Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer
La magia sólo está en lo que dicen los libros,
en cómo unían los diversos aspectos del Universo
hasta formar un conjunto para nosotros
Ray Bradbury
en cómo unían los diversos aspectos del Universo
hasta formar un conjunto para nosotros
Ray Bradbury
Ray Bradbury es uno de
los más peculiares autores de ciencia ficción. Lo cual ya es un decir,
pues parte del encanto en tal género literario es, precisamente, la
invención de lugares, situaciones y personajes insólitos. Pero, más que
inventar monstruos y sistemas planetarios elaboradísimos, como suelen
hacer otros autores proclives a la fauna y flora fantásticas, Ray se
dedicó a sacar a la luz partes esenciales del género humano, con
especial dedicatoria para sus compatriotas. Lo que Ray hizo era, sin
ningún adjetivo, literatura de primer nivel. Sin duda no tan solemne
como quisieran los seguidores de otras vertientes de la creación
literaria, pero en su momento eso era destacable, pues muchos autores
de ciencia ficción, como el celebérrimo Asimov, tuvo su época donde la
idea era ser muy serio, muy académico, para que se valorara la
aportación literaria del género fantástico o de ciencia ficción. A
veces con humor (en Crónicas marcianas: “La palabra
‘intelectual’, claro está, se convirtió en el insulto que merecía
ser”), a veces con textos sobre la interioridad de los personajes,
locales o extraterrestres, Bradbury dio un enfoque humanista a sus
cuentos. Este autor logró con sus visiones futuristas recabar millones
de lectores en todo el mundo, lo cual no es poca cosa. Menos ahora,
cuando el actual momento histórico-político evidencia la necesidad
impostergable de que ciudadanos y políticos lean. Lo que sea, pero que
lean. Ya quisiéramos tener un presidente que fuera capaz de distinguir a
Borges de Borgues, pero con conocimiento de la obra; o uno preparado
para mencionar cinco libros, los que fueran, para mostrar que lee algo
más que los discursos que le colocan enfrente. De ahí lo inevitable de
iniciar con la novela más famosa de Bradbury: Fahrenheit 451, donde los bomberos oficiales se dedican a quemar libros, con el foxiano silogismo de que leer te hace infeliz.
Como argumento de novela de ficción, el de Fahrenheit 451
ha sido sobreexpuesto. A nadie sorprende una trama donde el gobierno
busque someter al pueblo por medio del control mental o de la
ignorancia: entre menos sepamos, seremos más fáciles de manejar; entre
menos acceso tengamos a los bienes culturales, será menor nuestra
capacidad de abstracción, pensamiento y crítica. Las variantes para
“evidenciar” la manipulación de la que solemos ser parte, colman series
televisivas y filmes de mucho presupuesto. Y conste que en su mayoría
van dirigidas al público estadunidense. El dato mayor es que esa
problemática es real y vigente en México: el promedio de lectura anual
es apenas de un libro; y eso quienes leen. Una de las críticas a la
literatura fantástica o a la ciencia ficción es que los personajes
terminan por ser planos, que se trabaja con estereotipos para que el
desarrollo se dé en la trama y no en los protagonistas. No es el caso
del personaje central, el bombero Montag, uno de los quemadores de
libros, pues dentro de la novela lo vemos despertar a una precaria
conciencia, al inicio, cuando ve morir en llamas a la anciana que
prefiere perecer entre los libros que estar sin ellos (los críticos de
Bradbury suelen referirse a esta escena como una metáfora fácil); luego
hay un despertar conceptual al vivir la fuerza de la poesía (con una
simple lectura desarma a las burdas amigas de su zafia esposa) y al
final Montag cambia por completo al quemar a su jefe y huir en un
discutible final feliz, para encontrarse con los “hombres-libro”,
quienes hacen memoria en espera de lograr imprimir los textos
aprendidos. Empero, por contraposición, se evidencia que prácticamente
el resto de la población en la novela es una caterva de semipensantes
incapaces de ver más allá de lo inmediato. Incluso la mujer con la que
Montag dialoga lo dice: “La gente no habla de nada. Citan una serie de
automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos
dicen lo mismo y nadie tiene una idea original.” La ausencia de
vínculo entre Montag y su esposa se muestra como algo cotidiano en esa
sociedad ‒¿futurista?‒ tan parecida a la de la época en que se publicó
el libro.
Esta obra de Bradbury fue un éxito en su momento, pero no sólo
literario: se volvió un ejemplo de la cultura como símbolo de libertad.
