Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
El pasado 5 de junio
murió Ray Bradbury, quizá el autor más querible del género llamado
ciencia ficción. Permítanos recordarlo aquí ante todo por las Crónicas marcianas, que desde mitad del siglo pasado le dieron inmediato renombre y decenas de miles de lectores.
Es difícil hallar a un narrador de ciencia ficción
que acople en sus libros, como Bradbury, un lenguaje poético y relatos
tan melancólicos e imaginativos como los que hallamos en Crónicas marcianas (1950) y El hombre ilustrado (1951); no menos ocurre en Fahrenheit 451, su emblemática novela de argumento inolvidable.
Al terminar de leer las Crónicas... da la
impresión de que no falta ni sobra nada. Es tal la madurez narrativa de
Bradbury que no parece un libro hecho por un escritor de genio de
treinta años, y es tal la espléndida madurez psicológica en sus
páginas, que uno no lo puede imaginar tan joven. Ya sea cuando utiliza
los diálogos o cuando escribe en tercera persona, su prosa es ligera y
exacta como el vuelo de un pájaro.
En las Crónicas... Bradbury relata las
tres primeras expediciones fracasadas a Marte, la casi total
aniquilación de la población marciana por una epidemia absurda
contagiada por los terrestres, los primeros asentamientos, la llegada
de decenas de miles de personas, la guerra atómica en la Tierra que
hace regresar a la inmensa mayoría de los terrestres para que no se
extinga todo vestigio de civilización y, finalmente, el nuevo inicio
adánico de dos familias de terrestres en Marte…
Salvo pequeñas mutaciones y variaciones, pero
haciéndonoslo verosímil, Bradbury nos muestra un planeta habitable que
en buen número de aspectos tiene una vida parecida a la Tierra: días
con mañanas y noches, cielos estrellados, lunas mellizas, clima
templado pero también tórrido, aire enrarecido, valles verdes y valles
oscuros, largos canales y mares muertos, montañas y colinas azules,
oficinas, calles, casas con cuartos, bibliotecas, academias, manicomios
con psiquiatras… Los marcianos llaman a su planeta Tyrr y marcianos y
marcianas tienen nombres con triple vocal o triple consonante: Aaa,
Iii, Xxx, Uuu, Rrr.
Salvo un capítulo que acaece en la tierra, en las
páginas del libro tenemos la imagen de que los expedicionarios y los
nuevos pobladores se hallan en Marte, pero el Planeta Rojo, como
sugerimos, es para ellos en mucho una prolongación de la vida en la
Tierra, o con más exactitud, de la vida diaria en Estados Unidos, como
si Estados Unidos y los estadunidenses representaran simbólicamente para
Bradbury todos los países y todos los pueblos de la Tierra. Quienes
llegan son sólo hombres y mujeres de raza blanca y de raza negra, y
provienen de ciudades, pueblos y villorrios de eu, y aun la moneda
corriente es el dólar. Por hipnosis, telepatía o autosugestión, los
marcianos, antes de la epidemia letal, son capaces de entender
admonitorias letras de canciones en inglés, de hablar el inglés y
transformarse mental y corporalmente de modo que pueden ser iguales a
los recién llegados.
En 1954, cuatro años después de la publicación,
Jorge Luis Borges destacaba que de las historias de este libro, que lo
llenaban de terror y de soledad, prefería ante todo “La tercera
expedición” y “El marciano”. En esta última, Borges señaló que encerraba
“una patética variación de Proteo”; en aquélla ‒añadimos nosotros‒ hay
un juego einsteniano con el tiempo, o para precisar, los hombres
viajan desde la Tierra en el año 2000, pero llegan a Marte en 1926, y
encuentran un pueblo idéntico a un pueblo estadunidense de Illinois, y
en medio de esa engañosa felicidad no saben, sino muy tarde, que es un
teatro sobre el viento armado.
Pero las Crónicas marcianas tienen seis o
siete historias tan hermosas y terribles como las preferidas por
Borges. Pongamos algunos ejemplos. Una en especial, “Aunque siga
brillando la luna”, me emociona hondamente. Bradbury relata cómo uno
de los tripulantes, Spender, consciente de que tarde o temprano los
hombres destruirán la civilización de Marte, se rebela y empieza a
matar a sus compañeros para evitar que se prendan las primeras lumbres
de la catástrofe. Spender sabía que “los habitantes de la Tierra
tenemos un talento único para arruinar las cosas grandes y hermosas”.
Pese a la comprensión noble del capitán Wilder, el propio capitán es
quien acaba matándolo para que no lo hagan ferozmente los otros
tripulantes. Como lector, uno acaba sintiendo una desolada simpatía por
víctima y victimario.
Impregnada asimismo de ternura es la historia de
Benjamín Driscoll, quien planta miles de semillas que harán crecer
decenas de miles de árboles para volver oxígeno el aire enrarecido del
planeta rojo; otra, “Un camino a través del aire”, es la divertida y
angustiosa huida de los negros hacia Marte para no seguir siendo
explotados por los blancos en la Tierra, la cual encontraría una
conmovedora continuación en un cuento de El hombre ilustrado, “El otro pie”; una más, como la “Casa Usher ii”, es a la vez una anticipación turbadora de Fahrenheit 451
(1953), en la que un hombre, a quien le volvieron ceniza una biblioteca
de 50 mil volúmenes, y un cineasta, al que quemaron sus películas, se
vengan letalmente de los destructores del arte, es decir, ultiman a
aquellos que en nombre de la realidad cegaban la fantasía y el sueño.
Como se ve, detrás de las melancólicas historias de las Crónicas marcianas
(y de muchos de sus libros) encontramos a un autor que es un moralista
impecable e implacable. En sus narraciones encontramos a menudo
lúcidos recados implícitos contra el racismo, el clasismo, la ambición
sin moral, el afán devastador en la utilización de la alta tecnología,
la caza de brujas contra las minorías étnicas, el desprecio a lo que es
o a quien es diferente, el odio de las oligarquías política y
empresarial al conocimiento representado ante todo en el libro, la
avidez del dinero sobre los valores éticos, que vuelven al hombre un
objeto sin alma…
Algunas historias de El hombre ilustrado que acontecen en el sistema interplanetario son tan inquietantes e imaginativas como las que leemos en las Crónicas marcianas.
Sin Ray Bradbury, sin el gran Ray Bradbury, la ciencia ficción no
hubiera tenido a un escritor que diera a sus narraciones tan honda y
alta poesía.
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