca, que es hora de tomarse un buen trago.
Las novelas negras en la Nueva Novela
Latinoamericana no son convencionales y se escriben para hablar de los
desacuerdos humanos. Presenta además una característica insólita y es que por
momentos deja de ser un subgénero y se confunde con la novela a secas. Se
vuelve novela costumbrista.
Podríamos incluso hablar de “novela negra
involuntaria”: la crónica de una realidad, las preguntas graves de una región,
como la nuestra, que sigue sacando huesos debajo de sus hermosas montañas,
planicies y valles. Es otra modalidad de esa búsqueda por comprenderse mejor, a
sí mismos y a lo que nos rodea: la sociedad globalizada, las economías
emergentes, el vacío ideológico, el choque de generaciones, el terrorismo del
odio racial, religioso o social, pero también el de la abulia, el terrorismo
como forma para combatir el ocio; la inmigración desatada, los grupos neonazis
que en la noche recorren las avenidas ventosas como huestes prehistóricas.
Es el tema, la negra realidad, lo que en ocasiones
da el color predominante, el sombreado, los grises de fondo y el violeta, que
puede ser el de la sangre.
Pondré dos ejemplos de esta “novela negra
involuntaria”: es el color de los libros de Rodrigo Rey Rosa en Guatemala y de
Horacio Castellanos Moya, en El Salvador, escribiendo la historia reciente de
Centroamérica.
Hablando de su propio país, Castellanos Moya le
hace decir a uno de los personajes de su novela El asco lo siguiente:
Moya, este país está fuera del
tiempo y del mundo, solo existió cuando hubo carnicería, solo existió gracias a
los miles de asesinados, gracias a la capacidad criminal de los militares y los
comunistas, fuera de esa capacidad criminal no tiene ninguna posibilidad de
existencia.
Ahí está la literatura: abriendo una ventana
terrible que nos acerca al horror, pero sin padecer sus consecuencias, asistir
a él sin peligro. Visitar la frontera final, la última trinchera de la
condición humana y regresar sin cicatrices. Así define Kant lo sublime: la
contemplación de lo aterrador desde un lugar seguro.
Esta es la negra realidad. El novelista solo la
persigue. La realidad convierte su novela en novela negra.
Miremos el principio de Piedras encantadas, de Rodrigo Rey Rosa. Dice así:
Guatemala. Centroamérica.
El país más hermoso, la gente
más fea.
Guatemala. La pequeña
república donde la pena de muerte no fue abolida nunca, donde el linchamiento
ha sido la única manifestación perdurable de organización social.
Ciudad de Guatemala.
Doscientos kilómetros cuadrados de asfalto y hormigón (producido y monopolizado
por una sola familia durante el último siglo). Prototipo de la ciudad dura,
donde la gente rica va en blindados y los hombres de negocios más exitosos
llevan chalecos antibalas. La metrópoli precolombina que financió la
construcción de grandes ciudades como Tikal o Uaxactún —y sobre la que fue
construida la actual— había alcanzado su auge económico a través del monopolio
de la piedra obsidiana, símbolo de la dureza de un mundo que desconocía el uso
del metal.
Ciudad plana, levantada en una
meseta orillada por montañas y hendida por barrancos o cañadas. Hacia el
Sureste, en las laderas de las montañas azules, están las fortalezas de los
ricos. Hacia el Noreste y el Oeste están los barrancos; y en sus vertientes
oscuras, los arrabales llamados limonadas, los botaderos y rellenos de basura,
que zopilotes hediondos sobrevuelan en parvadas “igual que enormes cenizas
levantadas por el viento” —como escribió un viajero inglés— mientras la sangre
que fluye de los mataderos se mezcla con el agua de arroyos o albañales que
corren hacia el fondo de las cañadas, y las chozas de miles de pobres (cinco
mil por kilómetro cuadrado) se deslizan hacia el fondo año tras año con los
torrentes de lluvia o los temblores de tierra.
Esta descripción contiene un eco sutil de la
imprecación de Ixca Cienfuegos a México, DF, al inicio de La región más transparente, de Fuentes,
que podría ser la descripción de muchas otras ciudades de la región, casi
diría: de cualquiera de nuestras presuntuosas y violentas aldeas.
Sin embargo, Piedras
encantadas se acerca más al género negro clásico porque hay un crimen y
una investigación. Un niño es atropellado y el conductor huye. Una cosa normal
por estos lados. Recuerdo que un conocido abogado me dijo una vez, en Bogotá,
que no había que ponerle calcomanías llamativas a los carros ni aceptar placas
con números repetidos o capicúas para, en casos así, poder escapar y que nadie
memorizara nada. Escapar, escapar, es lo que todo el mundo hace, porque, en el
fondo, nadie es inocente en estas ciudades sin ley. Todos, de algún modo, son
asesinos, y tal vez por eso nunca hay justicia.
Porque aun si se esclarece el crimen, no se
condena a nadie.
No se recupera la armonía, como en la novela
anglosajona. Pero es que ellos son protestantes y creen en ciertos principios.
En el mundo anglosajón las leyes humanas deben triunfar y el orden,
temporalmente deshecho por una anomalía, debe restablecerse. Entre nosotros no:
somos hijos de la
Contrarreforma, del hombre que reta a dios y sus leyes y es
perdonado.
Nuestro antepasado es un Juan Tenorio sentado en
una cafetería de Ciudad Guatemala o Monterrey o San Salvador, esperando que no
empiece una molesta balacera que le impida terminar tranquilo su desayuno. Aquí
el triunfo de la ley es poco realista. Por eso la figura del detective es
infrecuente.
El detective, en América Latina, es más bien una
metáfora. Un modo de mirar, un modo romántico de estar solo.
Es también un modo de ser poeta.
“Soñé que era un detective latinoamericano muy
viejo”, dice Roberto Bolaño en un poema, “Vivía en Nueva York y Mark Twain me
contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un
caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía”.
Una de las mejores novelas publicadas en español
en las últimas décadas se llama Los
detectives salvajes y sus personajes son poetas.
Pasando a otros argumentos, la Nueva Novela
Latinoamericana contiene muchos otros géneros, como la novela histórica. Pero
tampoco es novedoso, es también una larga tradición de América Latina, desde Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar
Pietri, o libros como Terra Nostra,
de Carlos Fuentes. Siempre he creído que los novelistas que tuvieron infancias
tristes escriben novela histórica, pero es solo una hipótesis. Yo tuve una
infancia feliz.
Lo que sí parece casi definitivo es la
predominancia de la novela urbana. Nuestras ciudades lo abarcan todo, y no es
para menos.
Y otra característica interesante, y quizá la más
novedosa: el ascenso de novelas que son más bien crónicas de hechos reales,
familiares o personales, pero narrados con las herramientas de la novela. Es el
caso de El olvido que seremos, de
Héctor Abad, El cuerpo en que nací,
de Guadalupe Nettel, o Canción de tumba,
de Julián Herbert. Tres libros que narran hechos reales, pero con las armas de
la ficción.
Y ya para terminar, ¿cómo es el escritor de esa
nueva narrativa latinoamericana? La verdad es que al verlo de lejos es una
persona bastante banal. Ya no es un héroe, como en la época del Boom. Tal vez diría que ningún país
latinoamericano le ha vuelto a dar a ningún escritor ese rol casi mitológico
que le dio a los autores del Boom.
No, eso no volvió a suceder y tal vez sea mejor así. Hoy el escritor es solo un
escritor, nada más que eso. Un tipo que escribe, una mujer que escribe.
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