domingo, 30 de septiembre de 2012

Bradbury por siempre

30/Septiembre/2012
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

La magia sólo está en lo que dicen los libros,
en cómo unían los diversos aspectos del Universo
 hasta formar un conjunto para nosotros

Ray Bradbury

Ray Bradbury es uno de los más peculiares autores de ciencia ficción. Lo cual ya es un decir, pues parte del encanto en tal género literario es, precisamente, la invención de lugares, situaciones y personajes insólitos. Pero, más que inventar monstruos y sistemas planetarios elaboradísimos, como suelen hacer otros autores proclives a la fauna y flora fantásticas, Ray se dedicó a sacar a la luz partes esenciales del género humano, con especial dedicatoria para sus compatriotas. Lo que Ray hizo era, sin ningún adjetivo, literatura de primer nivel. Sin duda no tan solemne como quisieran los seguidores de otras vertientes de la creación literaria, pero en su momento eso era destacable, pues muchos autores de ciencia ficción, como el celebérrimo Asimov, tuvo su época donde la idea era ser muy serio, muy académico, para que se valorara la aportación literaria del género fantástico o de ciencia ficción. A veces con humor (en Crónicas marcianas: “La palabra ‘intelectual’, claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser”), a veces con textos sobre la interioridad de los personajes, locales o extraterrestres, Bradbury dio un enfoque humanista a sus cuentos. Este autor logró con sus visiones futuristas recabar millones de lectores en todo el mundo, lo cual no es poca cosa. Menos ahora, cuando el actual momento histórico-político evidencia la necesidad impostergable de que ciudadanos y políticos lean. Lo que sea, pero que lean. Ya quisiéramos tener un presidente que fuera capaz de distinguir a Borges de Borgues, pero con conocimiento de la obra; o uno preparado para mencionar cinco libros, los que fueran, para mostrar que lee algo más que los discursos que le colocan enfrente. De ahí lo inevitable de iniciar con la novela más famosa de Bradbury: Fahrenheit 451, donde los bomberos oficiales se dedican a quemar libros, con el foxiano silogismo de que leer te hace infeliz.
Como argumento de novela de ficción, el de Fahrenheit 451 ha sido sobreexpuesto. A nadie sorprende una trama donde el gobierno busque someter al pueblo por medio del control mental o de la ignorancia: entre menos sepamos, seremos más fáciles de manejar; entre menos acceso tengamos a los bienes culturales, será menor nuestra capacidad de abstracción, pensamiento y crítica. Las variantes para “evidenciar” la manipulación de la que solemos ser parte, colman series televisivas y filmes de mucho presupuesto. Y conste que en su mayoría van dirigidas al público estadunidense. El dato mayor es que esa problemática es real y vigente en México: el promedio de lectura anual es apenas de un libro; y eso quienes leen. Una de las críticas a la literatura fantástica o a la ciencia ficción es que los personajes terminan por ser planos, que se trabaja con estereotipos para que el desarrollo se dé en la trama y no en los protagonistas. No es el caso del personaje central, el bombero Montag, uno de los quemadores de libros, pues dentro de la novela lo vemos despertar a una precaria conciencia, al inicio, cuando ve morir en llamas a la anciana que prefiere perecer entre los libros que estar sin ellos (los críticos de Bradbury suelen referirse a esta escena como una metáfora fácil); luego hay un despertar conceptual al vivir la fuerza de la poesía (con una simple lectura desarma a las burdas amigas de su zafia esposa) y al final Montag cambia por completo al quemar a su jefe y huir en un discutible final feliz, para encontrarse con los “hombres-libro”, quienes hacen memoria en espera de lograr imprimir los textos aprendidos. Empero, por contraposición, se evidencia que prácticamente el resto de la población en la novela es una caterva de semipensantes incapaces de ver más allá de lo inmediato. Incluso la mujer con la que Montag dialoga lo dice: “La gente no habla de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original.” La ausencia de vínculo entre Montag y su esposa se muestra como algo cotidiano en esa sociedad ‒¿futurista?‒ tan parecida a la de la época en que se publicó el libro.

