Jornada Semanal
Rodolfo Alonso
Primero me pareció
imposible, casi increíble, sólo atreverme a imaginarlo, y cerré y
guardé el libro de inmediato, avergonzado de mí mismo.
Pero fui y busqué el otro. Lo abrí. Era evidente.
No podía creerlo. Después, tan intrigado como para volver a
cerciorarme, los fui a buscar de nuevo. Los abrí ambos, busqué la página. Los confronté. Y allí estaba, imposible negarlo. La frase, las palabras y los signos exactos que componían esa frase están allí.
Me quedé confundido. En semejante autor eso no
podía ser un ardid, ni una minucia, ni mucho menos un simplísimo error,
aun desatendido. Eso a cualquiera iba a pasarle, pero no a él.
Presa de cierto pánico, me arrojé desconfiado pero ansioso a las aguas
insondables de la memoria digital, para indagar en esos archivos
confusos e infinitos alguna prueba, algún testimonio, algún otro...
Algún otro que también se hubiera dado cuenta.
Pero no, no había nada. Alguna señal de que no era
todo cosa mía, trampa de mi imaginación, sombra de sombras, sueño de mi
ensueño. Decidí sosegarme, imponerme silencio.
Pasó el tiempo. Pero la cosa seguía allí, sin
disolverse. Tenía que enfrentar lo imprevisible, constatar el hecho.
Volví entonces a ambos libros adonde me reconducía el hilo
habitualmente fiel de mi recuerdo, busqué en cada uno el cuento, la
página, la cita. Y tuve que aceptarlo. Una y otra frase eran
exactamente iguales. Y el hecho se hacía, pues, flagrante. Tan
flagrante como impenetrable, en su deslumbradora nitidez. Porque se
trataba de Borges, ese escritor que ejerce el adjetivo como el torero
su estocada final. Un escritor en cuya entera obra no se repite ni
siquiera un artículo, ni siquiera una coma. Una obra que conjuga
exquisita modestia con la exigencia más altiva. Pero aquí están las
pruebas. Y tenía que ser en el justamente memorable cuento “El sur”,
que cierra a toda orquesta ese libro, Ficciones, donde empezó a consolidar su nombre. En la segunda parte que él subtituló (precisamente) Artificios
y fechó en 1944, puede leerse lo siguiente: “Los muchos años lo habían
reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia.” Es bello, es preciso, es justo, es tocante.
Pero veamos. No mucho tiempo después, ya en pleno vuelo, nada menos que
en El aleph, libro que como es sabido apareció originalmente
en 1949, pero en uno de los cuatro cuentos que le agregó según su
Posdata de 1952, puede volver a leerse en el relato “El hombre en el
umbral”, que convoca otro ámbito, obviamente oriental, pero que en la
adenda mencionada confiesa inspirado por la “momentánea y repetida
visión de un hondo conventillo que hay en la calle Paraná, en Buenos
Aires”, esta otra frase que Pierre Ménard bien pudiera haber reclamado
sin duda como suya, como originalmente suya, pero que la enconada
persistencia de nuestra flaca memoria insiste en reiterar como del todo
semejante a la primera: “Los muchos años lo habían reducido y pulido
como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una
sentencia.”
¿Qué hacer, frente a eso? Lo mismo que vine
haciendo ininterrumpidamente desde entonces: callar, no decir nada.
¿Quién iba a creerme? ¿Yo, descubrirlo en eso, a él? Y lo que
es peor, aún, ¿quién iba a creer, salvo un personaje suyo, que Borges
se había copiado literalmente a sí mismo, que había repetido en dos
cuentos de temas y asuntos diferentes, letra por letra, signo por
signo, la misma frase idéntica? Me fue imposible evitar recaer en mi
mutismo. Por momentos, imaginé que no era sino otra sutilísima ironía
de Borges, y que si se me ocurriera salir a vocear que el rey está
desnudo sólo recogería burlas, lástimas, sarcasmos.
¿Quién podía imaginar que él, nada menos
que Borges, no había hecho de esa repetición una trampa para incautos,
sino que, directamente, o se le había escapado o tanto le gustó que lo
hizo adrede?