Cuando fue publicado el libro estaba el senador McCarthy, emblemático
político gringo, para confirmar que lo dicho por Bradbury no era
ficticio, sino perfectamente viable: cortar el acceso a los bienes
culturales, en este caso los libros. En Europa estaban frescas las
quemas de textos hechas por los nazis. Sería fácil mostrar cómo hay
nuevos mecanismos para evitar que los libros lleguen a sus receptores, y
cómo en la educación primaria mexicana realmente hay poca intención de
crear niños lectores, pero la visión de Bradbury permanece en cuanto a
que el individuo puede modificar su entorno, al caso, la posibilidad
de leer cuanto quiera. Aunque esta novela parte del supuesto de un
Estado represor, no deja de mostrar la complicidad social para
amoldarse a políticas públicas cuestionables. La crítica constante de
Ray no es sólo para el gobierno gringo, donde en esto de engañar y
manipular apenas tienen rival, sino también para esa población que se
amolda para sobrevivir con comodidad, dentro y fuera de ese país (que el
colonialismo cultural es otro tema). Quizá la parte de la novela más
deseable para desarrollar en el actual panorama editorial, no es ya la
pertinencia de los libros impresos o su valor, sino el hecho de que la
tradición oral deba ser cuidada como fuente de conocimiento humano. A
pesar de los muchos intentos en registrar las leyendas, cantos y
conocimientos que hoy se siguen transmitiendo en forma hablada por
generaciones, como si el registro fuera más valioso que la información,
no podemos olvidar que lo humano es lo primordial, lo que debe
prevalecer. Debe añadirse que, como podría decirse de casi cualquier
texto de Bradbury, con independencia de la novedad o trascendencia de
la idea misma que se desarrolla, la escritura de Fahrenheit 451
logra un pulso de gran atracción por su composición cercana a lo
poético. En unas cuantas líneas podemos captar el sorpresivo deleite que
resulta para el bombero la quema de los libros: “la sangre le latía en
la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas
las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y
ruinas de la Historia”. Para hablar de la profunda atracción que siente
por la mujer que acaba de conocer el bombero, la describe: “El rostro
de ella también se parecía mucho a un espejo. Imposible, ¿cuánta gente
había que refractase hacia uno su propia luz? Por lo general, la gente
era ‒Montag buscó un símil, lo encontró en su trabajo‒ como antorchas,
que ardían hasta consumirse.” Es fácil mencionar la necesidad que sólo
los libros pueden colmar en cualquier persona y cómo la premisa
esencial del texto nos llega: el libro como complemento del alma debe
prevalecer. Pero el mérito de Bradbury es lograr ese mensaje con la
profundidad y eficacia que suele dejarse a un lado ante el mensaje
evidente del título: “Montag sólo tuvo un instante para leer una línea;
ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la
hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol
del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus
brazos. ‒¡Montag, sube! La mano de Montag se cerró como una boca,
aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su
pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento
montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer
permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres. Montag no hizo
nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una
conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había
convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo,
lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con
agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira! Montag
contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como
si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.” La
sutileza en la escritura de Bradbury se olvida ante la eficacia de su
narración: cuando está por inmolarse junto con sus libros, la anciana
que habrá de prenderse por propia mano, Montag elucubra sobre las
hogueras y su relación con la noche y el día: “La alarma siempre llega
de noche. ¡Nunca durante el día! ¿Se debe a que el fuego es más bonito
por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo?” Otro detalle: cuando
Montag está a punto de leer ante las aterrorizadas amigas de su esposa:
“Una mosca agitó levemente las alas dentro de su oído”, como si la
mosca de la lectura estuviera acechándolo, como si la inquietud que
está a punto de despertarse para nunca morir estuviera anticipando su
existencia. Y la lectura de dos poemas dedicados al amor y al
desconsuelo que éste suele provocar, lleva a una de las oyentes a llorar
desconsolada, atacada por esa mosca que susurra visiones poéticas al
bombero redimido.
En medio de tantos mensajes sobre la interioridad
humana, el único elemento tecnológico franco, el perro mecánico, acecha
a Montag, como si las máquinas estuvieran a la espera de la caída del
hombre. Quizá para recordarnos que Fahrenheit 451 es una novela de ciencia ficción.
Con una obra tan amplia como la de Ray, es fácil
caer en omisiones. Pero la crítica social es continua. En el cuento “Las
langostas” (de Crónicas marcianas) se hace referencia al
género humano como si fuera de insectos, capaces de arrasar con
cultivos en horas, pero extrapolado a las culturas que van recibiendo a
los conquistadores estadunidenses. Una constante en la ciencia ficción
es la migración a otros mundos, ante la insuficiencia de espacio o de
condiciones favorables en nuestro planeta. Y como Marte es lo más
cercano y durante mucho tiempo se especuló sobre la existencia de
canales de agua, mirar hacia allá para fantasear sobre el hombre y su
destino interplanetario era cosa esperable. Son varios los cuentos de
Bradbury donde se pone en evidencia esa percepción de reproche sobre la
costumbre gringa de arrasar con lo que le es ajeno. La invasión de
Bagdad en 2003, con la destrucción de obras únicas e invaluables,
apenas sería una muestra de esta manía denunciada por Bradbury. Como
buen observador, enfatiza que desde la forma de nombrar inicia la
destrucción de la otredad. En “La elección de los nombres” se advierten
dos vertientes muy gringas: la de dar prioridad a quienes llegaron
primero, como si ese mero hecho hiciera más valiosos a los fundadores, y
la de establecerse como punto de referencia. Así como en México se
habla de la existencia de ciertas familias que controlan todo el país
(nada que ver con el narco), en Estados Unidos también se
menciona esa peculiar alcurnia derivada de haber bajado del barco
Mayflower para colonizar el nuevo continente en 1620; lo que resulta
todavía más discutible en un país donde supuestamente todos son iguales
a todos. Pero ahí reside parte de la importancia de Bradbury: en
exponer lo criticable, pero sólo para hacerlo visible a quienes quieren
ver. Y si es viable edificar ciudades estadunidenses, también podría
hacerse un paisaje similar, como desglosa en varios textos, en los que
lo mismo se da un tenue humor macabro que la exposición abierta de las
voraces políticas estadunidenses. Muchas variantes que el autor
denostaba van apareciendo en sus cuentos sobre Marte, en “Un camino a
través del aire” el racismo se muestra con claridad. Sobre todo, la
necesidad de los gringos de autorreferenciarse surge en varios textos.
Queda ver si nosotros podríamos resistir un análisis similar con
nuestros inmigrados y nuestros indígenas.
Más que por lo anecdótico, la obra de Bradbury
perdura por su manufactura y por los puntos intemporales que toca del
alma humana.
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