Esta obra de Bradbury fue un éxito en su momento, pero no sólo literario: se volvió un ejemplo de la cultura como símbolo de libertad. Cuando fue publicado el libro estaba el senador McCarthy, emblemático político gringo, para confirmar que lo dicho por Bradbury no era ficticio, sino perfectamente viable: cortar el acceso a los bienes culturales, en este caso los libros. En Europa estaban frescas las quemas de textos hechas por los nazis. Sería fácil mostrar cómo hay nuevos mecanismos para evitar que los libros lleguen a sus receptores, y cómo en la educación primaria mexicana realmente hay poca intención de crear niños lectores, pero la visión de Bradbury permanece en cuanto a que el individuo puede modificar su entorno, al caso, la posibilidad de leer cuanto quiera. Aunque esta novela parte del supuesto de un Estado represor, no deja de mostrar la complicidad social para amoldarse a políticas públicas cuestionables. La crítica constante de Ray no es sólo para el gobierno gringo, donde en esto de engañar y manipular apenas tienen rival, sino también para esa población que se amolda para sobrevivir con comodidad, dentro y fuera de ese país (que el colonialismo cultural es otro tema). Quizá la parte de la novela más deseable para desarrollar en el actual panorama editorial, no es ya la pertinencia de los libros impresos o su valor, sino el hecho de que la tradición oral deba ser cuidada como fuente de conocimiento humano. A pesar de los muchos intentos en registrar las leyendas, cantos y conocimientos que hoy se siguen transmitiendo en forma hablada por generaciones, como si el registro fuera más valioso que la información, no podemos olvidar que lo humano es lo primordial, lo que debe prevalecer. Debe añadirse que, como podría decirse de casi cualquier texto de Bradbury, con independencia de la novedad o trascendencia de la idea misma que se desarrolla, la escritura de Fahrenheit 451 logra un pulso de gran atracción por su composición cercana a lo poético. En unas cuantas líneas podemos captar el sorpresivo deleite que resulta para el bombero la quema de los libros: “la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia”. Para hablar de la profunda atracción que siente por la mujer que acaba de conocer el bombero, la describe: “El rostro de ella también se parecía mucho a un espejo. Imposible, ¿cuánta gente había que refractase hacia uno su propia luz? Por lo general, la gente era ‒Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo‒ como antorchas, que ardían hasta consumirse.” Es fácil mencionar la necesidad que sólo los libros pueden colmar en cualquier persona y cómo la premisa esencial del texto nos llega: el libro como complemento del alma debe prevalecer. Pero el mérito de Bradbury es lograr ese mensaje con la profundidad y eficacia que suele dejarse a un lado ante el mensaje evidente del título: “Montag sólo tuvo un instante para leer una línea; ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos. ‒¡Montag, sube! La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres. Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira! Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.” La sutileza en la escritura de Bradbury se olvida ante la eficacia de su narración: cuando está por inmolarse junto con sus libros, la anciana que habrá de prenderse por propia mano, Montag elucubra sobre las hogueras y su relación con la noche y el día: “La alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día! ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo?” Otro detalle: cuando Montag está a punto de leer ante las aterrorizadas amigas de su esposa: “Una mosca agitó levemente las alas dentro de su oído”, como si la mosca de la lectura estuviera acechándolo, como si la inquietud que está a punto de despertarse para nunca morir estuviera anticipando su existencia. Y la lectura de dos poemas dedicados al amor y al desconsuelo que éste suele provocar, lleva a una de las oyentes a llorar desconsolada, atacada por esa mosca que susurra visiones poéticas al bombero redimido.

En medio de tantos mensajes sobre la interioridad humana, el único elemento tecnológico franco, el perro mecánico, acecha a Montag, como si las máquinas estuvieran a la espera de la caída del hombre. Quizá para recordarnos que Fahrenheit 451 es una novela de ciencia ficción.
Con una obra tan amplia como la de Ray, es fácil caer en omisiones. Pero la crítica social es continua. En el cuento “Las langostas” (de Crónicas marcianas) se hace referencia al género humano como si fuera de insectos, capaces de arrasar con cultivos en horas, pero extrapolado a las culturas que van recibiendo a los conquistadores estadunidenses. Una constante en la ciencia ficción es la migración a otros mundos, ante la insuficiencia de espacio o de condiciones favorables en nuestro planeta. Y como Marte es lo más cercano y durante mucho tiempo se especuló sobre la existencia de canales de agua, mirar hacia allá para fantasear sobre el hombre y su destino interplanetario era cosa esperable. Son varios los cuentos de Bradbury donde se pone en evidencia esa percepción de reproche sobre la costumbre gringa de arrasar con lo que le es ajeno. La invasión de Bagdad en 2003, con la destrucción de obras únicas e invaluables, apenas sería una muestra de esta manía denunciada por Bradbury. Como buen observador, enfatiza que desde la forma de nombrar inicia la destrucción de la otredad. En “La elección de los nombres” se advierten dos vertientes muy gringas: la de dar prioridad a quienes llegaron primero, como si ese mero hecho hiciera más valiosos a los fundadores, y la de establecerse como punto de referencia. Así como en México se habla de la existencia de ciertas familias que controlan todo el país (nada que ver con el narco), en Estados Unidos también se menciona esa peculiar alcurnia derivada de haber bajado del barco Mayflower para colonizar el nuevo continente en 1620; lo que resulta todavía más discutible en un país donde supuestamente todos son iguales a todos. Pero ahí reside parte de la importancia de Bradbury: en exponer lo criticable, pero sólo para hacerlo visible a quienes quieren ver. Y si es viable edificar ciudades estadunidenses, también podría hacerse un paisaje similar, como desglosa en varios textos, en los que lo mismo se da un tenue humor macabro que la exposición abierta de las voraces políticas estadunidenses. Muchas variantes que el autor denostaba van apareciendo en sus cuentos sobre Marte, en “Un camino a través del aire” el racismo se muestra con claridad. Sobre todo, la necesidad de los gringos de autorreferenciarse surge en varios textos. Queda ver si nosotros podríamos resistir un análisis similar con nuestros inmigrados y nuestros indígenas.
Más que por lo anecdótico, la obra de Bradbury perdura por su manufactura y por los puntos intemporales que toca del alma humana.

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