Por si fuera poco, además de ese literal citarse a
sí mismo, en ambos cuentos también son similares, aunque no ya
idénticas, las frases precedentes. Donde se cambia de situación y de
contexto, pero el personaje sigue siendo básicamente el mismo. Y hasta
con idéntica, o casi idéntica función.
Dice en “El sur”: “En el suelo, apoyado en el
mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo.” Y
dice en “El hombre en el umbral”: “A mis pies, inmóvil como una cosa,
se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo.” Sólo que aquí
intercala, antes de la frase que vimos repetida en ambos casos, esto
acaso imprescindible: “Diré cómo era, porque es parte esencial de la
historia.” Lo cual agrava el hecho. O insisto, me parece, puede ser,
también lo embebe de ironía.
Nunca sabremos con exactitud, del todo, a ciencia cierta, totalmente, qué lo movió a él
a hacer esa jugada. Nunca sabremos si no se dio cuenta (cosa
impensable, aterradora) o, como todo pareciera indicar, lo hizo adrede,
a propósito.
¿Y entonces, Borges, estoy diciendo Borges, no tuvo
otro remedio que recurrir a la reiteración porque sintió que era el
momento justo para hacerlo, que precisamente estas palabras debían
estar de nuevo allí?
¿O acaso fue el justo momento el que le demandó, a
él, que era eso lo que debía insertarse en ese punto? ¿Lo que
correspondía, ahí? ¿Se le puede haber escapado, a él, algo
como eso? ¿Lo hizo adrede? ¿Quiso demostrarnos que lo de Pierre Ménard*
seguía siendo, como siempre lo fue, nunca una broma ni una zancadilla
sino una demostración, una evidencia?
Yo sé que voy a hacer el ridículo. Que voy a caer
en esa trampa que él me ha tendido especialmente, sólo a mí, a mí solo
en todo el ancho mundo. Y que Pierre Ménard no se privará de reír,
discreto claro, para sí, con el mohín un poco despectivo de quien sabe
la cosa.
“¡Maten a Borges!”, dicen que les gritó Gombrowicz a
sus entonces muy pocos jóvenes seguidores locales, cuando logró
escapar, después de décadas, de su empantanamiento en Buenos Aires, y
puso proa a la Europa que iba también a consagrarlo. ¿Maten a Borges?
Probablemente una metáfora, una alusión, un símbolo. Una boutade,
un latiguillo, un acertijo, una jugada de ajedrez que no cualquiera
lograría asumir, si a lo literal se limitara. De cualquier modo, estoy
seguro, ni soy yo ni esta leve digresión quien va a lograrlo. Lo más
probable, y acaso preferible, es que el asunto siga desapercibido. Como
una simple errata.
Pero se lee en “El sur”: “En el suelo, apoyado en
el mostrador, se acurrucaba inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo.
Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra
o las generaciones de los hombres a una sentencia.”
Y al leer “El hombre en el umbral” ineludiblemente él
también dice: “A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el
umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de
la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas
a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.”
El mismo hecho de que ambos libros sean de edición
consecutiva en pocos años, primero uno, después el otro, no resuelve el
asunto. Es más, lo agrava. Si la reiteración se hizo a propósito, el
mismo hecho de ubicarla en su obra inmediata tiene la honestidad de
darnos la pista, demuestra la inocencia con que lo hizo. Pero también
nos deja, al hacerlo, lo impensable: que él no se dio cuenta.
Que no lo percibió, cosa inaudita. Y no se dio cuenta entonces a lo
largo de toda su vida. Y en toda reedición de dichos libros. Y en sus
obras completas. Reeditadas una y otra vez. No, si lo hizo, lo hizo a
sabiendas. Y si no se dio cuenta, peor aún. ¿Maten a Borges?
1 Ese acento mío casi automático en Ménard, me reiteró dudando. Busqué este otro original y comprobé que él no lo empleaba, incluso desde el título. Es aceptable, pensé: se corre el riesgo imperdonable de resultar pedante. Pero algo más allá, en una bibliografía adjudicada al personaje, el acento circunflejo en la palabra Nîmes volvía todo a cero. Es decir, había contradicción y, por lo tanto, culpa: un texto no debe desdecirse. Y menos para alguien como él. Viéndome miserable, cerré todos los libros y me fui. Pero, como él mismo hizo magistralmente tantas veces, no pude contenerme y añadí esta nota al pie.
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