Jornada Semanal
Enrique Héctor González
Nunca la vida cotidiana
ha sido enaltecida de manera tan diáfana y eficiente como en los
textos de Jorge Ibargüengoitia, narrador guanajuatense a quien resulta
difícil considerar escritor si por tal figura entendemos la del
intelectual petulante que sabe de todo, nunca duda y ocupa una posición
en el mundo de las ideas de la cual se siente fatalmente responsable. Y
no es que se trate de un autor diletante (en el peor sentido del
término, o sea el político), de otro enfant terrible de la
literatura mexicana –el último fue José Agustín y quedamos curados de
espanto–, sino sencillamente ocurre que Ibargüengoitia encarnó al
humorista en estado puro cuya prosa asume en sí misma el tono más
precisamente ambivalente y lúdico de todos cuantos en México han escrito
ficción.
Pasa que no intentaba ser chistoso: lo era a pesar
suyo. Se ceñía, en ese sentido, al ideal creativo de Shaw: para bromear
lo único que necesito es decir la verdad. Porque Ibargüengoitia supo
hallar, como nadie, la tesitura adecuada para ser gracioso y ameno sin
la amenaza de devenir mordaz, irónico, satírico o paródico por
obligación o consigna: solo escribía –a veces, incluso, con ligereza e
incorrección sintáctica– desde una perspectiva que por fuerza nos
agarraba desprevenidos, y con un sabor y una sazón de chef
especializado en platos tan sencillos, suculentos y agradables que es
difícil, aun hoy, dar con la receta de su prosa, con el guión de su
guiño peculiar.
Entre la década de los cincuenta en que empezó a escribir teatro, del que se retiraría con El atentado
diez años después –harto de los egos desmesurados que tan bien germinan
en ese medio– y hasta el avionazo de 1983 que fijó en seis novelas su
producción narrativa, transcurrieron treinta años de actividad
literaria y periodística en la que Ibargüengoitia supo asumir al
escritor ajeno a mafiosas afinidades y se ganó el respeto de quienes
(Julio Scherer, Octavio Paz) supieron ver en su corpachón de peso
completo y su rostro adusto la equívoca imagen de un espíritu
irreconciliable con el mundo, pero no por ello enemigo de hechizarlo en
retratos, estampas, historias honestas que no pretendían sino exhibir,
de un modo casi escandaloso en su nitidez, lo absurdo de nuestras
opiniones, la íntima ridiculez de la existencia en un mundo despistado y
solemne, insolente, confuso y hostil.
El humor que a veces provocan sus libros, escribió
Gabriel Zaid, “es un extraño efecto de sobriedad después de un susto”.
La clave de su escritura podría estar, se me ocurre, en la frase
adverbial que he subrayado, a veces, porque nada es tan depravado y
vulgar como ser siempre chistoso, acatar la obligación atroz de hacer
reír: con Ibargüengoitia debemos estar siempre a la expectativa pues
quizá nos estemos carcajeando de algo terrible o anodino, pero tal vez
hayamos dejado pasar una agudeza aparentemente trivial, una espléndida
ocurrencia irreconocible a la primera lectura.
Como Mariano José de Larra, a quien se parece más
de la cuenta (hasta el extremo de ser todo lo contrario), pergeñó
artículos breves así de memorables como sus novelas y cuentos.
Paradójico discípulo de un escritor poco ameno –Rodolfo Usigli, quien
supo advertir, en un curso de composición dramática, su facilidad para
los diálogos–, Jorge Ibargüengoitia murió a los cincuenta y cinco años,
hace casi treinta. Su novela breve Los relámpagos de agosto
(1964) puede considerarse el fulminante punto de partida de su obra
narrativa lo mismo que el de llegada (paródica, lúcida, desopilante)
de ese solemne ciclo de obras que los académicos llaman la novela de
la Revolución Mexicana.
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